CIUDAD DE MÉXICO, 2005-2006
Era
algo que de un modo o de otro me había subyugado toda la vida. No tenía nada
claro. Ni siquiera era algo inconcluso, era tan sólo una idea, un concepto
llamado: Emerenciano Guzmán. Pero no me abandonaba. Por eso, la nostalgia o la
angustia que sentí –como en otros fines de año-, al final de 2005 y al comienzo
de 2006, se transformó en su contrario: en la alegría, en la fuerza de una
pasión, cuando vi renacer mi interés en el misterio y en cómo empezar a
penetrar en él. Convergían diferentes razones. La más poderosa era que iba a
profundizar en aquellos hechos que, después de ochenta y nueve años de
acaecidos, seguían causando estragos en mi interioridad. Trataba de
explicármelo. Siempre me pareció que había algo ignoto de lo que yo dependía.
Había creído descubrir desde hacía mucho que buena parte de ese algo era el
secreto de mi abuelo y de su muerte. Pero ahora parecía más cierto que nunca.
Como sus compañeros del Partido Liberal Revolucionario,
Emerenciano había pensado por aquellos lejanos días que el triunfo definitivo
estaba a la vuelta de la esquina. Si no, basta recordar que el pasado 5 de
febrero de aquel año de 1917, se había promulgado la Constitución Política de
los Estados Unidos Mexicanos, con lo que, estaban convencidos, se iniciaba la
etapa del necesario orden y reglamentación de la Revolución mexicana. Y el 1 de
mayo de ese mismo año, Venustiano Carranza había rendido la protesta de ley
como presidente constitucional de la República, que garantizaría el sometimiento
de los revolucionarios que todavía estaban levantados en armas: Francisco Villa
y Emiliano Zapata, los más importantes entre otros grupos rebeldes –algunos
reducidos ya a cuatreros y bandoleros que asolaban los pueblos-, señalados
fuera de la ley una vez establecido el orden constitucional del país.
Emerenciano Guzmán, en el fondo, se consideraba una pequeña
parte del engranaje. Desde 1915 había ocupado, por disposiciones del lado
carrancista, el puesto de comandante de policía; luego fue regidor titular y en
esos días desempeñaba el cargo de juez de letras en el Juzgado Único Municipal.
Esta última función lo hacía sentirse satisfecho, porque procuraba entender lo
justo y lo injusto de cada situación que trataba y en base a lo cual actuaba ex profeso.
En este marco de nueva legalidad, muchas de las elecciones de
gobernadores y presidentes municipales que se habían desarrollado en la mayor
parte de la República lo hicieron pacíficamente; pero en otras, no faltaron los
choques de intereses entre los contendientes y éstos retomaron las armas.
Salvatierra no fue la excepción. Los miembros del mismo partido político
luchaban entre sí por los mejores escaños; los grupos de poder se disputaban
las plazas presentes y futuras. Emerenciano Guzmán llevaba una trayectoria
firme, además gozaba de popularidad, lo que era codiciado por otros, como El
Relajo Ruiz, apenas regidor suplente y no se le vaticinaba ningún futuro
político. Sin embargo, era sabido que todo principio era difícil. Dentro de
poco, nada ni nadie detendría a los constitucionalistas, los amantes de la ley,
la legitimidad y, por ende, del progreso y la modernidad que tanto necesitaba
este país. Ellos no reconocían que los varios periodos presidenciales en los
que gobernó el general Porfirio Díaz, su contraparte, se habían caracterizado
por aquellos dos últimos objetivos, que antes que él se habían perseguido sin
alcanzarse.
Vislumbraban, en suma, una realidad sobresaliente para esta
nación. Lo único que faltaba era que los mexicanos dejaran las armas y se
dedicaran a levantarla de las ruinas en las que la había postrado la Revolución.
