CAPÍTULO XII
Mientras tanto,
el correo de la Patagonia abordaba la tormenta y Fabián renunciaba a
circundarla. La juzgaba demasiado extensa, pues la línea de relámpagos se
hundía hacia el interior del país y alumbraba fortalezas de nubes. Trataría de
pasar por debajo y, si el asunto se presentaba mal, se resolvería a dar media
vuelta.
Miró el altímetro: mil setecientos metros. Apoyó las palmas sobre el
bastón de mando para comenzar a reducir la altura. El motor vibró muy fuerte y
el avión trepidó. Fabián corrigió, al tanteo, el ángulo de descenso y leyó en
la carta la elevación de las montañas: quinientos metros. Para darse espacio
navegaría a setecientos.
Sacrificaba su altura como quien se juega un tesoro.
Un remolino hizo sumergirse al avión que vibró más fuerte. Fabián se
sintió amenazado por invisibles avalanchas. Soñó que daba media vuelta y
descubría cien mil estrellas, pero no viró ni un grado.
Fabián calculaba: se trató de una tormenta local, probablemente, porque
Trelew, la próxima escala, anunciaba tres cuartos de cielo nublado. Era preciso
vivir apenas 20 minutos en ese espesor negro. Y sin embargo, el piloto sentía
inquietud. Inclinado a la izquierda contra la masa del viento, procuraba
interpretar los reflejos confusos que, en las más obscuras noches, circulan
todavía; pero ahora no había siquiera un reflejo, apenas cambios de densidad en
la espesura negra o una fatiga de los ojos.
Desplegó un papel del navegante: “¿Adónde vamos?”
Fabián hubiera dado cualquier cosa por saberlo. Respondió: “Lo ignoro,
cruzamos una tempestad a la brújula.”
Volvió a inclinarse. Le molestaba la llama del escape, adherida al motor
como un ramo de fuego, tan pálida que el claro de luna lo hubiera apagado, pero
que en ese caos absorbía el mundo visible. La miró. El viento la trenzaba como
la llama de una antorcha.
Cada treinta segundos, para verificar el giróscopo y el compás, Fabián se
inclinaba sobre los instrumentos. No se atrevía a encender los débiles foquitos
rojos, que lo deslumbraban por largo rato, pero todos los instrumentos con
luces de rádium arrojaban una claridad pálida como de astros. Allí, en medio de
agujas y cifras, el piloto sentía una seguridad engañadora: la de la cabina del
navío sobre el cual pasan las olas. La noche, con todo su cargamento de rocas,
despojos y colinas, corría contra el avión con la misma sorprendente fatalidad.
“¿Dónde estamos?”, repetía el operador.
Y Fabián emergía de nuevo y recobraba, apoyado en los mandos, su vigilia
terrible. Ignoraba cuánto tiempo, cuántos esfuerzos lo libertarían de sus
fuertes ligaduras. Casi dudaba de libertarse jamás, porque toda su vida la
tenía puesta a ese papelito sucio y arrugado que había desplegado y leído mil
veces, para alimentar su esperanza: “Trelew: cielo tres cuartos nublado, viento
Oeste débil”. Si Trelew estuviera tres cuartos nublado, ya vería sus luces
entre las nubes. A menos que…
La pálida claridad prometida más lejos lo invitaba a seguir; sin embargo,
dudoso, garabateó para el radio: “Ignoro si podré pasar. Averígüeme si todavía
hay buen tiempo detrás”.
La respuesta lo consternó:
“Comodoro avisa: imposible regreso. Tempestad”.
Comenzaba a adivinar la ofensiva insólita que, desde la cordillera de los
Andes, se abatía hacia el mar. Antes que pudiera alcanzarlas, el ciclón
barrería las ciudades.
—“Pregunte el tiempo a San Antonio”.
—“San Antonio contesta: levántase viento Oeste, tempestad al Oeste. Cielo
nublado. San Antonio oye mal. Yo también. Creo que luego me veré obligado a
remontar la antena a causa de las descargas. ¿Dará usted media vuelta? ¿Cuáles
son sus proyectos?”
—“Déjeme en paz. Pregunte el tiempo a Bahía Blanca”.
—“Bahía Blanca responde: prevemos antes veinte minutos violenta tempestad
Oeste Sur”.
—“Pregunte el tiempo a Trelew”.
—“Trelew contesta: huracán 30 metros segundo Oeste ráfagas, lluvia”.
—“Comunique Buenos Aires: Estamos embotellados, tempestad desarrollándose
mil kilómetros, no vemos nada. ¿Qué hacemos?”
Para el piloto, esa noche no tenía riberas, puesto que no conducía a
puerto alguno (todos parecían inaccesibles), ni hacia el alba: la bencina se
agotaría dentro de una hora 40 minutos. Tarde o temprano, se hundirían en esa
espesura.
Si hubiera podido llegar hasta el amanecer…
Fabián pensaba en el alba como en una playa de arenas doradas donde
arribar después de aquella dura noche. Bajo el avión amenazado, nacerían las
riberas de los llanos. La tierra firme sostendría sus granjas dormidas, sus
rebaños y sus colinas. Todos los despojos que ruedan en la sombra se volverían
inofensivos. Si pudiera, ¡cómo nadaría hacia el amanecer!
Pensó que estaba cercado. Todo se resolvería, bien o mal, en aquella
espesura.
Cierto. Había creído, a veces, cuando despuntaba el día, encontrar
descanso.
Pero ¿para qué fijar los ojos en el Este? Allí vivía el sol; pero entre
ambos mediaba tal profundidad nocturna que jamás podrían remontarla.
1930