viernes, 29 de mayo de 2015

Semmelweis (Louis-Ferdinand Céline)



Skoda no era únicamente, como sabemos, un clínico notable, sino que la sutileza intuitiva y la sagacidad que demuestra en sus trabajos científicos le prestaron un gran servicio también en su brillante carrera.
Después de tratar con Semmelweis durante cinco años consecutivos, no cabe duda de que poseía una opinión muy lúcida de su alumno. Ciertamente presentía en este joven húngaro todas las potencialidades de descubrimiento cuyo valor y armonía conocía bien en sí mismo. No diremos que concibiera ninguna rivalidad hacia él, pero cuidaba meticulosamente su propia gloria y pretendía seguir siendo el maestro incontestado de la medicina interna en Viena.
Ahora bien, por más que su recién aparecido Tratado de la auscultación contuviera ciertamente algunos descubrimientos, también debía mucho a la sutileza.
Sus adversarios no se refrenaban ya de decirlo y cada día se veía obligado a defender sus opiniones científicas, de las que nada parecía estar aún demostrado o admitido.
El momento era difícil, y por otra parte Skoda sabía mejor que nadie que los alumnos demasiado brillantes son, por regla general, los más terribles destructores de sus Maestros. Era sin duda este pensamiento previsor el que le hacía temer que Semmelweis, tan rápido, tan ardiente, abordara las enseñanzas magistrales de la medicina interna a las que Skoda debía su rutilante pero frágil supremacía.
Tan pronto como hubo olvidado La vida de las plantas, Semmelweis regresó de forma natural a él.
Skoda le acogió con gran placer y supo darle esperanzas de obtener un puesto en su propia clínica. Inmediatamente le reservó, en espera de algo mejor, un puesto accesorio de enseñanza a su lado.
Semmelweis se dio por contento. Pero en septiembre de 1844, cuando se abrió el concurso oficial para un puesto de asistente de Skoda y Semmelweis se presentó a las pruebas, lleno de confianza, surgió otro candidato: el Dr. Löbl.
Semmelweis es eliminado.
Sin perder un momento, Skoda invoca, para justificar esta decepción, la cuestión fatal de la edad, que jugaba en efecto a favor de Löbl.
«Es también cuestión de paciencia –dijo- y como el próximo concurso no tardará en abrirse, ¡todo se arreglará!» Debe admitirse que la excusa era bastante válida, pero servía tan bien a sus propósitos que uno no puede evitar ver en ella una muestra más de las sutilezas de Skoda.
Pero que nadie juzgue severamente por ello la sinceridad de Skoda hacia Semmelweis. No hay duda de que le seguía apreciando, aunque de acuerdo con ciertas reglas de prudencia y de distanciamiento de las que no quería apartarse. ¿Tenía razón tal vez? Se puede amar el calor del fuego, pero nadie quiere quemarse en él. Semmelweis era fuego.
Finalmente encontramos a Semmelweis más o menos consolado, esperando a la sombra de Skoda a que le llegue el turno. Sin duda habría permanecido así unos años más si Rokitanski, en contacto diario con la cirugía a causa de sus trabajos sobre la Infección, no hubiera atraído a Semmelweis y su entusiasmo curativo hacia esta especialidad, donde todo era por entonces ignorancia y desastres. Es preciso recordar en efecto que antes de Pasteur más de nueve operaciones de cada diez, de media, terminaban con la muerte o con la infección, lo cual no era sino una muerte lenta y mucho más cruel.
Es comprensible que ante unas opciones de éxito tan mínimas, las operaciones fueran muy raras. Un pequeño número de cirujanos, por otro lado prácticamente superfluos, se disputaban por entonces las tres o cuatro plazas oficiales de Viena.
En su compañía, Semmelweis sintió repugnancia por primera vez ante la sinfonía verbal que rodeaba a la infección y a todos sus matices. Éstos eran prácticamente innumerables. El juego del talento consistía en explicar la muerte en función del «pus bien ligado», del «pus de buena naturaleza», del «pus laudable». En el fondo, fatalismo con grandes palabras, ecos de la impotencia.
Ninguno de estos cirujanos, demasiado contentos de haber alcanzado los raros honores que les estaban permitidos, se preocupaba demasiado por la sinceridad. Aparte de Rokitanski, el futuro de los hombres podía encontrar escasa esperanza en este grupo.
El optimismo naturalista que emanaba de la Tesis de Semmelweis fue sometido a una dura prueba.
No la olvidará jamás.
Hacia el final de estos dos años pasados en el campo de la cirugía, Semmelweis escribió, con esa punta de hosquedad que ya caracteriza a su pluma impaciente: «Todo cuanto se hace aquí me parece bien inútil. Las muertes se suceden con total simplicidad. Se sigue operando a pesar de ello, sin tratar de saber verdaderamente por qué tal enfermo sucumbe y tal otro no en casos idénticos.»
