Skoda no era únicamente, como sabemos, un clínico notable, sino que la
sutileza intuitiva y la sagacidad que demuestra en sus trabajos científicos le
prestaron un gran servicio también en su brillante carrera.
Después de tratar con Semmelweis durante cinco años consecutivos, no cabe
duda de que poseía una opinión muy lúcida de su alumno. Ciertamente presentía
en este joven húngaro todas las potencialidades de descubrimiento cuyo valor y
armonía conocía bien en sí mismo. No diremos que concibiera ninguna rivalidad
hacia él, pero cuidaba meticulosamente su propia gloria y pretendía seguir
siendo el maestro incontestado de la medicina interna en Viena.
Ahora bien, por más que su recién aparecido Tratado de la auscultación contuviera ciertamente algunos descubrimientos,
también debía mucho a la sutileza.
Sus adversarios no se refrenaban ya de decirlo y cada día se veía
obligado a defender sus opiniones científicas, de las que nada parecía estar
aún demostrado o admitido.
El momento era difícil, y por otra parte Skoda sabía mejor que nadie que
los alumnos demasiado brillantes son, por regla general, los más terribles
destructores de sus Maestros. Era sin duda este pensamiento previsor el que le
hacía temer que Semmelweis, tan rápido, tan ardiente, abordara las enseñanzas
magistrales de la medicina interna a las que Skoda debía su rutilante pero
frágil supremacía.
Tan pronto como hubo olvidado La
vida de las plantas, Semmelweis regresó de forma natural a él.
Skoda le acogió con gran placer y supo darle esperanzas de obtener un
puesto en su propia clínica. Inmediatamente le reservó, en espera de algo
mejor, un puesto accesorio de enseñanza a su lado.
Semmelweis se dio por contento. Pero en septiembre de 1844, cuando se
abrió el concurso oficial para un puesto de asistente de Skoda y Semmelweis se
presentó a las pruebas, lleno de confianza, surgió otro candidato: el Dr. Löbl.
Semmelweis es eliminado.
Sin perder un momento, Skoda invoca, para justificar esta decepción, la
cuestión fatal de la edad, que jugaba en efecto a favor de Löbl.
«Es también cuestión de paciencia –dijo- y como el próximo concurso no
tardará en abrirse, ¡todo se arreglará!» Debe admitirse que la excusa era
bastante válida, pero servía tan bien a sus propósitos que uno no puede evitar
ver en ella una muestra más de las sutilezas de Skoda.
Pero que nadie juzgue severamente por ello la sinceridad de Skoda hacia
Semmelweis. No hay duda de que le seguía apreciando, aunque de acuerdo con
ciertas reglas de prudencia y de distanciamiento de las que no quería apartarse.
¿Tenía razón tal vez? Se puede amar el calor del fuego, pero nadie quiere
quemarse en él. Semmelweis era fuego.
Finalmente encontramos a Semmelweis más o menos consolado, esperando a la
sombra de Skoda a que le llegue el turno. Sin duda habría permanecido así unos
años más si Rokitanski, en contacto diario con la cirugía a causa de sus
trabajos sobre la Infección, no hubiera atraído a Semmelweis y su entusiasmo
curativo hacia esta especialidad, donde todo era por entonces ignorancia y
desastres. Es preciso recordar en efecto que antes de Pasteur más de nueve
operaciones de cada diez, de media, terminaban con la muerte o con la
infección, lo cual no era sino una muerte lenta y mucho más cruel.
Es comprensible que ante unas opciones de éxito tan mínimas, las
operaciones fueran muy raras. Un pequeño número de cirujanos, por otro lado
prácticamente superfluos, se disputaban por entonces las tres o cuatro plazas
oficiales de Viena.
En su compañía, Semmelweis sintió repugnancia por primera vez ante la
sinfonía verbal que rodeaba a la infección y a todos sus matices. Éstos eran
prácticamente innumerables. El juego del talento consistía en explicar la
muerte en función del «pus bien ligado», del «pus de buena naturaleza», del
«pus laudable». En el fondo, fatalismo con grandes palabras, ecos de la
impotencia.
Ninguno de estos cirujanos, demasiado contentos de haber alcanzado los
raros honores que les estaban permitidos, se preocupaba demasiado por la
sinceridad. Aparte de Rokitanski, el futuro de los hombres podía encontrar
escasa esperanza en este grupo.
El optimismo naturalista que emanaba de la Tesis de Semmelweis fue
sometido a una dura prueba.
No la olvidará jamás.
Hacia el final de estos dos años pasados en el campo de la cirugía,
Semmelweis escribió, con esa punta de hosquedad que ya caracteriza a su pluma
impaciente: «Todo cuanto se hace aquí me parece bien inútil. Las muertes se
suceden con total simplicidad. Se sigue operando a pesar de ello, sin tratar de
saber verdaderamente por qué tal enfermo sucumbe y tal otro no en casos
idénticos.»
