viernes, 13 de diciembre de 2013

Viaje al fin de la noche (Louis-Ferdinand Céline)



La señora Herote, prima de muchos héroes muertos, ya sólo salía de su Passage con riguroso luto; además, ra­ras veces iba a la ciudad, pues su tasador amigo se mos­traba muy celoso. Nos reuníamos en el comedor de la trastienda, que, con la llegada de la prosperidad, adquirió visos de saloncito. Íbamos allí a conversar, a distraernos, amistosa, decorosamente, bajo el gas. La pequeña Musy­ne, al piano, nos extasiaba con los clásicos, sólo los clásicos, por las conveniencias de aquellos tiempos dolorosos. Allí pasábamos tardes enteras, codo con codo, con el ta­sador en medio, acunando juntos nuestros secretos, te­mores y esperanzas.
La sirvienta de la señora Herote, recién contratada, es­taba muy interesada en saber cuándo se decidirían los unos a casarse con los otros. En su pueblo no se concebía el amor libre. Todos aquellos argentinos, aquellos oficia­les, aquellos clientes buscones le causaban una inquietud casi animal.
Musyne se veía cada vez más acaparada por los clientes sudamericanos. Así acabé conociendo a fondo todas las cocinas y sirvientas de aquellos señores, a fuerza de ir a esperar a mi amada en el office. Por cierto, que los ayudas de cámara de aquellos señores me tomaban por el chulo. Y después todo el mundo acabó tomándome por un chulo, incluida la propia Musyne, al mismo tiempo, me parece, que todos los asiduos de la tienda de la señora Herote. ¡Qué le iba yo a hacer! Por lo demás, tarde o temprano te tiene que ocurrir, que te clasifiquen.
Obtuve de la autoridad militar otra convalecencia de dos meses de duración y se habló incluso de declararme inútil. Musyne y yo decidimos alquilar juntos un piso en Billancourt. Era para darme esquinazo, en realidad, aquel subterfugio, porque aprovechaba que vivíamos lejos para volver cada vez más raras veces a casa. Siempre encontra­ba nuevos pretextos para quedarse en París.
Las noches de Billancourt eran agradables, animadas a veces por aquellas pueriles alarmas de aviones y zepelines, gracias a las cuales los ciudadanos podían sentir escalofríos justificativos. Mientras esperaba a mi amante, iba a pasearme, caída la noche, hasta el puente de Grenelle, donde la sombra sube del río hasta el tablero del metro, con su rosario de farolas, tendido en plena obscuridad, con su enorme mole de chatarra también, que se lanza con estruendo en pleno flanco de los grandes inmuebles del Quai de Passy.
Existen ciertos rincones así en las ciudades, de una fealdad tan estúpida, que casi siempre te encuentras solo en ellos.
Musyne acabó volviendo a nuestro hogar, por llamarlo de algún modo, sólo una vez a la semana. Acompañaba cada vez con mayor frecuencia a las cantantes a casa de los argentinos. Habría podido tocar y ganarse la vida en los cines, donde me habría resultado mucho más fácil ir a buscarla, pero los argentinos eran alegres y genero­sos, mientras que los cines eran tristes y pagaban poco. Esas preferencias son la vida misma.
Para colmo de mi desgracia, se creó el «Teatro en el frente». Al instante, Musyne hizo mil amistades militares en el Ministerio y cada vez con mayor frecuencia se marchaba a distraer en el frente a nuestros soldaditos y du­rante semanas enteras, además. Allí detallaba, para los ejércitos, la sonata y el adagio delante de la platea del Es­tado Mayor, bien colocada para verle las piernas. Por su parte, los chorchis, amajadados detrás de los jefes, sólo gozaban con los ecos melodiosos. Después Musyne pasa­ba, como es lógico, noches muy complicadas en los hote­les de la zona militar. Un día volvió muy alegre del fren­te, provista de un diploma de heroísmo, firmado por uno de nuestros grandes generales, nada menos. Ese diploma fue el punto de partida para su triunfo definitivo.
En la colonia argentina supo hacerse de pronto ex­traordinariamente popular. La festejaban. Se pirraban por mi Musyne, ¡violinista de guerra tan mona! Tan joven y de pelo rizado y, además, heroica. Aquellos argentinos tenían el estómago agradecido, profesaban hacia nuestros grandes chefs una admiración infinita y, cuando regresó mi Musyne, con su documento auténtico, su hermoso palmito, sus deditos ágiles y gloriosos, se pusieron a cortejarla a cuál más, a rifársela, por así decir. La poesía he­roica se apodera sin resistencia de quienes no van a la guerra y aún más de aquellos a quienes está enriquecien­do de lo lindo. Es normal.
Ah, el heroísmo pícaro es como para caerse de culo, ¡os lo aseguro! Los armadores de Río ofrecían sus nom­bres y sus acciones a la nena que encarnaba para ellos, con tanta gracia y feminidad, el valor francés y guerrero. Musyne había sabido crearse, hay que reconocerlo, un pequeño repertorio muy mono de incidentes de guerra, que, como un sombrero atrevido, le sentaba de maravilla. Muchas veces me asombraba a mí mismo con su tacto y hube de reconocer, al oírla, que, en punto a embustes, yo a su lado era un simulador grosero. Ella tenía el don de situar sus ocurrencias en un pasado lejano y dramático, en el que todo se volvía y se conservaba precioso y pene­trante. En punto a cuentos, nosotros, los combatientes, advertí de pronto, muchas veces conservábamos un ca­rácter groseramente temporal y preciso. En cambio, mi amada se movía en la eternidad. Hay que creer a Claude Lorrain, cuando dice que los primeros planos de un cua­dro siempre son repugnantes y que el arte exige situar el interés de la obra en la lejanía, en lo imperceptible, allí donde se refugia la mentira, ese sueño sorprendido in fraganti y único amor de los hombres. La mujer que sabe tener en cuenta nuestra miserable naturaleza se convierte con facilidad en nuestra amada, nuestra indispensable y suprema esperanza. Esperamos, a su lado, que nos con­serve nuestra falsa razón de ser, pero entretanto puede ganarse la vida de sobra ejerciendo su función mágica. Musyne no dejaba de hacerlo, por instinto.
Sus argentinos vivían por el barrio de Ternes y, sobre todo, por los alrededores del Bois, en hotelitos particula­res, bien cercados, brillantes, donde por aquellos meses de invierno reinaba un calor tan agradable, que al entrar en ellos, de la calle, los pensamientos se te volvían de re­pente optimistas, sin querer.
Desesperado y tembloroso, me había propuesto, para meter la pata hasta el final, ir lo más a menudo posible, ya lo he dicho, a esperar a mi compañera en el office. Me armaba de paciencia y esperaba, a veces hasta la mañana; tenía sueño, pero los celos me mantenían bien despierto y también el vino blanco, que las criadas me servían en abundancia. A sus señores argentinos yo los veía muy ra­ras veces, oía sus canciones y su estruendoso español y el piano que no cesaba de sonar, pero tocado la mayoría de las veces por manos distintas de las de Musyne. Enton­ces, ¿qué hacía, la muy puta, con las manos, mientras tanto?
Cuando volvíamos a encontrarnos por la mañana, ante la puerta, ella ponía mala cara. Yo era aún natural como un animal en aquella época, no quería perder a mi amada y se acabó, como un perro su hueso.
Perdemos la mayor parte de la juventud a fuerza de torpezas. Era evidente que me iba a abandonar, mi ama­da, del todo y pronto. Yo no había aprendido aún que existen dos humanidades muy diferentes, la de los ricos y la de los pobres. Necesité, como tantos otros, veinte años y la guerra, para aprender a mantenerme dentro de mi categoría, a preguntar el precio de las cosas antes de tocar­las y, sobre todo, antes de encariñarme con ellas.


