La señora Herote, prima de muchos héroes muertos, ya sólo salía de
su Passage con riguroso luto; además, raras veces iba a la ciudad, pues su
tasador amigo se mostraba muy celoso. Nos reuníamos en el comedor de la
trastienda, que, con la llegada de la prosperidad, adquirió visos de saloncito.
Íbamos allí a conversar, a distraernos, amistosa, decorosamente, bajo el gas.
La pequeña Musyne, al piano, nos extasiaba con los clásicos, sólo los
clásicos, por las conveniencias de aquellos tiempos dolorosos. Allí pasábamos
tardes enteras, codo con codo, con el tasador en medio, acunando juntos
nuestros secretos, temores y esperanzas.
La sirvienta de la señora Herote, recién contratada, estaba
muy interesada en saber cuándo se decidirían los unos a casarse con los otros.
En su pueblo no se concebía el amor libre. Todos aquellos argentinos, aquellos
oficiales, aquellos clientes buscones le causaban una inquietud casi animal.
Musyne se veía cada vez más acaparada por los clientes
sudamericanos. Así acabé conociendo a fondo todas las cocinas y sirvientas de
aquellos señores, a fuerza de ir a esperar a mi amada en el office. Por cierto, que los ayudas
de cámara de aquellos señores me tomaban por el chulo. Y después todo el mundo
acabó tomándome por un chulo, incluida la propia Musyne, al mismo tiempo, me
parece, que todos los asiduos de la tienda de la señora Herote. ¡Qué le iba yo
a hacer! Por lo demás, tarde o temprano te tiene que ocurrir, que te
clasifiquen.
Obtuve de la autoridad militar otra convalecencia de dos
meses de duración y se habló incluso de declararme inútil. Musyne y yo
decidimos alquilar juntos un piso en Billancourt. Era para darme esquinazo, en
realidad, aquel subterfugio, porque aprovechaba que vivíamos lejos para volver
cada vez más raras veces a casa. Siempre encontraba nuevos pretextos para
quedarse en París.
Las noches de Billancourt eran agradables, animadas a
veces por aquellas pueriles alarmas de aviones y zepelines, gracias a las
cuales los ciudadanos podían sentir escalofríos justificativos. Mientras
esperaba a mi amante, iba a pasearme, caída la noche, hasta el puente de
Grenelle, donde la sombra sube del río hasta el tablero del metro, con su
rosario de farolas, tendido en plena obscuridad, con su enorme mole de chatarra
también, que se lanza con estruendo en pleno flanco de los grandes inmuebles
del Quai de Passy.
Existen ciertos rincones así en las ciudades, de una
fealdad tan estúpida, que casi siempre te encuentras solo en ellos.
Musyne acabó volviendo a nuestro hogar, por llamarlo de
algún modo, sólo una vez a la semana. Acompañaba cada vez con mayor frecuencia
a las cantantes a casa de los argentinos. Habría podido tocar y ganarse la vida
en los cines, donde me habría resultado mucho más fácil ir a buscarla, pero los
argentinos eran alegres y generosos, mientras que los cines eran tristes y
pagaban poco. Esas preferencias son la vida misma.
Para colmo de mi desgracia, se creó el «Teatro en el
frente». Al instante, Musyne hizo mil amistades militares en el Ministerio y
cada vez con mayor frecuencia se marchaba a distraer en el frente a nuestros
soldaditos y durante semanas enteras, además. Allí detallaba, para los
ejércitos, la sonata y el adagio delante de la platea del Estado Mayor, bien
colocada para verle las piernas. Por su parte, los chorchis, amajadados detrás
de los jefes, sólo gozaban con los ecos melodiosos. Después Musyne pasaba,
como es lógico, noches muy complicadas en los hoteles de la zona militar. Un
día volvió muy alegre del frente, provista de un diploma de heroísmo, firmado
por uno de nuestros grandes generales, nada menos. Ese diploma fue el punto de
partida para su triunfo definitivo.