¡Al leer estas líneas podría decirse que ya está hecho!
Que su panteísmo está enterrado. Que se ha alzado en rebelión, ¡que está
en el camino de la luz! Ya nada va a detenerle. No sabe aún por dónde va a
emprender una grandiosa reforma de esta cirugía maldita, pero es el hombre para
esta misión, lo siente, y lo mejor de todo es que poco faltó para que fuera
así. Tras un brillante concurso, es nombrado maestro de cirugía el 26 de
noviembre de 1846. Pero al no adivinarse ninguna vacante en las cátedras
disponibles, comienza a impacientarse. Tanto más cuanto que los envíos de
dinero que recibía de su familia se hacen más raros, que sus padres le
presionan para que termine sus estudios y se establezca con una clientela, pues
temen encontrarse pronto en la imposibilidad de cubrir sus necesidades. Su
padre había caído enfermo; la tienda, sin duda como consecuencia de este hecho,
había perdido una parte de su prosperidad. Semmelweis confía sus preocupaciones
a sus maestros, que al instante ponen en juego todo su crédito ante el
Ministro.
Los acontecimientos se precipitan.
Como la cirugía no ofrecía ninguna posibilidad, se volvieron hacia la
obstetricia. Klin reclama un asistente, le ofrecen a Semmelweis. Pero éste no
tenía los diplomas deseados. En el espacio de dos meses pasa todas las pruebas
necesarias.
Investido Doctor en obstetricia el 10 de enero de 1846, es nombrado
profesor asistente de Klin el 27 de febrero del mismo año. A partir de entonces
pasará a formar parte de los cuadros del Hospicio general de Viena, donde el
profesor Klin dirigía una de las maternidades. Intelectualmente, el tal Klin
era un pobre hombre, lleno de suficiencia y estrictamente mediocre. Todos los
autores han insistido por extenso en estas características. A nadie sorprenderá
pues que reaccionara con ferocidad al percibir las primeras revelaciones del
genio de su asistente. Fue cuestión de unos pocos meses. Apenas había tenido
éste tiempo de adivinar la verdad sobre la fiebre puerperal, el otro ya estaba
bien determinado a ahogar esta verdad por todos los medios, apelando a todas
las influencias a su alcance.
Por esa razón ha quedado marcado como criminal y ridículo para toda la
posteridad, pues esta actitud le dio el triste talento de reunir todas las
envidias, todas las necedades en contra de Semmelweis y de la eclosión de su
descubrimiento.
No eran sólo su estupidez natural y su posición adquirida las que le
hacían peligroso, era sobre todo el favor de que disfrutaba en la Corte.
En el drama extraordinario que se desplegó alrededor de la puerperal,
Klin fue el gran auxiliar de la muerte. «Esa será su vergüenza eterna…»
exclamaba más tarde Vernier, en referencia a su desastrosa influencia, a su
imbécil y rabiosa obstrucción.
Todo esto, ciertamente, es el lado bello y grandioso de la justicia. Sin
embargo, ¿acaso no hay otro lado que el historiador imparcial tiene prohibido
ignorar?
En efecto, por más alto que nos sitúe nuestro genio, por muy puras que
sean las verdades que uno enuncie, ¿acaso tenemos derecho a ignorar el
formidable poder de las cosas absurdas? La conciencia no es más que una pequeña
luz, preciosa pero frágil, en el caos del mundo. No se enciende un volcán con
una vela. No se hunde la tierra en el cielo con un martillo.
Para Semmelweis, igual que para tantos otros precursores suyos, tuvo que
ser horriblemente penoso someterse a las fantasías de la estupidez, sobre todo
estando en posesión de un descubrimiento tan luminoso, tan útil para la
felicidad del género humano, como el que ponía a prueba todos los días en la
maternidad de Klin.
Pero en fin, uno no puede dejar de pensar igualmente, al releer los actos
de la tragedia en la que sucumbió él mismo juntamente con su obra, que con algo
más de atención a las formas, con algún miramiento más en su manera de
gestionar el asunto, Klin no habría encontrado, movido por su orgullo infantil,
el fundamento tan real de las ofensas que pudo esgrimir contra su asistente.
Allí es donde Semmelwei se estrelló, no cabe mucha duda de que la mayoría
de nosotros habríamos tenido éxito, por simple prudencia, por ciertas
delicadezas elementales. Al parecer Semmelweis no poseía, o pasaba por alto, la
indispensable comprensión de las fútiles leyes de su época, de todas las épocas
por lo demás, fuera de las cuales la estupidez es una fuerza indomable.
Humanamente, era torpe.