(1932)

viernes, 1 de noviembre de 2013

Julieta (Marqués de Sade)



5
En visitas posteriores la madre Delbéne pareció demostrar cierta frialdad durante nuestros abrazos. Le pregunté cuál era la causa de su alejamiento, y después de mucho dudar me confesó al fin que temía haber perdido mi amor a favor de Sainte Elme. Al enfrentarme a los encantadores celos de la bella abadesa, no tardé en recordarle su dicho de que el sol no brilla menos sobre una sólo porque ilumine también a los demás. Entonces, alentada por la risa cantarina que despertó esa declaración, le revelé la intención que me había venido atormentando desde hacía más de un mes: anhelaba desflorar a Sainte Elme, y al mismo tiempo ser desflorada por ella.
-¡Ay Julieta! –replicó riéndose mi querida directora- llegas con varios años de retraso para poder desflorarla; en cuanto a desflorarte a ti, antes de empeñarte en esa idea deja que trate de hacerte cambiar de opinión. Recuerda que en estos asuntos Sainte Elme es una principiante comparada conmigo. ¿Le pedirías a un ciego que te enseñara ver? ¿A un inválido que te enseñara caminar? Yo pienso que no. Pues bien, el mismo razonamiento me incita a aconsejarte que renuncies a perder la virginidad en manos de Sainte Elme. Por supuesto, permíteme aclararte desde el principio que estoy pensando en mi propio bien, no en el tuyo; verás, quiero cortar esa cereza tuya con tantas ganas, que casi me parece estar saboreándola, y siempre pongo mis deseos por encima de todo; pero da la casualidad que mis deseos y tu interés son la misma cosa; puedo proporcionarte placeres que jamás hayas imaginado, y reparar cualquier desperfecto material que pudieras sufrir; después de la desfloración, mediante aplicación de pócimas que sólo yo conozco, podré hacer que aparezcas tan virginal como el día en que naciste; esto no te parecerá insignificante si decides casarte algún día después de salir de aquí, pues, como habrás oído decir, los franceses son necios redomados en cuanto a sus mujeres: Las quieren con mentalidad de puta, pero con cuerpo de virgen.
-Pero –protesté yo-, ¿no es falta de honradez por parte de una muchacha engañar a su esposo haciéndole creer que es virgen?
-¿Honradez? –pudo articular entre risas-. ¿Y qué tiene de malo si nos hace falta un poco de ella, puedes decírmelo?
-En la clase de religión nos han enseñado que es pecado no ser honrada.
-¡A la mierda la clase de religión! –exclamó la madre Delbéne-. ¿Qué es la religión, sino la palabra de Jesucristo? Y si éste hubiera sido capaz de distinguir entre su codo y un culo ¿crees que se habría dejado crucificar? No, hija mía, deja a un lado esos preceptos que te han enseñado en la clase de religión. Que esto –y se llevó la mano a la entrepierna- sea tu única religión; sigue sus mandatos y nunca te equivocarás.
El cinismo frío de la sensual abadesa me fascinó. Alejando de la imaginación todo pensamiento relacionado con Saint Elme, me arrojé en brazos de la madre Delbéne y le juré fidelidad por siempre.
-Quiero que usted me desflore –exclamé. Sólo usted, querida madre, sólo usted.
La monja lujuriosa me acarició tiernamente las nalgas.
-Se te concederá el deseo, dulce Julieta –replicó-. Además, y porque soy generosa cuando conviene a mis propósitos, voy a darte una bonificación. Claro que no podrás desflorarme a mí; esa tarea se realizó antes de que tú nacieras; pero escoge a cualquier doncella de este convento, la que te guste, y la podrás desflorar por mí.
No fue necesario pensarlo mucho antes de responder.
-Laurette –murmuré, con el corazón latiéndome con fuerza en el pecho-. Laurette, Laurette, Laurette…
Espero que el lector disculpe que introduzca tan de repente el nombre de esta niña querida, pero no había representado ningún papel en los acontecimientos narrados hasta el momento, y citarla en tales circunstancias habría servido sólo para causar confusión. En todo caso, Laurette era una de las niñas más jóvenes del convento, y aun cuando yo no la conocía en lo personal, no había podido evitar fijarme en ella de vez en cuando. Era increíblemente atractiva; su cara y cuerpo eran una sinfonía de vivacidad; sus pechos encerraban los encantos de Venus; sus piernas esbeltas y graciosas eran columnas de alabastro de una elegancia y belleza insuperables; la deseaba con cada una de las fibras de mi ser.
Con una sonrisa que significaba su aprobación, la madre Delbéne me aseguró que podía contar con que la inmolación de la víctima deseada se realizaría en la semana siguiente.
Pasaron dos días. Tres. Cinco. Mi excitación se había vuelto casi insoportable. Para calmarla, la madre Delbéne me invitó a pasar con ella la víspera de la noche del sacrificio. Entonces, mientras yacíamos en la enorme cama adoselada, abrazadas y acariciándonos tiernamente, mi dulce abadesa se fue sumiendo despacio en una extraña melancolía; sin preámbulo comenzó a discurrir de mal humor acerca de ideas cósmicas, universales.
