A medida que pasan los días y las
semanas sin que llegue ninguna carta de Castaño, la decepción de Azul se
convierte en una dolorosa e irracional desesperación. Pero eso no es nada
comparado con lo que siente cuando finalmente llega la carta. Porque Castaño ni
siquiera contesta a lo que Azul le escribió. Me alegra tener noticias tuyas,
empieza la carta, y me alegra saber que estás trabajando mucho. Parece un caso
interesante. Pero no puedo decir que eche de menos nada de eso. Aquí está la
buena vida para mí: me levanto temprano y pesco, paso un rato con mi mujer, leo
un poco, duermo al sol, ninguna queja. Lo único que no entiendo es por qué no
me vine aquí hace años.
La carta continúa en ese tono durante
varias páginas, sin mencionar ni una sola vez el tema de los tormentos y
preocupaciones de Azul. Éste se siente traicionado por el hombre que en otro
tiempo fue como un padre para él y cuando termina la carta se siente vacío,
como si le hubieran sacado el relleno a golpes. Estoy solo, piensa, ya no hay
nadie a quien pueda recurrir. A esto le siguen varias horas de abatimiento y
autocompasión, durante las cuales Azul piensa una o dos veces que quizá le
valdría más morirse. Pero finalmente sale de la depresión. Porque Azul es un
tipo sólido en general, menos dado a los pensamientos sombríos que la mayoría,
y si hay momentos en los siente que el mundo es un lugar asqueroso, ¿quiénes
somos nosotros para reprochárselo? Cuando llega la hora de la cena, incluso ha
empezado a ver el lado positivo. Quizá sea éste su mayor talento: no que no se
desespere, sino que nunca se desespera por mucho tiempo. Podría ser una buena
cosa después de todo, se dice. Quizá sea mejor estar solo que depender de
alguien. Azul piensa en esto durante un rato y decide que hay algo favorable en
ello. Ya no es un aprendiz. Ya no tiene un maestro por encima. Soy mi propio
jefe, se dice. Soy mi propio jefe, no tengo que rendirle cuentas a nadie
excepto a mí mismo.
Inspirado por este nuevo enfoque,
descubre que al fin ha encontrado el valor necesario para ponerse en contacto
con la futura señora Azul. Pero cuando coge el teléfono y marca su número, no
hay respuesta. Esto es una decepción, pero no se amilana. Volveré a intentarlo
en algún otro momento, se dice. Pronto.
Los días siguen pasando. Una vez más
Azul se pone a tono con Negro, quizá incluso más armoniosamente que antes. Al
hacerlo, descubre la inherente paradoja de su situación. Porque cuanto más
unido a Negro se siente, menos necesita pensar en él. En otras palabras, cuanto
más profundamente enredado está, más libre se siente. Lo que lo hunde no es la
implicación sino la separación. Porque sólo cuando Negro parece distanciarse,
tiene él que salir a buscarle, y esto lleva tiempo y esfuerzo, por no hablar de
lucha. En los momentos en que se siente más próximo a Negro, sin embargo, puede
incluso empezar a llevar una apariencia de vida independiente. Al principio no
es muy osado en lo que se permite hacer, pero incluso así lo considera una
especie de triunfo, casi un acto de valentía. Salir a la calle, por ejemplo, y
andar arriba y debajo de la manzana. Por pequeño que parezca, este gesto le
llena de felicidad, y mientras sube y baja por la calle Naranja con ese
agradable tiempo primaveral, se alegra de estar vivo como no lo ha hecho desde
hace unos años. A un extremo hay una vista de río, la bahía, los rascacielos de
Manhattan, los puentes. Azul encuentra bellísimo todo eso y algunos días y
algunos días hasta se permite sentarse varios minutos en uno de los bancos y
mirar los barcos. En la otra dirección está la iglesia y a veces Azul se sienta
en el pequeño jardín de hierba durante un rato, estudiando la estatua de bronce
de Henry Ward Beecher. Dos esclavos se agarran a las piernas de Beecher, como
suplicándole que les ayude, que les haga libres al fin, y en la pared de
ladrillo que está detrás hay un bajorrelieve de porcelana de Abraham Lincoln.
Azul no puede remediar sentirse inspirado por esas imágenes y cada vez que
acude al jardín de la iglesia se cabeza se llena de nobles pensamientos acerca
de la dignidad del hombre.
Poco a poco se vuelve más audaz en su
deambular. Estamos en 1947, el año en que Jackie Robinson empieza a jugar con
los Dodgers, y Azul sigue sus progresos atentamente, recordando el jardín de la
iglesia y sabiendo que hay algo más en ello que simplemente béisbol. Una
luminosa tarde de un martes de mayo decide hacer una excursión a Ebbetts Field
y cuando deja atrás a Negro en su habitación de la calle Naranja, encorvado
sobre su mesa como de costumbre, con una pluma y sus papeles, no siente ningún
motivo de preocupación, seguro de que todo estará exactamente igual cuando
regrese. Coge el metro, se roza con la multitud, se siente lanzado hacia una
sensación de inmediatez. Mientras toma asiento en el estadio, le choca la
nítida claridad de los colores que le rodean: la hierba verde, la tierra
marrón, el balón blanco, el cielo azul. Cada cosa es distinta de todas las
demás, totalmente separada y definida, y la simplicidad geométrica del dibujo
le impresiona por su fuerza. Viendo el partido, le resulta difícil separar los
ojos de Robinson, constantemente atraído por la negrura de su cara, y piensa
que debe de necesitarse mucho valor para hacer lo que él está haciendo, estar
solo delante de tantos desconocidos, con la mitad de ellos sin duda deseándole
la muerte. Mientras el partido continúa, Azul se descubre vitoreando todo lo
que hace Robinson, y cuando el negro gana una base en la tercera entrada, Azul
se pone de pie, y más tarde, en la séptima, cuando Robinson dobla contra la
pared de la izquierda, él aporrea la espalda del hombre que tiene al lado de
pura alegría. Los Dodgers sacan en la novena con un bombo de sacrificio y
mientras Azul sale arrastrando los pies con el resto de la gente y se dirige a
su casa se le ocurre que Negro no le ha pasado por la cabeza ni una sola vez.
Pero los partidos son sólo el
principio. Ciertas noches, cuando Azul tiene claro que Negro no irá a ninguna
parte, se va a un bar no lejos de allí a tomarse una o dos cervezas,
disfrutando de las conversaciones que a veces tiene con el barman, que se llama
Rojo y tiene un extraño parecido con Verde, el barman del caso Gris de hace
tanto tiempo. Una furcia de aspecto desaliñado que se llama Violeta frecuenta
el bar y una o dos veces Azul consigue emborracharla lo suficiente como para
que ella le invite a su casa, que está a la vuelta de la esquina. Azul sabe que
le agrada bastante porque ella nunca le cobra, pero también sabe que eso no
tiene nada que ver con el amor. Ella le llama cielo y su carne es suave y
abundante, pero siempre que se toma una copa de más se echa a llorar y entonces
Azul tiene que consolarla, y secretamente se pregunta si vale la pena. Su
sentimiento de culpa hacia la futura señora Azul es escaso, sin embargo, ya que
justifica estas sesiones con Violeta comparándose a sí mismo con un soldado que
está haciendo la guerra en otro país. Cualquier hombre necesita un poco de
consuelo, especialmente cuando mañana le puede tocar a él. Y, además, él no es
de piedra, se dice.