En la colonia argentina supo hacerse de pronto extraordinariamente
popular. La festejaban. Se pirraban por mi Musyne, ¡violinista de guerra tan
mona! Tan joven y de pelo rizado y, además, heroica. Aquellos argentinos tenían
el estómago agradecido, profesaban hacia nuestros grandes chefs una
admiración infinita y, cuando regresó mi Musyne, con su documento auténtico, su
hermoso palmito, sus deditos ágiles y gloriosos, se pusieron a cortejarla a
cuál más, a rifársela, por así decir. La poesía heroica se apodera sin
resistencia de quienes no van a la guerra y aún más de aquellos a quienes está
enriqueciendo de lo lindo. Es normal.
Ah, el heroísmo pícaro es como para caerse de culo, ¡os
lo aseguro! Los armadores de Río ofrecían sus nombres y sus acciones a la nena
que encarnaba para ellos, con tanta gracia y feminidad, el valor francés y
guerrero. Musyne había sabido crearse, hay que reconocerlo, un pequeño
repertorio muy mono de incidentes de guerra, que, como un sombrero atrevido, le
sentaba de maravilla. Muchas veces me asombraba a mí mismo con su tacto y hube
de reconocer, al oírla, que, en punto a embustes, yo a su lado era un simulador
grosero. Ella tenía el don de situar sus ocurrencias en un pasado lejano y
dramático, en el que todo se volvía y se conservaba precioso y penetrante. En
punto a cuentos, nosotros, los combatientes, advertí de pronto, muchas veces
conservábamos un carácter groseramente temporal y preciso. En cambio, mi amada
se movía en la eternidad. Hay que creer a Claude Lorrain, cuando dice que los
primeros planos de un cuadro siempre son repugnantes y que el arte exige
situar el interés de la obra en la lejanía, en lo imperceptible, allí donde se
refugia la mentira, ese sueño sorprendido in fraganti y único amor de los
hombres. La mujer que sabe tener en cuenta nuestra miserable naturaleza se
convierte con facilidad en nuestra amada, nuestra indispensable y suprema
esperanza. Esperamos, a su lado, que nos conserve nuestra falsa razón de ser,
pero entretanto puede ganarse la vida de sobra ejerciendo su función mágica.
Musyne no dejaba de hacerlo, por instinto.
Sus argentinos vivían por el barrio de Ternes y, sobre
todo, por los alrededores del Bois, en hotelitos particulares, bien cercados,
brillantes, donde por aquellos meses de invierno reinaba un calor tan
agradable, que al entrar en ellos, de la calle, los pensamientos se te volvían
de repente optimistas, sin querer.
Desesperado y tembloroso, me había propuesto, para meter
la pata hasta el final, ir lo más a menudo posible, ya lo he dicho, a esperar a
mi compañera en el office. Me
armaba de paciencia y esperaba, a veces hasta la mañana; tenía sueño, pero los
celos me mantenían bien despierto y también el vino blanco, que las criadas me
servían en abundancia. A sus señores argentinos yo los veía muy raras veces,
oía sus canciones y su estruendoso español y el piano que no cesaba de sonar,
pero tocado la mayoría de las veces por manos distintas de las de Musyne. Entonces,
¿qué hacía, la muy puta, con las manos, mientras tanto?
Cuando volvíamos a encontrarnos por la mañana, ante la
puerta, ella ponía mala cara. Yo era aún natural como un animal en aquella
época, no quería perder a mi amada y se acabó, como un perro su hueso.
Perdemos la mayor parte de la juventud a fuerza de
torpezas. Era evidente que me iba a abandonar, mi amada, del todo y pronto. Yo
no había aprendido aún que existen dos humanidades muy diferentes, la de los
ricos y la de los pobres. Necesité, como tantos otros, veinte años y la guerra,
para aprender a mantenerme dentro de mi categoría, a preguntar el precio de las
cosas antes de tocarlas y, sobre todo, antes de encariñarme con ellas.
(1932)