-¿Por qué esas iglesias –preguntó hablando retóricamente-, esos tribunales, esas cortes políticas, y todas las demás instituciones hipócritas que pretenden gobernar nuestras vidas han de insistir, casi siempre bajo amenaza de horribles castigos, en que creamos que existe un dios supremo? ¡Un padre completamente bondadoso! ¡Un cielo como recompensa! ¡Un infierno para castigar! ¡Un más allá! ¿Por qué? ¿Por qué necesita el universo de alguien que lo cuide? Tiene leyes eternas, inherentes a su naturaleza; no necesita promotor original. El movimiento continuo de la materia lo explica todo; materia sin personalidad, sin amor ni odios, sin hambre ni sed; materia sin recompensas ni castigos; una materia sin mandamientos de piedra ni leyes de pergamino; una materia sagrada e impersonal, de una indiferencia divina, que fluye continuamente.
“Entiéndelo, Julieta, todo lo que está en movimiento sin parar es un motor en sí; no tenemos que buscar otro que sea divino; toda causa que nuestros maestros eruditos expresen en vez de esta simple verdad resulta de manera inevitable incomprensible para nosotros, y también para ellos.
“¿Los he llamado maestros? ¡Ja! No son más que zorros astutos y arteros, que usan la religión como un yugo para restringir cualquier instinto noble en el ser humano. Examina críticamente sus teorías ridículas respecto al principio de la vida; por ejemplo, la de que el hombre es superior al animal… Eso es una declaración de lo más arrogante e irracional, si la contemplamos a la luz concluyente de la historia. ¿Puedes indicarme, dulce amor, cualquier animal en el mundo entero que haya ideado, organizado y realizado una atrocidad semejante a la de las cruzadas cristianas? ¡Sed de sangre! No fueron más que el saqueo y el pillaje de pobres salvajes demasiado civilizados, cuyo único pecado consistía en tener sus creencias propias. Ahí tienes la obra de ese apreciado animal racional.”
Mi hermosa monja se quedó en silencio, jugueteando distraídamente con mis pezones. Luego, de pronto, con toda la energía de sus convicciones apasionadas, gritó:
-¡Y esa convicción absurda de la vida en el más allá! No pueden convencerse de que una vez muertos, muertos estamos.
“Se acabó. Cuando se ha cortado el hilo de la vida, el cuerpo humano se convierte en una masa de materia vegetal en putrefacción. Un banquete para los gusanos, y eso es todo. Dime si hay algo más ridículo que la idea de un alma inmortal, y la creencia de que cuando muere el hombre, sigue con vida, que cuando su vida se detiene, su alma –o como lo llamen- emprende el vuelo.”
-Me han enseñado –repliqué entonces- que el alma es misteriosamente distinta de la materia.
Pero la madre Delbéne respondió de inmediato:
-Dime cómo se las arregla tu alma para nacer, crecer, fortalecerse, agitarse, envejecer… y todo ello adelantándose a la evolución del cuerpo. ¿Cómo puede ser eso, ya que ambos son totalmente diferentes? Y no rechaces la pregunta con pretexto de que todo es un misterio, pues de serlo, ¿cómo podrían intentar comprenderlo esos tontos? Un verdadero misterio no puede ser entendido ni siquiera por el intelecto más elevado. Por tanto ¿cómo pueden esos sacerdotes estúpidos aseverar la existencia de algo que son incapaces de concebir? Para poder expresar conceptos, y de ese modo creer, es necesario conocer con exactitud la naturaleza del objeto de esa creencia.
-Pero –alegué yo entonces-, ¿no es la inmortalidad del alma un dogma reconfortante para las masas humanas pobres y andrajosas que cubren la tierra? ¿No es una imagen calmante? ¿No alivia algunos de los grandes males que agobian a la humanidad? Yo misma me siento tremendamente espantada ante esa aniquilación total que mencionas.
-Querida mía –replicó aquella mujer brillante-, antes de nacer no eres sino un puñado insignificante de materia sin forma. Después de la muerte volverás a ese estado nebuloso. Te vas a convertir en la materia prima de la cual surgirán nuevos seres. ¿Será doloroso ese proceso natural? ¡No! ¿Placentero? ¡Tampoco! Veamos ahora ¿tiene eso algo de espantoso? ¡Pues claro que no! Y sin embargo, la gente sacrifica sus placeres en la tierra, esperando poder evitar sufrimientos en la otra vida. Los tontos no se dan cuenta de que después de la muerte no pueden existir placeres ni dolores; se trata nada más de un estado insensible de anonimato cósmico. Así que la regla de la vida debería ser, no que no hagamos al prójimo lo que no deseamos que nos haga él a nosotros, sino más bien –y ésta es la única regla razonable- disfrutar a expensas de quien sea. –Inclinándose sobre mí, me besó el pecho haciendo que se levantara mi pezón. Al fin declaró-: Basta de filosofía. Vamos a dedicarnos ahora a una acción prohibida; una acción tan terrible que nuestros muslos echarán humo de deseo.
Electrizada, tanto por su mente arrolladora como por su lengua ardiente, me monté en ella y empecé a chuparle los enormes pezones en forma de fresa, jugando sin parar con los dedos dentro de su vulva empapada de rocío y ardiente de pasión.


