jueves, 4 de septiembre de 2014

Vuelo de noche (Antoine de Saint-Exúpery)



CAPÍTULO XII

Mientras tanto, el correo de la Patagonia abordaba la tormenta y Fabián renunciaba a circundarla. La juzgaba demasiado extensa, pues la línea de relámpagos se hundía hacia el interior del país y alumbraba fortalezas de nubes. Trataría de pasar por debajo y, si el asunto se presentaba mal, se resolvería a dar media vuelta.
Miró el altímetro: mil setecientos metros. Apoyó las palmas sobre el bastón de mando para comenzar a reducir la altura. El motor vibró muy fuerte y el avión trepidó. Fabián corrigió, al tanteo, el ángulo de descenso y leyó en la carta la elevación de las montañas: quinientos metros. Para darse espacio navegaría a setecientos.
Sacrificaba su altura como quien se juega un tesoro.
Un remolino hizo sumergirse al avión que vibró más fuerte. Fabián se sintió amenazado por invisibles avalanchas. Soñó que daba media vuelta y descubría cien mil estrellas, pero no viró ni un grado.
Fabián calculaba: se trató de una tormenta local, probablemente, porque Trelew, la próxima escala, anunciaba tres cuartos de cielo nublado. Era preciso vivir apenas 20 minutos en ese espesor negro. Y sin embargo, el piloto sentía inquietud. Inclinado a la izquierda contra la masa del viento, procuraba interpretar los reflejos confusos que, en las más obscuras noches, circulan todavía; pero ahora no había siquiera un reflejo, apenas cambios de densidad en la espesura negra o una fatiga de los ojos.
Desplegó un papel del navegante: “¿Adónde vamos?”
Fabián hubiera dado cualquier cosa por saberlo. Respondió: “Lo ignoro, cruzamos una tempestad a la brújula.”
Volvió a inclinarse. Le molestaba la llama del escape, adherida al motor como un ramo de fuego, tan pálida que el claro de luna lo hubiera apagado, pero que en ese caos absorbía el mundo visible. La miró. El viento la trenzaba como la llama de una antorcha.
Cada treinta segundos, para verificar el giróscopo y el compás, Fabián se inclinaba sobre los instrumentos. No se atrevía a encender los débiles foquitos rojos, que lo deslumbraban por largo rato, pero todos los instrumentos con luces de rádium arrojaban una claridad pálida como de astros. Allí, en medio de agujas y cifras, el piloto sentía una seguridad engañadora: la de la cabina del navío sobre el cual pasan las olas. La noche, con todo su cargamento de rocas, despojos y colinas, corría contra el avión con la misma sorprendente fatalidad.
“¿Dónde estamos?”, repetía el operador.
Y Fabián emergía de nuevo y recobraba, apoyado en los mandos, su vigilia terrible. Ignoraba cuánto tiempo, cuántos esfuerzos lo libertarían de sus fuertes ligaduras. Casi dudaba de libertarse jamás, porque toda su vida la tenía puesta a ese papelito sucio y arrugado que había desplegado y leído mil veces, para alimentar su esperanza: “Trelew: cielo tres cuartos nublado, viento Oeste débil”. Si Trelew estuviera tres cuartos nublado, ya vería sus luces entre las nubes. A menos que…
La pálida claridad prometida más lejos lo invitaba a seguir; sin embargo, dudoso, garabateó para el radio: “Ignoro si podré pasar. Averígüeme si todavía hay buen tiempo detrás”.
La respuesta lo consternó:
“Comodoro avisa: imposible regreso. Tempestad”.
Comenzaba a adivinar la ofensiva insólita que, desde la cordillera de los Andes, se abatía hacia el mar. Antes que pudiera alcanzarlas, el ciclón barrería las ciudades.
—“Pregunte el tiempo a San Antonio”.
—“San Antonio contesta: levántase viento Oeste, tempestad al Oeste. Cielo nublado. San Antonio oye mal. Yo también. Creo que luego me veré obligado a remontar la antena a causa de las descargas. ¿Dará usted media vuelta? ¿Cuáles son sus proyectos?”
—“Déjeme en paz. Pregunte el tiempo a Bahía Blanca”.
—“Bahía Blanca responde: prevemos antes veinte minutos violenta tempestad Oeste Sur”.
—“Pregunte el tiempo a Trelew”.
—“Trelew contesta: huracán 30 metros segundo Oeste ráfagas, lluvia”.
—“Comunique Buenos Aires: Estamos embotellados, tempestad desarrollándose mil kilómetros, no vemos nada. ¿Qué hacemos?”
Para el piloto, esa noche no tenía riberas, puesto que no conducía a puerto alguno (todos parecían inaccesibles), ni hacia el alba: la bencina se agotaría dentro de una hora 40 minutos. Tarde o temprano, se hundirían en esa espesura.
Si hubiera podido llegar hasta el amanecer…
Fabián pensaba en el alba como en una playa de arenas doradas donde arribar después de aquella dura noche. Bajo el avión amenazado, nacerían las riberas de los llanos. La tierra firme sostendría sus granjas dormidas, sus rebaños y sus colinas. Todos los despojos que ruedan en la sombra se volverían inofensivos. Si pudiera, ¡cómo nadaría hacia el amanecer!
Pensó que estaba cercado. Todo se resolvería, bien o mal, en aquella espesura.
Cierto. Había creído, a veces, cuando despuntaba el día, encontrar descanso.
Pero ¿para qué fijar los ojos en el Este? Allí vivía el sol; pero entre ambos mediaba tal profundidad nocturna que jamás podrían remontarla.

1930