(Así lo habían hecho los antepasados de hombres como
Emerenciano Guzmán. Algunos de ellos habían llegado desde la distante España, y
en su caso también de Italia, a la Nueva España, a colonizar, preparar la
tierra, hacerla productiva, levantar casas, ranchos, fomentar la cría de
ganado, así como productos, formar familias, organizar los servicios
indispensables para ellos y los viajeros de las caravanas que pasaban por la
zona de Yuriria. Pero, en mayo de 1835, cuando apareció en los cielos de la
noche el cometa Halley, ya se habían trasladado junto con otras familias al
territorio que pronto se conocería como La Congregación. Con esfuerzo se
organizaba el comercio; ha sido un pueblo de comerciantes desde sus orígenes.
Se empezó a llenar de gente, de chiquillos, de ancianos, se trazaban los
caminos, se fundó una vicaría y luego se levantó una iglesia y una pequeña
escuela elemental para niños y otra para niñas. Como La Congregación se
construyeron se construyeron muchos otros pueblos, villas y aun ciudades, desde
el siglo dieciséis. Esa fue la verdadera, la pausada, pero segura e
indiscutible, conquista de estas inmensas tierras americanas.)
Pensando en esto, encontré en la sección de Salvatierra de
aquella página web el rubro Archivo Histórico y Administrativo. Le escribí
inmediatamente a la coordinadora, Pilar González, y pregunté cuál era el
procedimiento para consultar los archivos. También di la fecha del asesinato de
mi abuelo, ya que era, por supuesto, el momento histórico que me interesaba.
Seguí husmeando en esa página y me topé con las siguientes líneas: “Real
cédula dada en Cuenca el 12 de junio de 1642 para conceder títulos de
privilegios a varias poblaciones.” “Esta licencia se otorgó conforme a lo
dispuesto por Felipe IV, Rey de España, en su real cédula dada en Cuenca el 12
de junio de 1642.” “El 9 de febrero de 1644 el Virrey don García Sarmiento se
Sotomayor y Marqués de Sobroso firmó el ordenamiento para la fundación de la
ciudad.” “…por el presente, en nombre de su Majestad y como su Virrey y
Lugarteniente, concedo licencia y facultad para que en dicho puesto y congregación
del antiguo Pueblo de Chochones se funde una Ciudad de Españoles, conforme a la
traza que se diese con la política, que se intitule y llame la Ciudad de San
Andrés de Salvatierra.” “…con el repique de las campanas de la antigua iglesia
de San Francisco y el insistente pregón de un tambor. Se reunió el pueblo en la
Plaza del pueblito de Chochones, ubicado entre el molino de Gugorrón y la
iglesia de San Francisco.”
Después de varias semanas e intentos frustrados con
diferentes funcionarios del Ayuntamiento, el 17 de febrero de 2006 me
telefonearon de Salvatierra. Era la coordinadora del Archivo Histórico. Fue una
agradable sorpresa, ya creía que no iba a obtener ningún resultado mis
peticiones por la Internet. Sí había alguna documentación de 1917 que me podía
interesar, dijo, pero debía pedir autorización al Secretario del Ayuntamiento
para facilitármela. También me confió que sí contaban con un cronista de la
ciudad pero, por motivos que desconocía, un funcionario y la secretaria de la
oficina del Secretario del Ayuntamiento le negaron sus referencias. De
cualquier modo, quedé muy complacido por su telefonema y me dispuse a enviar la
solicitud por fax para dicho Secretario. Esta solicitud tampoco tuvo respuesta.
Seguí insistiendo. Dirigí mis peticiones al Instituto Federal de Acceso a la
Información, pero el formato que ellos habían instalado en su página web para
atender al público no pude desarrollarlo debidamente y mi solicitud se fue para
mi sorpresa a Yuriria. Desde esta ciudad, el 12 de abril, me contestó una joven
y bonita mujer –me lo imaginé-, que amablemente me dio el nombre y el correo
electrónico del funcionario indicado en el Ayuntamiento de Salvatierra y no era
el encargado del Archivo Histórico que ya conocía. Por fortuna, me había
llegado otro correo, el 11 de abril, de Comunicación Social, en donde se me
informaba que habían enviado mi solicitud a la Unidad de Acceso a la
Información y que se pondrían en contacto conmigo. Tanta burocracia empezaba a
hartarme, pero escribí a la persona que la mujer de Yuriria me recomendó y ahí
fue donde obtuve la respuesta esperada. El 18 de abril, día de mi cumpleaños,
recibí un correo de la Unidad de Acceso a la Información Pública de
Salvatierra, pero no era la persona que me habían dicho, sino otro: Eric
Solórzano. Me aclaró que si no había podido ingresar por la internet que le
enviara la solicitud por fax. Esta fue la forma como se entabló, por fin, la
comunicación.