(1797)

jueves, 10 de octubre de 2013

La Congregación de los Muertos (Humberto Guzmán)

CIUDAD DE MÉXICO, 2005-2006

Era algo que de un modo o de otro me había subyugado toda la vida. No tenía nada claro. Ni siquiera era algo inconcluso, era tan sólo una idea, un concepto llamado: Emerenciano Guzmán. Pero no me abandonaba. Por eso, la nostalgia o la angustia que sentí –como en otros fines de año-, al final de 2005 y al comienzo de 2006, se transformó en su contrario: en la alegría, en la fuerza de una pasión, cuando vi renacer mi interés en el misterio y en cómo empezar a penetrar en él. Convergían diferentes razones. La más poderosa era que iba a profundizar en aquellos hechos que, después de ochenta y nueve años de acaecidos, seguían causando estragos en mi interioridad. Trataba de explicármelo. Siempre me pareció que había algo ignoto de lo que yo dependía. Había creído descubrir desde hacía mucho que buena parte de ese algo era el secreto de mi abuelo y de su muerte. Pero ahora parecía más cierto que nunca.
Como sus compañeros del Partido Liberal Revolucionario, Emerenciano había pensado por aquellos lejanos días que el triunfo definitivo estaba a la vuelta de la esquina. Si no, basta recordar que el pasado 5 de febrero de aquel año de 1917, se había promulgado la Constitución Política de los Estados Unidos Mexicanos, con lo que, estaban convencidos, se iniciaba la etapa del necesario orden y reglamentación de la Revolución mexicana. Y el 1 de mayo de ese mismo año, Venustiano Carranza había rendido la protesta de ley como presidente constitucional de la República, que garantizaría el sometimiento de los revolucionarios que todavía estaban levantados en armas: Francisco Villa y Emiliano Zapata, los más importantes entre otros grupos rebeldes –algunos reducidos ya a cuatreros y bandoleros que asolaban los pueblos-, señalados fuera de la ley una vez establecido el orden constitucional del país.
Emerenciano Guzmán, en el fondo, se consideraba una pequeña parte del engranaje. Desde 1915 había ocupado, por disposiciones del lado carrancista, el puesto de comandante de policía; luego fue regidor titular y en esos días desempeñaba el cargo de juez de letras en el Juzgado Único Municipal. Esta última función lo hacía sentirse satisfecho, porque procuraba entender lo justo y lo injusto de cada situación que trataba y en base a lo cual actuaba ex profeso.
En este marco de nueva legalidad, muchas de las elecciones de gobernadores y presidentes municipales que se habían desarrollado en la mayor parte de la República lo hicieron pacíficamente; pero en otras, no faltaron los choques de intereses entre los contendientes y éstos retomaron las armas. Salvatierra no fue la excepción. Los miembros del mismo partido político luchaban entre sí por los mejores escaños; los grupos de poder se disputaban las plazas presentes y futuras. Emerenciano Guzmán llevaba una trayectoria firme, además gozaba de popularidad, lo que era codiciado por otros, como El Relajo Ruiz, apenas regidor suplente y no se le vaticinaba ningún futuro político. Sin embargo, era sabido que todo principio era difícil. Dentro de poco, nada ni nadie detendría a los constitucionalistas, los amantes de la ley, la legitimidad y, por ende, del progreso y la modernidad que tanto necesitaba este país. Ellos no reconocían que los varios periodos presidenciales en los que gobernó el general Porfirio Díaz, su contraparte, se habían caracterizado por aquellos dos últimos objetivos, que antes que él se habían perseguido sin alcanzarse.
Vislumbraban, en suma, una realidad sobresaliente para esta nación. Lo único que faltaba era que los mexicanos dejaran las armas y se dedicaran a levantarla de las ruinas en las que la había postrado la Revolución.
(Así lo habían hecho los antepasados de hombres como Emerenciano Guzmán. Algunos de ellos habían llegado desde la distante España, y en su caso también de Italia, a la Nueva España, a colonizar, preparar la tierra, hacerla productiva, levantar casas, ranchos, fomentar la cría de ganado, así como productos, formar familias, organizar los servicios indispensables para ellos y los viajeros de las caravanas que pasaban por la zona de Yuriria. Pero, en mayo de 1835, cuando apareció en los cielos de la noche el cometa Halley, ya se habían trasladado junto con otras familias al territorio  que pronto se conocería como La Congregación. Con esfuerzo se organizaba el comercio; ha sido un pueblo de comerciantes desde sus orígenes. Se empezó a llenar de gente, de chiquillos, de ancianos, se trazaban los caminos, se fundó una vicaría y luego se levantó una iglesia y una pequeña escuela elemental para niños y otra para niñas. Como La Congregación se construyeron se construyeron muchos otros pueblos, villas y aun ciudades, desde el siglo dieciséis. Esa fue la verdadera, la pausada, pero segura e indiscutible, conquista de estas inmensas tierras americanas.)
