5
En visitas posteriores la madre Delbéne pareció
demostrar cierta frialdad durante nuestros abrazos. Le pregunté cuál era la
causa de su alejamiento, y después de mucho dudar me confesó al fin que temía
haber perdido mi amor a favor de Sainte Elme. Al enfrentarme a los encantadores
celos de la bella abadesa, no tardé en recordarle su dicho de que el sol no
brilla menos sobre una sólo porque ilumine también a los demás. Entonces,
alentada por la risa cantarina que despertó esa declaración, le revelé la
intención que me había venido atormentando desde hacía más de un mes: anhelaba
desflorar a Sainte Elme, y al mismo tiempo ser desflorada por ella.
-¡Ay Julieta! –replicó riéndose mi
querida directora- llegas con varios años de retraso para poder desflorarla; en
cuanto a desflorarte a ti, antes de empeñarte en esa idea deja que trate de hacerte
cambiar de opinión. Recuerda que en estos asuntos Sainte Elme es una
principiante comparada conmigo. ¿Le pedirías a un ciego que te enseñara ver? ¿A
un inválido que te enseñara caminar? Yo pienso que no. Pues bien, el mismo
razonamiento me incita a aconsejarte que renuncies a perder la virginidad en
manos de Sainte Elme. Por supuesto, permíteme aclararte desde el principio que
estoy pensando en mi propio bien, no en el tuyo; verás, quiero cortar esa
cereza tuya con tantas ganas, que casi me parece estar saboreándola, y siempre
pongo mis deseos por encima de todo; pero da la casualidad que mis deseos y tu
interés son la misma cosa; puedo proporcionarte placeres que jamás hayas
imaginado, y reparar cualquier desperfecto material que pudieras sufrir; después
de la desfloración, mediante aplicación de pócimas que sólo yo conozco, podré hacer
que aparezcas tan virginal como el día en que naciste; esto no te parecerá
insignificante si decides casarte algún día después de salir de aquí, pues,
como habrás oído decir, los franceses son necios redomados en cuanto a sus
mujeres: Las quieren con mentalidad de puta, pero con cuerpo de virgen.
-Pero –protesté yo-, ¿no es falta de
honradez por parte de una muchacha engañar a su esposo haciéndole creer que es
virgen?
-¿Honradez? –pudo articular entre
risas-. ¿Y qué tiene de malo si nos hace falta un poco de ella, puedes decírmelo?
-En la clase de religión nos han
enseñado que es pecado no ser honrada.
-¡A la mierda la clase de religión! –exclamó
la madre Delbéne-. ¿Qué es la religión, sino la palabra de Jesucristo? Y si éste
hubiera sido capaz de distinguir entre su codo y un culo ¿crees que se habría
dejado crucificar? No, hija mía, deja a un lado esos preceptos que te han
enseñado en la clase de religión. Que esto –y se llevó la mano a la entrepierna-
sea tu única religión; sigue sus mandatos y nunca te equivocarás.
El cinismo frío de la sensual abadesa
me fascinó. Alejando de la imaginación todo pensamiento relacionado con Saint
Elme, me arrojé en brazos de la madre Delbéne y le juré fidelidad por siempre.
-Quiero que usted me desflore –exclamé.
Sólo usted, querida madre, sólo usted.
La monja lujuriosa me acarició
tiernamente las nalgas.
-Se te concederá el deseo, dulce
Julieta –replicó-. Además, y porque soy generosa cuando conviene a mis propósitos,
voy a darte una bonificación. Claro que no podrás desflorarme a mí; esa tarea
se realizó antes de que tú nacieras; pero escoge a cualquier doncella de este
convento, la que te guste, y la podrás desflorar por mí.
No fue necesario pensarlo mucho antes
de responder.
-Laurette –murmuré, con el corazón
latiéndome con fuerza en el pecho-. Laurette, Laurette, Laurette…
Espero que el lector disculpe que
introduzca tan de repente el nombre de esta niña querida, pero no había
representado ningún papel en los acontecimientos narrados hasta el momento, y
citarla en tales circunstancias habría servido sólo para causar confusión. En
todo caso, Laurette era una de las niñas más jóvenes del convento, y aun cuando
yo no la conocía en lo personal, no había podido evitar fijarme en ella de vez
en cuando. Era increíblemente atractiva; su cara y cuerpo eran una sinfonía de
vivacidad; sus pechos encerraban los encantos de Venus; sus piernas esbeltas y
graciosas eran columnas de alabastro de una elegancia y belleza insuperables;
la deseaba con cada una de las fibras de mi ser.
Con una sonrisa que significaba su
aprobación, la madre Delbéne me aseguró que podía contar con que la inmolación
de la víctima deseada se realizaría en la semana siguiente.
Pasaron dos días. Tres. Cinco. Mi
excitación se había vuelto casi insoportable. Para calmarla, la madre Delbéne
me invitó a pasar con ella la víspera de la noche del sacrificio. Entonces,
mientras yacíamos en la enorme cama adoselada, abrazadas y acariciándonos tiernamente,
mi dulce abadesa se fue sumiendo despacio en una extraña melancolía; sin preámbulo
comenzó a discurrir de mal humor acerca de ideas cósmicas, universales.
