viernes, 1 de noviembre de 2013

Julieta (Marqués de Sade)



5
En visitas posteriores la madre Delbéne pareció demostrar cierta frialdad durante nuestros abrazos. Le pregunté cuál era la causa de su alejamiento, y después de mucho dudar me confesó al fin que temía haber perdido mi amor a favor de Sainte Elme. Al enfrentarme a los encantadores celos de la bella abadesa, no tardé en recordarle su dicho de que el sol no brilla menos sobre una sólo porque ilumine también a los demás. Entonces, alentada por la risa cantarina que despertó esa declaración, le revelé la intención que me había venido atormentando desde hacía más de un mes: anhelaba desflorar a Sainte Elme, y al mismo tiempo ser desflorada por ella.
-¡Ay Julieta! –replicó riéndose mi querida directora- llegas con varios años de retraso para poder desflorarla; en cuanto a desflorarte a ti, antes de empeñarte en esa idea deja que trate de hacerte cambiar de opinión. Recuerda que en estos asuntos Sainte Elme es una principiante comparada conmigo. ¿Le pedirías a un ciego que te enseñara ver? ¿A un inválido que te enseñara caminar? Yo pienso que no. Pues bien, el mismo razonamiento me incita a aconsejarte que renuncies a perder la virginidad en manos de Sainte Elme. Por supuesto, permíteme aclararte desde el principio que estoy pensando en mi propio bien, no en el tuyo; verás, quiero cortar esa cereza tuya con tantas ganas, que casi me parece estar saboreándola, y siempre pongo mis deseos por encima de todo; pero da la casualidad que mis deseos y tu interés son la misma cosa; puedo proporcionarte placeres que jamás hayas imaginado, y reparar cualquier desperfecto material que pudieras sufrir; después de la desfloración, mediante aplicación de pócimas que sólo yo conozco, podré hacer que aparezcas tan virginal como el día en que naciste; esto no te parecerá insignificante si decides casarte algún día después de salir de aquí, pues, como habrás oído decir, los franceses son necios redomados en cuanto a sus mujeres: Las quieren con mentalidad de puta, pero con cuerpo de virgen.
-Pero –protesté yo-, ¿no es falta de honradez por parte de una muchacha engañar a su esposo haciéndole creer que es virgen?
-¿Honradez? –pudo articular entre risas-. ¿Y qué tiene de malo si nos hace falta un poco de ella, puedes decírmelo?
-En la clase de religión nos han enseñado que es pecado no ser honrada.
-¡A la mierda la clase de religión! –exclamó la madre Delbéne-. ¿Qué es la religión, sino la palabra de Jesucristo? Y si éste hubiera sido capaz de distinguir entre su codo y un culo ¿crees que se habría dejado crucificar? No, hija mía, deja a un lado esos preceptos que te han enseñado en la clase de religión. Que esto –y se llevó la mano a la entrepierna- sea tu única religión; sigue sus mandatos y nunca te equivocarás.
El cinismo frío de la sensual abadesa me fascinó. Alejando de la imaginación todo pensamiento relacionado con Saint Elme, me arrojé en brazos de la madre Delbéne y le juré fidelidad por siempre.
-Quiero que usted me desflore –exclamé. Sólo usted, querida madre, sólo usted.
La monja lujuriosa me acarició tiernamente las nalgas.
-Se te concederá el deseo, dulce Julieta –replicó-. Además, y porque soy generosa cuando conviene a mis propósitos, voy a darte una bonificación. Claro que no podrás desflorarme a mí; esa tarea se realizó antes de que tú nacieras; pero escoge a cualquier doncella de este convento, la que te guste, y la podrás desflorar por mí.
No fue necesario pensarlo mucho antes de responder.
-Laurette –murmuré, con el corazón latiéndome con fuerza en el pecho-. Laurette, Laurette, Laurette…
Espero que el lector disculpe que introduzca tan de repente el nombre de esta niña querida, pero no había representado ningún papel en los acontecimientos narrados hasta el momento, y citarla en tales circunstancias habría servido sólo para causar confusión. En todo caso, Laurette era una de las niñas más jóvenes del convento, y aun cuando yo no la conocía en lo personal, no había podido evitar fijarme en ella de vez en cuando. Era increíblemente atractiva; su cara y cuerpo eran una sinfonía de vivacidad; sus pechos encerraban los encantos de Venus; sus piernas esbeltas y graciosas eran columnas de alabastro de una elegancia y belleza insuperables; la deseaba con cada una de las fibras de mi ser.
Con una sonrisa que significaba su aprobación, la madre Delbéne me aseguró que podía contar con que la inmolación de la víctima deseada se realizaría en la semana siguiente.
Pasaron dos días. Tres. Cinco. Mi excitación se había vuelto casi insoportable. Para calmarla, la madre Delbéne me invitó a pasar con ella la víspera de la noche del sacrificio. Entonces, mientras yacíamos en la enorme cama adoselada, abrazadas y acariciándonos tiernamente, mi dulce abadesa se fue sumiendo despacio en una extraña melancolía; sin preámbulo comenzó a discurrir de mal humor acerca de ideas cósmicas, universales.