Pensando en esto, encontré en la sección de Salvatierra de aquella página web el rubro Archivo Histórico y Administrativo. Le escribí inmediatamente a la coordinadora, Pilar González, y pregunté cuál era el procedimiento para consultar los archivos. También di la fecha del asesinato de mi abuelo, ya que era, por supuesto, el momento histórico que me interesaba. Seguí husmeando  en esa página y me topé con las siguientes líneas: “Real cédula dada en Cuenca el 12 de junio de 1642 para conceder títulos de privilegios a varias poblaciones.” “Esta licencia se otorgó conforme a lo dispuesto por Felipe IV, Rey de España, en su real cédula dada en Cuenca el 12 de junio de 1642.” “El 9 de febrero de 1644 el Virrey don García Sarmiento se Sotomayor y Marqués de Sobroso firmó el ordenamiento para la fundación de la ciudad.” “…por el presente, en nombre de su Majestad y como su Virrey y Lugarteniente, concedo licencia y facultad para que en dicho puesto y congregación del antiguo Pueblo de Chochones se funde una Ciudad de Españoles, conforme a la traza que se diese con la política, que se intitule y llame la Ciudad de San Andrés de Salvatierra.” “…con el repique de las campanas de la antigua iglesia de San Francisco y el insistente pregón de un tambor. Se reunió el pueblo en la Plaza del pueblito de Chochones, ubicado entre el molino de Gugorrón y la iglesia de San Francisco.”
Después de varias semanas e intentos frustrados con diferentes funcionarios del Ayuntamiento, el 17 de febrero de 2006 me telefonearon de Salvatierra. Era la coordinadora del Archivo Histórico. Fue una agradable sorpresa, ya creía que no iba a obtener ningún resultado mis peticiones por la Internet. Sí había alguna documentación de 1917 que me podía interesar, dijo, pero debía pedir autorización al Secretario del Ayuntamiento para facilitármela. También me confió que sí contaban con un cronista de la ciudad pero, por motivos que desconocía, un funcionario y la secretaria de la oficina del Secretario del Ayuntamiento le negaron sus referencias. De cualquier modo, quedé muy complacido por su telefonema y me dispuse a enviar la solicitud por fax para dicho Secretario. Esta solicitud tampoco tuvo respuesta. Seguí insistiendo. Dirigí mis peticiones al Instituto Federal de Acceso a la Información, pero el formato que ellos habían instalado en su página web para atender al público no pude desarrollarlo debidamente y mi solicitud se fue para mi sorpresa a Yuriria. Desde esta ciudad, el 12 de abril, me contestó una joven y bonita mujer –me lo imaginé-, que amablemente me dio el nombre y el correo electrónico del funcionario indicado en el Ayuntamiento de Salvatierra y no era el encargado del Archivo Histórico que ya conocía. Por fortuna, me había llegado otro correo, el 11 de abril, de Comunicación Social, en donde se me informaba que habían enviado mi solicitud a la Unidad de Acceso a la Información y que se pondrían en contacto conmigo. Tanta burocracia empezaba a hartarme, pero escribí a la persona que la mujer de Yuriria me recomendó y ahí fue donde obtuve la respuesta esperada. El 18 de abril, día de mi cumpleaños, recibí un correo de la Unidad de Acceso a la Información Pública de Salvatierra, pero no era la persona que me habían dicho, sino otro: Eric Solórzano. Me aclaró que si no había podido ingresar por la internet que le enviara la solicitud por fax. Esta fue la forma como se entabló, por fin, la comunicación.
El 25 de abril recibí sin más trámite un correo de esta misma persona con cuatro archivos adjuntos. Con una gran alegría, pero también preso por una emoción que me dejaba casi sin aliento, que hacía que me sudaran las manos y que no hubiera más mundo que la pantalla de la computadora, abrí uno a uno los archivos recibidos. Entonces apareció ante mí lo que nadie, absolutamente nadie, había visto durante más de ochenta y nueve años: Documentos firmados por Emerenciano Guzmán en dos de sus cargos en el Ayuntamiento, con una firma que recordaba el siglo diecinueve, pero que en la nebulosidad de ese momento se me hizo de la Nueva España. Caracteres grandes, buena caligrafía, nombre completo y una rúbrica que lo subrayaba o lo enmarcaba. Empecé a comprender que la admiración de mi padre hacia ese personaje tenía fundamento. Por sus características, tuvo que haber sido alguien visible en el pueblo. Para bien y para mal. Lo más importante era que sí había existido. El vacío que siempre me identificó comenzó a cubrirse.
Parecía algo desmedido, y lo era. Me llenó una alegría que no recordaba haber experimentado. Las sombras casi transparentes de mis antepasados pronto se delineaban como seres de carne y hueso. Había aprendido a vivir en aquel vacío durante demasiados años, más de cinco décadas, y en un sólo instante empecé a formar parte de toda una certidumbre, que no era poca cosa y que nadie podría ya escamotearme.