¡Al leer estas líneas podría decirse que ya está hecho!
Que su panteísmo está enterrado. Que se ha alzado en rebelión, ¡que está en el camino de la luz! Ya nada va a detenerle. No sabe aún por dónde va a emprender una grandiosa reforma de esta cirugía maldita, pero es el hombre para esta misión, lo siente, y lo mejor de todo es que poco faltó para que fuera así. Tras un brillante concurso, es nombrado maestro de cirugía el 26 de noviembre de 1846. Pero al no adivinarse ninguna vacante en las cátedras disponibles, comienza a impacientarse. Tanto más cuanto que los envíos de dinero que recibía de su familia se hacen más raros, que sus padres le presionan para que termine sus estudios y se establezca con una clientela, pues temen encontrarse pronto en la imposibilidad de cubrir sus necesidades. Su padre había caído enfermo; la tienda, sin duda como consecuencia de este hecho, había perdido una parte de su prosperidad. Semmelweis confía sus preocupaciones a sus maestros, que al instante ponen en juego todo su crédito ante el Ministro.
Los acontecimientos se precipitan.
Como la cirugía no ofrecía ninguna posibilidad, se volvieron hacia la obstetricia. Klin reclama un asistente, le ofrecen a Semmelweis. Pero éste no tenía los diplomas deseados. En el espacio de dos meses pasa todas las pruebas necesarias.
Investido Doctor en obstetricia el 10 de enero de 1846, es nombrado profesor asistente de Klin el 27 de febrero del mismo año. A partir de entonces pasará a formar parte de los cuadros del Hospicio general de Viena, donde el profesor Klin dirigía una de las maternidades. Intelectualmente, el tal Klin era un pobre hombre, lleno de suficiencia y estrictamente mediocre. Todos los autores han insistido por extenso en estas características. A nadie sorprenderá pues que reaccionara con ferocidad al percibir las primeras revelaciones del genio de su asistente. Fue cuestión de unos pocos meses. Apenas había tenido éste tiempo de adivinar la verdad sobre la fiebre puerperal, el otro ya estaba bien determinado a ahogar esta verdad por todos los medios, apelando a todas las influencias a su alcance.
Por esa razón ha quedado marcado como criminal y ridículo para toda la posteridad, pues esta actitud le dio el triste talento de reunir todas las envidias, todas las necedades en contra de Semmelweis y de la eclosión de su descubrimiento.
No eran sólo su estupidez natural y su posición adquirida las que le hacían peligroso, era sobre todo el favor de que disfrutaba en la Corte.
En el drama extraordinario que se desplegó alrededor de la puerperal, Klin fue el gran auxiliar de la muerte. «Esa será su vergüenza eterna…» exclamaba más tarde Vernier, en referencia a su desastrosa influencia, a su imbécil y rabiosa obstrucción.
Todo esto, ciertamente, es el lado bello y grandioso de la justicia. Sin embargo, ¿acaso no hay otro lado que el historiador imparcial tiene prohibido ignorar?
En efecto, por más alto que nos sitúe nuestro genio, por muy puras que sean las verdades que uno enuncie, ¿acaso tenemos derecho a ignorar el formidable poder de las cosas absurdas? La conciencia no es más que una pequeña luz, preciosa pero frágil, en el caos del mundo. No se enciende un volcán con una vela. No se hunde la tierra en el cielo con un martillo.
Para Semmelweis, igual que para tantos otros precursores suyos, tuvo que ser horriblemente penoso someterse a las fantasías de la estupidez, sobre todo estando en posesión de un descubrimiento tan luminoso, tan útil para la felicidad del género humano, como el que ponía a prueba todos los días en la maternidad de Klin.
Pero en fin, uno no puede dejar de pensar igualmente, al releer los actos de la tragedia en la que sucumbió él mismo juntamente con su obra, que con algo más de atención a las formas, con algún miramiento más en su manera de gestionar el asunto, Klin no habría encontrado, movido por su orgullo infantil, el fundamento tan real de las ofensas que pudo esgrimir contra su asistente.
Allí es donde Semmelwei se estrelló, no cabe mucha duda de que la mayoría de nosotros habríamos tenido éxito, por simple prudencia, por ciertas delicadezas elementales. Al parecer Semmelweis no poseía, o pasaba por alto, la indispensable comprensión de las fútiles leyes de su época, de todas las épocas por lo demás, fuera de las cuales la estupidez es una fuerza indomable.
Humanamente, era torpe.


1936