-¿Por qué esas iglesias –preguntó hablando retóricamente-, esos tribunales, esas cortes políticas, y todas las demás instituciones hipócritas que pretenden gobernar nuestras vidas han de insistir, casi siempre bajo amenaza de horribles castigos, en que creamos que existe un dios supremo? ¡Un padre completamente bondadoso! ¡Un cielo como recompensa! ¡Un infierno para castigar! ¡Un más allá! ¿Por qué? ¿Por qué necesita el universo de alguien que lo cuide? Tiene leyes eternas, inherentes a su naturaleza; no necesita promotor original. El movimiento continuo de la materia lo explica todo; materia sin personalidad, sin amor ni odios, sin hambre ni sed; materia sin recompensas ni castigos; una materia sin mandamientos de piedra ni leyes de pergamino; una materia sagrada e impersonal, de una indiferencia divina, que fluye continuamente.
“Entiéndelo, Julieta, todo lo que está en movimiento sin parar es un motor en sí; no tenemos que buscar otro que sea divino; toda causa que nuestros maestros eruditos expresen en vez de esta simple verdad resulta de manera inevitable incomprensible para nosotros, y también para ellos.
“¿Los he llamado maestros? ¡Ja! No son más que zorros astutos y arteros, que usan la religión como un yugo para restringir cualquier instinto noble en el ser humano. Examina críticamente sus teorías ridículas respecto al principio de la vida; por ejemplo, la de que el hombre es superior al animal… Eso es una declaración de lo más arrogante e irracional, si la contemplamos a la luz concluyente de la historia. ¿Puedes indicarme, dulce amor, cualquier animal en el mundo entero que haya ideado, organizado y realizado una atrocidad semejante a la de las cruzadas cristianas? ¡Sed de sangre! No fueron más que el saqueo y el pillaje de pobres salvajes demasiado civilizados, cuyo único pecado consistía en tener sus creencias propias. Ahí tienes la obra de ese apreciado animal racional.”
Mi hermosa monja se quedó en silencio, jugueteando distraídamente con mis pezones. Luego, de pronto, con toda la energía de sus convicciones apasionadas, gritó:
-¡Y esa convicción absurda de la vida en el más allá! No pueden convencerse de que una vez muertos, muertos estamos.
“Se acabó. Cuando se ha cortado el hilo de la vida, el cuerpo humano se convierte en una masa de materia vegetal en putrefacción. Un banquete para los gusanos, y eso es todo. Dime si hay algo más ridículo que la idea de un alma inmortal, y la creencia de que cuando muere el hombre, sigue con vida, que cuando su vida se detiene, su alma –o como lo llamen- emprende el vuelo.”
-Me han enseñado –repliqué entonces- que el alma es misteriosamente distinta de la materia.
Pero la madre Delbéne respondió de inmediato:
-Dime cómo se las arregla tu alma para nacer, crecer, fortalecerse, agitarse, envejecer… y todo ello adelantándose a la evolución del cuerpo. ¿Cómo puede ser eso, ya que ambos son totalmente diferentes? Y no rechaces la pregunta con pretexto de que todo es un misterio, pues de serlo, ¿cómo podrían intentar comprenderlo esos tontos? Un verdadero misterio no puede ser entendido ni siquiera por el intelecto más elevado. Por tanto ¿cómo pueden esos sacerdotes estúpidos aseverar la existencia de algo que son incapaces de concebir? Para poder expresar conceptos, y de ese modo creer, es necesario conocer con exactitud la naturaleza del objeto de esa creencia.
-Pero –alegué yo entonces-, ¿no es la inmortalidad del alma un dogma reconfortante para las masas humanas pobres y andrajosas que cubren la tierra? ¿No es una imagen calmante? ¿No alivia algunos de los grandes males que agobian a la humanidad? Yo misma me siento tremendamente espantada ante esa aniquilación total que mencionas.
-Querida mía –replicó aquella mujer brillante-, antes de nacer no eres sino un puñado insignificante de materia sin forma. Después de la muerte volverás a ese estado nebuloso. Te vas a convertir en la materia prima de la cual surgirán nuevos seres. ¿Será doloroso ese proceso natural? ¡No! ¿Placentero? ¡Tampoco! Veamos ahora ¿tiene eso algo de espantoso? ¡Pues claro que no! Y sin embargo, la gente sacrifica sus placeres en la tierra, esperando poder evitar sufrimientos en la otra vida. Los tontos no se dan cuenta de que después de la muerte no pueden existir placeres ni dolores; se trata nada más de un estado insensible de anonimato cósmico. Así que la regla de la vida debería ser, no que no hagamos al prójimo lo que no deseamos que nos haga él a nosotros, sino más bien –y ésta es la única regla razonable- disfrutar a expensas de quien sea. –Inclinándose sobre mí, me besó el pecho haciendo que se levantara mi pezón. Al fin declaró-: Basta de filosofía. Vamos a dedicarnos ahora a una acción prohibida; una acción tan terrible que nuestros muslos echarán humo de deseo.
Electrizada, tanto por su mente arrolladora como por su lengua ardiente, me monté en ella y empecé a chuparle los enormes pezones en forma de fresa, jugando sin parar con los dedos dentro de su vulva empapada de rocío y ardiente de pasión.


(1797)