SALVATIERRA, 1917 

El asesino no estaba muy lejos de su víctima. De la cárcel del municipio lo tuvieron que llevar al hospital en calidad de detenido a que se recuperara de las lesiones recibidas. El Relajo era un pájaro de cuenta que, por lo menos, ya debía la vida de un policía y de su hijo, a quienes no tuvo empacho en matar de la misma manera cobarde como lo haría con Emerenciano Guzmán. Por eso era tan importante la nueva Constitución de la República, porque un día no habría lugar para esa clase de impunidad, según idealizaban algunos constitucionalistas de Salvatierra, como el propio Emerenciano. La impunidad, decían, va a desaparecer. Se referían a los acaparadores de poder a costa de la vida de los demás. En la república regida por la Constitución, afirmaban, deberán respetarse los derechos de todos, siempre y cuando no prevalezcan sobre los de los demás. Estas diferencias en los actos y en las ideas probablemente fueron el detonador para que salieran las balas asesinas. Eran tan sólo una línea de investigación. Otra posible era que El Relajo Ruiz veía en Emerenciano Guzmán a un competidor personal difícil de superar y por lo tanto había que hacerlo desaparecer. El Relajo también se creía un liberal y un político; sin embargo, para él las ideas no eran lo más importante –por eso no las tenía-, sino el poder y el poseer, conceptos que, como estas dos palabras, se parecían y se empalmaban. Lo que más le obsesionaba era la proyección local que aquél estaba logrando por esos días, lo que iba en línea paralela con el éxito del carrancismo en todo el país. Calculaba que si no lo atajaban quién sabe qué altos escaños estaría destinado. Eso no lo podría resistir ni permitir. Al principio, El Relajo sintió admiración por Emerenciano, pero con el paso del tiempo se fue convirtiendo en un odio que le costaba cada vez más en disimular...


2013

jueves, 12 de septiembre de 2013

El Gatopardo (Giuseppe Tomasi di Lampedusa)

[…] Don Pietrino ya no entendía nada; aquello resultaba cada vez más delirante: ahora salían a relucir los cuellos de camisa y los cocodrilos. Sin embargo, su sentido común de hombre de campo aún no lo abandonaba.
-¡Pero entonces, padre, se irán todos al infierno!
-¿Por qué? Algunos se perderán, otros podrán salvarse, según como hayan vivido en ese mundo de ellos, tan formal. Yo diría que Salina, por ejemplo, tiene bastantes posibilidades de salir airoso: juega bien su juego, respeta las reglas, no hace trampas; Dios Nuestro Señor castiga al que viola voluntariamente las leyes divinas que conoce, al que voluntariamente se mete por el mal camino; pero quien va por el suyo propio, siempre y cuando no se le ocurra hacer porquerías durante el trayecto, ése siempre puede estar tranquilo. Si usted, don Pietrino, vende cicuta en lugar de poleo, y lo hace a sabiendas, está perdido; pero si obra de buena fe, doña Fulana tendrá una muerte tan noble como la de Sócrates y usted se irá derechito al cielo, con túnica y alitas, todo de blanco.
La muerte de Sócrates ya fue demasiado para el herbolario; se dio por vencido y prefirió dormirse. Cuando el padre Pirrone lo advirtió, se alegró porque entonces ya podría hablar con toda libertad, sin temor a posibles equívocos; y lo que quería era hablar, plasmar en las concretas volutas de las frases esas ideas que se agitaban confusamente en su interior.
-Y también son caritativos. ¡Si supiera usted, por ejemplo, cuántas familias, que si no estarían en la calle, encuentran refugio en sus palacios! Y no piden nada a cambio, ni siquiera que se abstengan de robarles. Tampoco lo hacen con ánimo de ostentar, sino por una especie de instinto atávico que les impide obrar de otra manera. Aunque no lo parezca, son menos egoístas que muchos otros: en el esplendor de sus casas, en la pompa de sus fiestas hay un elemento impersonal, comparable quizá a la magnificencia de las iglesias y de la liturgia, algo hecho ad maiorem gentis gloriam, que en gran parte los redime; por cada copa de champán que se beben, hay otras cincuenta que convidan; y cuando tratan mal a alguien, como a veces sucede, más que de un pecado personal se trata de un acto de afirmación de su clase. Fata crescunt. Por ejemplo, don Fabrizio ha protegido y educado a su sobrino Tancredi, salvando así a un pobre huérfano que de otro modo se hubiese perdido. Me dirá que lo ha hecho porque el joven también era un señor, que por otro cualquiera no hubiese movido un dedo. Es cierto; pero ¿por qué había de hacerlo si sinceramente, en el fondo de su corazón, está convencido de que los «otros» son ejemplares defectuosos, figurillas de barro deformadas por las manos del ceramista, que no vale la pena someter a la prueba de fuego?
»Usted, don Pietrino, si en este momento no durmiese, replicaría que los señores hacen mal en despreciar a los otros y que todos, sujetos por igual a la doble esclavitud del amor y de la muerte, somos iguales ante el Creador; y yo estaría obligado a darle la razón. Sin embargo, añadiría que no es justo censurar sólo el desprecio de los «señores», porque se trata de un vicio universal.  Aunque no lo demuestre, el que enseña en la universidad desprecia al maestrillo de las escuelas parroquiales, y ahora que duerme puedo decirle a usted sin reticencia que los eclesiásticos nos consideramos superiores a los laicos, los jesuitas al resto del clero, como ustedes, los herbolarios, desprecian a los sacamuelas, quienes les pagan con la misma moneda; por su parte, los médicos se burlan de herbolarios y sacamuelas, pero sus pacientes los tratan de asnos y pretenden seguir viviendo con el hígado o el corazón hecho papilla. Para los jueces, los abogados sólo son unos latosos que intentan demorar la aplicación de las leyes; de otra parte, la literatura está llena de sátiras contra la solemnidad, la ignorancia o cosas aún peores que pueden achacárseles a los jueces. Los únicos que se desprecian a sí mismos son los labradores, y cuando aprendan a burlarse de los otros el ciclo estará cerrado y habrá que volver a empezar.
»¿Ha pensado usted alguna vez, don Pietrino, en la cantidad de nombres de oficio que se han convertido en insultos? Desde carretero o verdulera, a reitre y pompier en francés. La gente no piensa en los méritos de los carreteros o de los bomberos: sólo se fija en sus defectos marginales y los llama vulgares y fanfarrones; y ya que no puede usted escucharme le diré que conozco muy bien el significado corriente de la palabra «jesuita».
»Por lo demás, los nobles saben afrontar con dignidad las desgracias: a uno de ellos, pobrecillo, que había decidido matarse al otro día, lo vi sonriente y animado como un niño en vísperas de su primera comunión; en cambio cuando usted, don Pietrino, cuando tiene que resignarse a beber uno de sus cocimientos de sen, se enteran hasta las piedras. Los «señores» pueden montar en cólera o humillar a los demás, pero nunca les oirá usted una queja o lamentación. Más aún, le daré a usted una receta: si alguna vez se cruza con un «señor» quejumbroso, fíjese en el árbol genealógico: seguro que encontrará una rama seca.
»Es una clase difícil de suprimir, porque en el fondo se renueva constantemente, y porque, cuando es necesario, sabe morir bien, es decir, sabe arrojar una semilla en el momento del fin. Si no, mire el caso de Francia: se dejaron degollar con distinción, y allí los tiene usted igual que antes; sí, igual que antes porque la nobleza no reside en los latifundios y los derechos feudales, sino en las diferencias. Me han dicho que en París hay ahora condes polacos a quienes las insurrecciones y el despotismo han empujado al exilio y a la miseria; trabajan de cocheros pero a sus clientes burgueses les ponen una cara, que cuando los pobrecillos suben al coche lo hacen, sin saber por qué, con tal aire de humildad que diríanse perros entrando en una iglesia.
»Le diré incluso, don Pietrino, que si, como ha sucedido tantas veces, esa clase tuviera que desaparecer, de inmediato surgiría otra equivalente, con los mismos méritos y los mismos defectos; quizá ya no estaría basada en la sangre, sino, no sé… en el hecho de llevar mucho tiempo viviendo en determinado sitio o de aducir un conocimiento supuestamente más cabal de determinado texto al que se le atribuya un valor sagrado.
En eso se oyeron los pasos de la madre en la escalerilla de madera; entró riendo:
-¿Se puede saber con quién estás hablando, hijo mío? ¿Acaso no ves que tu amigo duerme?
El padre Pirrone se avergonzó un poco; en lugar de responder, dijo:
-Ahora mismo lo acompañaré hasta afuera. ¡Pobre, tendrá que soportar el frío toda la noche!
Subió la mecha del farolillo y la encendió en una llamita del candil: tuvo que ponerse de puntillas y acabó manchándose el hábito de aceite; volvió a bajarla y cerró la portezuela de cristal. Don Pietrino navegaba en el mar de los sueños; un hilillo de baba se escurría por el labio e iba cayéndole en la solapa. No fue fácil despertarlo.
-Perdóname, padre, pero decías cosas tan raras, tan complicadas…
Sonrieron, bajaron la escalera, y salieron. La noche envolvía la casita, el pueblo, el valle; apenas se divisaban los montes, cercanos y, como siempre, amenazadores. El viento había amainado, pero hacía mucho frío; todo el brillo de las estrellas, con sus millares de grados de calor, era incapaz de calentar a un pobre viejo.