El 25 de abril recibí sin más trámite un correo de esta misma
persona con cuatro archivos adjuntos. Con una gran alegría, pero también preso
por una emoción que me dejaba casi sin aliento, que hacía que me sudaran las
manos y que no hubiera más mundo que la pantalla de la computadora, abrí uno a
uno los archivos recibidos. Entonces apareció ante mí lo que nadie,
absolutamente nadie, había visto durante más de ochenta y nueve años:
Documentos firmados por Emerenciano Guzmán en dos de sus cargos en el
Ayuntamiento, con una firma que recordaba el siglo diecinueve, pero que en la
nebulosidad de ese momento se me hizo de la Nueva España. Caracteres grandes,
buena caligrafía, nombre completo y una rúbrica que lo subrayaba o lo
enmarcaba. Empecé a comprender que la admiración de mi padre hacia ese
personaje tenía fundamento. Por sus características, tuvo que haber sido
alguien visible en el pueblo. Para bien y para mal. Lo más importante era que
sí había existido. El vacío que siempre me identificó comenzó a cubrirse.
Parecía algo desmedido, y lo era. Me llenó una alegría que no
recordaba haber experimentado. Las sombras casi transparentes de mis
antepasados pronto se delineaban como seres de carne y hueso. Había aprendido a
vivir en aquel vacío durante demasiados años, más de cinco décadas, y en un sólo
instante empecé a formar parte de toda una certidumbre, que no era poca cosa y
que nadie podría ya escamotearme.
SALVATIERRA,
1917
El asesino no estaba muy lejos
de su víctima. De la cárcel del municipio lo tuvieron que llevar al hospital en
calidad de detenido a que se recuperara de las lesiones recibidas. El Relajo
era un pájaro de cuenta que, por lo menos, ya debía la vida de un policía y de
su hijo, a quienes no tuvo empacho en matar de la misma manera cobarde como lo
haría con Emerenciano Guzmán. Por eso era tan importante la nueva Constitución
de la República, porque un día no habría lugar para esa clase de impunidad,
según idealizaban algunos constitucionalistas de Salvatierra, como el propio
Emerenciano. La impunidad, decían, va a desaparecer. Se referían a los acaparadores
de poder a costa de la vida de los demás. En la república regida por la
Constitución, afirmaban, deberán respetarse los derechos de todos, siempre y
cuando no prevalezcan sobre los de los demás. Estas diferencias en los actos y
en las ideas probablemente fueron el detonador para que salieran las balas
asesinas. Eran tan sólo una línea de investigación. Otra posible era que El
Relajo Ruiz veía en Emerenciano Guzmán a un competidor personal difícil de
superar y por lo tanto había que hacerlo desaparecer. El Relajo también se
creía un liberal y un político; sin embargo, para él las ideas no eran lo más
importante –por eso no las tenía-, sino el poder
y el poseer, conceptos que, como
estas dos palabras, se parecían y se empalmaban. Lo que más le obsesionaba era
la proyección local que aquél estaba logrando por esos días, lo que iba en
línea paralela con el éxito del carrancismo en todo el país. Calculaba que si
no lo atajaban quién sabe qué altos escaños estaría destinado. Eso no lo podría
resistir ni permitir. Al principio, El Relajo sintió admiración por
Emerenciano, pero con el paso del tiempo se fue convirtiendo en un odio que le
costaba cada vez más en disimular...
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