-¿Por qué esas iglesias –preguntó hablando
retóricamente-, esos tribunales, esas cortes políticas, y todas las demás
instituciones hipócritas que pretenden gobernar nuestras vidas han de insistir,
casi siempre bajo amenaza de horribles castigos, en que creamos que existe un
dios supremo? ¡Un padre completamente bondadoso! ¡Un cielo como recompensa! ¡Un
infierno para castigar! ¡Un más allá! ¿Por qué? ¿Por qué necesita el universo
de alguien que lo cuide? Tiene leyes eternas, inherentes a su naturaleza; no
necesita promotor original. El movimiento continuo de la materia lo explica
todo; materia sin personalidad, sin amor ni odios, sin hambre ni sed; materia
sin recompensas ni castigos; una materia sin mandamientos de piedra ni leyes de
pergamino; una materia sagrada e impersonal, de una indiferencia divina, que
fluye continuamente.
“Entiéndelo, Julieta, todo lo que está
en movimiento sin parar es un motor en sí; no tenemos que buscar otro que sea
divino; toda causa que nuestros maestros eruditos expresen en vez de esta
simple verdad resulta de manera inevitable incomprensible para nosotros, y
también para ellos.
“¿Los he llamado maestros? ¡Ja! No son
más que zorros astutos y arteros, que usan la religión como un yugo para restringir
cualquier instinto noble en el ser humano. Examina críticamente sus teorías ridículas
respecto al principio de la vida; por ejemplo, la de que el hombre es superior
al animal… Eso es una declaración de lo más arrogante e irracional, si la
contemplamos a la luz concluyente de la historia. ¿Puedes indicarme, dulce amor,
cualquier animal en el mundo entero que haya ideado, organizado y realizado una
atrocidad semejante a la de las cruzadas cristianas? ¡Sed de sangre! No fueron
más que el saqueo y el pillaje de pobres salvajes demasiado civilizados, cuyo único
pecado consistía en tener sus creencias propias. Ahí tienes la obra de ese
apreciado animal racional.”
Mi hermosa monja se quedó en silencio,
jugueteando distraídamente con mis pezones. Luego, de pronto, con toda la energía
de sus convicciones apasionadas, gritó:
-¡Y esa convicción absurda de la vida
en el más allá! No pueden convencerse de que una vez muertos, muertos estamos.
“Se acabó. Cuando se ha cortado el
hilo de la vida, el cuerpo humano se convierte en una masa de materia vegetal
en putrefacción. Un banquete para los gusanos, y eso es todo. Dime si hay algo
más ridículo que la idea de un alma inmortal, y la creencia de que cuando muere
el hombre, sigue con vida, que cuando su vida se detiene, su alma –o como lo llamen-
emprende el vuelo.”
-Me han enseñado –repliqué entonces-
que el alma es misteriosamente distinta de la materia.
Pero la madre Delbéne respondió de
inmediato:
-Dime cómo se las arregla tu alma para
nacer, crecer, fortalecerse, agitarse, envejecer… y todo ello adelantándose a
la evolución del cuerpo. ¿Cómo puede ser eso, ya que ambos son totalmente
diferentes? Y no rechaces la pregunta con pretexto de que todo es un misterio,
pues de serlo, ¿cómo podrían intentar comprenderlo esos tontos? Un verdadero
misterio no puede ser entendido ni siquiera por el intelecto más elevado. Por
tanto ¿cómo pueden esos sacerdotes estúpidos aseverar la existencia de algo que
son incapaces de concebir? Para poder expresar conceptos, y de ese modo creer,
es necesario conocer con exactitud la naturaleza del objeto de esa creencia.
-Pero –alegué yo entonces-, ¿no es la
inmortalidad del alma un dogma reconfortante para las masas humanas pobres y
andrajosas que cubren la tierra? ¿No es una imagen calmante? ¿No alivia algunos
de los grandes males que agobian a la humanidad? Yo misma me siento
tremendamente espantada ante esa aniquilación total que mencionas.
-Querida mía –replicó aquella mujer
brillante-, antes de nacer no eres sino un puñado insignificante de materia sin
forma. Después de la muerte volverás a ese estado nebuloso. Te vas a convertir
en la materia prima de la cual surgirán nuevos seres. ¿Será doloroso ese
proceso natural? ¡No! ¿Placentero? ¡Tampoco! Veamos ahora ¿tiene eso algo de
espantoso? ¡Pues claro que no! Y sin embargo, la gente sacrifica sus placeres
en la tierra, esperando poder evitar sufrimientos en la otra vida. Los tontos
no se dan cuenta de que después de la muerte no pueden existir placeres ni
dolores; se trata nada más de un estado insensible de anonimato cósmico. Así
que la regla de la vida debería ser, no que no hagamos al prójimo lo que no
deseamos que nos haga él a nosotros, sino más bien –y ésta es la única regla
razonable- disfrutar a expensas de quien sea. –Inclinándose sobre mí, me besó
el pecho haciendo que se levantara mi pezón. Al fin declaró-: Basta de filosofía.
Vamos a dedicarnos ahora a una acción prohibida; una acción tan terrible que
nuestros muslos echarán humo de deseo.
Electrizada, tanto por su mente arrolladora
como por su lengua ardiente, me monté en ella y empecé a chuparle los enormes
pezones en forma de fresa, jugando sin parar con los dedos dentro de su vulva
empapada de rocío y ardiente de pasión.
(1797)