(1957)

miércoles, 28 de agosto de 2013

Momo (Michael Ende)

Pero lo que más le gustaba a Gigi era contarle cuentos sólo a Momo, cuando no escuchaba nadie más. Casi siempre eran cuentos que trataban de los propios Gigi y Momo. Y sólo estaban destinados a ellos dos y eran totalmente diferentes a los que Gigi contaba en otras ocasiones.
Una noche hermosa y cálida, los dos estaban sentados callados en los escalones de piedra. En el cielo brillaban ya las primeras estrellas y la luna se perfilaba, grande y plateada, sobre las siluetas negras de los pinos.
-¿Me cuentas un cuento? –pidió Momo.
-Está bien –dijo Gigi-. ¿De quién?
-De Momo y Girolamo, si puede ser –contestó Momo.
Gigi reflexionó un momento y preguntó:
-¿Y cómo ha de llamarse?
-Quizá… ¿el cuento del espejo mágico?
Gigi asintió, pensativo:
-Eso suena bien. Veamos qué pasa.
Puso un brazo alrededor de los hombros de Momo y comenzó:
“Érase una vez una hermosa princesa llamada Momo, que vestía de seda y terciopelo y vivía muy por encima del mundo, sobre la cima de una montaña, cubierta de nieve, en un castillo de cristal.
“Tenía todo lo que se puede desear, no comía más que los manjares más finos y no bebía más que el vino más dulce. Dormía sobre almohadas de seda y se sentaba en sillas de marfil. Lo tenía todo, pero estaba completamente sola.
“Todo lo que la rodeaba, la servidumbre, las camareras, gatos, perros y pájaros, e incluso las flores, no eran más que reflejo de un espejo.
“Porque resulta que la princesa Momo tenía un espejo mágico grande, redondo y de la más pura plata. Lo enviaba cada día y cada noche por el mundo. Y el gran espejo flotaba sobre países y mares, sobre ciudades y campos. La gente que lo veía no se sorprendía, sino que decía: ‘Es la luna.’
“Y cada vez que el espejo volvía, ponía delante de la princesa todos los reflejos que había recogido durante su viaje. Los había bonitos y feos, interesantes y aburridos, según como salía. La princesa escogía los que le gustaban, mientras que simplemente tiraba los otros a un arroyo. Y los reflejos liberados volvían a sus dueños, a través del agua, mucho más de prisa de lo que te imaginas. A eso se debe que veas tu propia imagen cuando te inclinas sobre un pozo o un charco de agua.
“A todo esto, he olvidado decir que la princesa Momo era inmortal. Porque nunca se había mirado a sí misma en el espejo mágico. Pues quien veía en él su propia imagen, se volvía, por ello, mortal. Eso lo sabía muy bien la princesa Momo, y por lo tanto no lo hacía. De ese modo vivía con todas sus imágenes, jugaba con ellas y estaba bastante contenta.
“Pero un día, el espejo mágico le trajo una imagen que le interesó más que todas las otras. Era la imagen de un joven príncipe. Cuando lo vio, le entró tal nostalgia, que quería llegar hasta él como fuera. Pero, ¿cómo? No sabía dónde vivía, ni quién era, no sabía ni siquiera cómo se llamaba.
“Como no encontraba otra solución, decidió mirarse por fin en el espejo. Porque pensaba: a lo mejor el espejo llevará mi imagen hasta el príncipe. Puede que mire casualmente hacia el cielo, cuando pase el espejo, y verá mi imagen. Acaso siga el camino del espejo y me encuentre aquí.
“Así que se miró largamente en el espejo y lo envió por el mundo con su reflejo. Pero así, claro está, se había vuelto mortal.
“En seguida oirás cómo sigue esta historia, pero primero he de hablarte del príncipe.
“Este príncipe se llamaba Girolamo y vivía en un reino fabuloso. Todos los que vivían en él amaban y admiraban al príncipe. Un buen día, los ministros dijeron al príncipe: ‘Majestad, debes casarte, porque así es como debe ser.’
“El príncipe Girolamo no tenía nada que oponer, de modo que llegaron al palacio las más bellas señoritas del país, para que pudiera elegir una. Todas se habían puesto lo más guapas posible, porque todas querían casarse con él.
“Pero entre las muchachas también se había colado en el palacio un hada mala, que no tenía en las venas sangre roja y cálida, sino sangre verde y fría. Claro que eso no se le notaba, porque se había maquillado con mucho cuidado.
“Cuando el príncipe entró en el gran salón dorado del trono, para hacer su elección, ella pronunció rápidamente un conjuro, de modo que Girolamo no vio a nadie más que ella. Y además le pareció tan hermosa, que al momento le preguntó si quería ser su esposa.
“-Con mucho gusto –dijo el hada mala-, pero pongo una condición.
“-La cumpliré –respondió Girolamo, irreflexivo.
“-Está bien –contestó el hada mala, y sonrió con tanta dulzura, que el desgraciado príncipe casi se marea-, durante un año no podrás mirar el flotante espejo de plata. Si lo haces, olvidarás al instante todo lo que es tuyo. Olvidarás lo que eres en realidad y tendrás que ir al país de Hoy, donde nadie te conoce, y allí vivirás como un pobre diablo. ¿Estás de acuerdo?
“-Si no es más que eso –exclamó el príncipe Girolamo-, la condición es fácil.
“¿Qué ha ocurrido mientras tanto con la princesa Momo?
“Había esperado y esperado, pero el príncipe no había venido. Entonces decidió salir a buscarlo ella misma. Devolvió la libertad a todas las imágenes que tenía a su alrededor. Entonces bajó, totalmente sola y en sus suaves zapatillas, desde su palacio de cristal, a través de las montañas nevadas, hacia el mundo. Recorrió todos los países, hasta que llegó al país de Hoy. A estas alturas sus zapatillas estaban gastadas y tenía que ir descalza. Pero el espejo mágico con su imagen seguía flotando por el cielo.
“Una noche, el príncipe Girloamo estaba sentado en el tejado de su palacio dorado y jugaba a las damas con el hada de la sangre verde y fría. De repente cayó una gota diminuta sobre la mano del príncipe.
“-Empieza a llover –dijo el hada de la sangre verde.
“-No –contestó el príncipe-, no puede ser, porque no hay ni una sola nube en el cielo.
Y miró hacia lo alto, directamente al espejo mágico, plateado, que flotaba allí arriba. Entonces vio la imagen de la princesa Momo y observó que lloraba y que una de sus lágrimas le había caído sobre la mano. En el mismo momento se dio cuenta de que el hada lo había engañado, que no era hermosa y que en sus venas sólo tenía sangre verde y fría. Era a la princesa Momo a la que amaba en verdad.
“-Acabas de romper tu promesa –dijo el hada verde, y su cara se crispó hasta parecer la de una serpiente- y ahora has de pagarlo.
“Introdujo sus largos dedos verdes en el pecho de Girolamo, que se quedó sentado como paralizado, y le hizo un nudo en el corazón. En ese mismo instante olvidó que era el príncipe Girolamo. Salió de su palacio y de su reino como un ladrón furtivo. Caminó por todo el mundo, hasta que llegó al país de Hoy, donde vivió en adelante como un pobre inútil desconocido y que se llamaba simplemente Gigi. Lo único que había llevado consigo era la imagen del espejo mágico que desde entonces quedó vacío.
“Mientras tanto, los vestido de seda y terciopelo de la princesa Momo se habían gastado. Ahora llevaba un chaquetón de hombre, viejo, demasiado grande, y un falda de remiendos de todos los colores. Y vivía en unas ruinas.
“Aquí se encuentran un buen día. Pero la princesa Momo no reconoce al príncipe Girolamo, porque ahora es un pobre diablo. Tampoco Gigi reconoció a la princesa, porque ya no tenía ningún aspecto de princesa. Pero en la desgracia común, los dos se hicieron amigos y se consolaban mutuamente.
“Una noche, cuando volvía a flotar en el cielo el espejo mágico, que ahora estaba vacío, Gigi sacó de su bolsillo la imagen y se la enseñó a Momo. Estaba ya muy arrugada y desvaída, pero aun así, la princesa se dio cuenta en seguida que se trataba de su propia imagen. Y entonces también reconoció, bajo la máscara de pobre diablo, al príncipe Girolamo, al que siempre había buscado y por quien se había vuelto mortal. Y se lo contó todo.
“Pero Gigi movió triste la cabeza y dijo:
“-No puedo entender nada de lo que dices, porque tengo un nudo en el corazón y no puedo acordarme de nada.
“Entonces, la princesa Momo metió la mano en su pecho y desató, con toda facilidad, el nudo que tenía en el corazón. Y, de repente, el príncipe Girolamo volvió a saber quién era. Tomó a la princesa de la mano y se fue con ella muy lejos, a su país.”


Una vez que Gigi hubo concluido, ambos callaron un ratito; después Momo preguntó:
-¿Y después han sido marido y mujer?
-Creo que sí –dijo Gigi-, más tarde.
-¿Y han muerto mientras tanto?
-No –dijo Gigi con decisión-. Eso lo sé exactamente. El espejo sólo hacía a alguien mortal, cuando se miraba en él a solas. Pero si se miran dos, vuelven a ser inmortales. Y eso hicieron estos dos.
La luna se veía grande y plateada sobre los pinos negros y hacía brillar misteriosamente las viejas piedras de las ruinas. Momo y Gigi estaban sentados en silencio el uno al lado del otro y se miraron largamente en ella: sintieron con toda claridad que, durante ese instante, ambos eran inmortales.

Fragmento (1973)

lunes, 22 de julio de 2013

Retrato del artista adolescente (James Joyce)

Stephen se hallaba en una fiesta de niños en Harold’s Cross. Aquella actitud suya de observador silencioso se había apoderado de él en aquella ocasión, así que apenas si participaba de los juegos. Los niños iban de un lado a otro llevando los residuos de los triquitraques de Navidad, bailando y retozando ruidosamente. Y aunque él trataba de participar del regocijo de los otros chicos, se sentía como una figura sombría entre los bicornios de ellos y los sombreretes de tela de ellas.
Cuando hubo cantado su canción, se retiró a un rincón apartado de la estancia, y comenzó a gustar el encanto de su aislamiento. El júbilo que al principio le había parecido falso y trivial, era ahora para él como una brisa confortante que se filtraba alegremente por sus sentidos y que ocultaba a los ojos ajenos la agitación febril de su sangre, cada vez que, a través del círculo de los bailarines y entre la música y la algazara, volaba hasta su rincón la mirada de Ella, como una provocación, como una promesa que viniera a explorar su corazón y a excitarlo.
En el vestíbulo se estaban poniendo los abrigos los niños que habían permanecido hasta el fin; la fiesta había terminado. Ella se echó un chal por encima y salieron juntos. Su cabeza encapuchada se rodeó de un fresco nimbo de aliento y sus zapatitos repiqueteaban alegremente sobre el suelo cubierto de cristalitos de hielo.
Era el último tranvía. Los flacos caballos castaños lo sabían y movían las campanillas como para anunciarlo a la noche clara. El cobrador hablaba con el conductor, y ambos hacían a menudo gestos expresivos con la cabeza a la luz verde de la lámpara. Sobre los asientos vacíos del tranvía estaban diseminados algunos billetes de colores. No se oía ningún ruido de pasos por la calle. Ningún ruido turbaba la paz de la noche, sino el de los caballos al frotar uno contra otro los hocicos, al agitar las campanillas.
Los dos parecían escuchar, él en el peldaño de arriba del estribo, ella en el de abajo. Mientras hablaban, ella subió varias veces hasta donde estaba él y volvió a bajar otra vez a su peldaño, pero en una ocasión o dos permaneció por unos momentos pegada a él, olvidada de bajar, hasta que volvió a descender por fin. El corazón de Stephen seguía el ritmo de los movimientos de ella como un corcho el ascenso y descenso de la onda. Y comprendía lo que los ojos de ella le decían desde las profundidades del capuchón y comprendía que en un pasado oscuro, no sabía si en la vida o en el sueño, había oído ya antes su mudo idioma. Y le vio lucir para él sus galas: el bonito vestido, el ceñidor, las largas medias negras, y comprendió que él se había ya tendido mil veces a aquellos encantos. Y, sin embargo, una voz interna más alta que el ruido de su corazón agitado le preguntaba si aceptaría aquella ofrenda, para la que sólo tenía que alargar la mano. Y recordaba el día en que Eileen y él estaban mirando en los campos del hotel cómo los criados izaban un banderín en un mástil, y aquel foxterrier que daba huidas locas de aquí para allá sobre el césped soleado, y cómo de pronto había prorrumpido ella en una carcajada, echando a correr cuesta abajo por el sendero en curva. Ahora, como entonces, permanecía indiferente en su lugar, como un tranquilo observador de la escena que delante de sus ojos se desarrollaba.
-Lo que ella quiere es que yo la tome entre mis brazos –pensó-. Por eso es por lo que ha venido conmigo al tranvía. Podría fácilmente agarrarla cuando sube a mi escalón: nadie está mirando. Podría asirla y besarla.
Pero no hizo ninguna de las dos cosas. Y cuando se vio sentado, solo, en el tranvía desierto, desgarró en tiras su billete y se quedó mirando sombríamente el suelo de madera acanalada.

Fragmento (1914)


lunes, 1 de julio de 2013

Trópico de Capricornio (Henry Miller)

Coda

No hace mucho iba caminando por las calles de Nueva York. El viejo y querido Broadway. Era de noche y el cielo estaba de un azul oriental, tan azul como el oro en el techo de la Pagode, rue de Babylone, cuando la máquina empieza a tintinear. Estaba pasando exactamente por debajo del lugar en que nos conocimos. Me quedé allí un momento mirando las luces rojas de las ventanas. La música sonaba como siempre: alegre, picante, encantadora. Estaba solo y había millones de personas a mi alrededor. Estando allí, me vino la idea de que había dejado de pensar en ella; pensaba en este libro que estoy escribiendo, y el libro había pasado a ser más importante para mí que ella, de todo lo que nos había ocurrido. ¿Será este libro la verdad, toda la verdad y nada más que la verdad, lo juro? Al meterme otra vez entre la multitud, me debatía con esa cuestión de la «verdad». Durante años he estado intentando contar esta historia y siempre la cuestión de la verdad ha pesado sobre mí como una pesadilla. He contado a otros una y mil veces las circunstancias de nuestra vida, y siempre he dicho la verdad. Pero la verdad puede ser también una mentira. La verdad no es suficiente. La verdad es sólo el núcleo de una totalidad que es inagotable.
Recuerdo que la primera vez que nos separamos esta idea de la totalidad se adueñó de mí. Cuando me dejó, fingía, o quizás lo creyese, que era necesario para nuestro bien. Yo sabía en el fondo de mi corazón que estaba intentando librarse de mí, pero era demasiado cobarde como para reconocerlo. Pero cuando comprendí que podía prescindir de mí, aunque fuera por un tiempo limitado, la verdad que había intentado desechar empezó a crecer con alarmante rapidez. Fue más doloroso que ninguna otra cosa que hubiera experimentado antes, pero también fue curativo. Cuando quedé completamente vacío, cuando la soledad hubo alcanzado tal punto, que no podía agudizarse más, de repente tuve la sensación de que, para seguir viviendo, había que incorporar aquella verdad intolerable a algo mejor que el marco de la desgracia personal. Tuve la sensación de que había dado un cambio de rumbo imperceptible hacia otro dominio, un dominio de fibra más fuerte, más elástica, que la verdad más horrible no podía destruir. Me senté a escribirle una carta en la que le decía que me sentía tan desdichado por haberla perdido, que había decidido iniciar un libro sobre ella, un libro que la inmortalizaría. Dije que sería un libro como nadie había visto antes. Seguí divagando extáticamente, y de repente me interrumpí para preguntarme por qué me sentía tan feliz.

Al pasar bajo la sala de baile, pensando de nuevo en este libro, comprendí de repente que nuestra vida había llegado a su fin: comprendía que el libro que estaba proyectando no era sino una tumba en que enterrarla… y al yo mío que le había pertenecido. Eso fue algún tiempo, y desde entonces he estado intentando escribirlo. ¿Por qué es tan difícil? ¿Por qué? Porque la idea de un «fin» es intolerable para mí.
Fragmento  (1938).

jueves, 20 de junio de 2013

Cada Loco con su Tema

La antología de cuentos Cada Loco con su Tema será presentada este viernes 21 de junio en la casa Rafael Galván. Se logró concretar la selección de cuentos después de una abrumadora participación en el concurso literario al que convocaron las editoras hermanas Arroyo, de BENMA Editoras. Y en este compendio de cuentos, se ha incluido una de mis relatos: El parque.
El parque es un cuento breve ambientado en una gran urbe. Son dos personajes que han encontrado en un parque local un pequeño santuario donde refugiarse. Las horas pasan y entre ellos se teje una pequeña historia que no se sabe del todo cómo es que ha sucedido ni cómo (o por qué) ha llegado al punto en el que se encuentran. El desarrollo va guiando al lector por un sendero que pronto descubrirá no es lo que esperaba.
Es apenas un primer paso haber logrado la selección y publicación de uno de mis cuentos. En anteriores ocasiones, algún otro material ha sido publicado formalmente. Un par de cuentos: Desde la Ventana, en la Gaceta Coapa de circulación interna de la Escuela Nacional Preparatoria 5 "José Vasconcelos", en julio del 2012, y El Vagón, en formato digital para la Revista La Peste, en mayo de 2012. Actualmente trabajo en distintos proyectos literarios y ya tengo conformada mi primera colección de cuentos, lista para enviarse a editorial o a concurso. Y así, paso a paso, abrirme camino en el mundo de las letras.

Portada definitiva.