jueves, 4 de septiembre de 2014

Vuelo de noche (Antoine de Saint-Exúpery)



CAPÍTULO XII

Mientras tanto, el correo de la Patagonia abordaba la tormenta y Fabián renunciaba a circundarla. La juzgaba demasiado extensa, pues la línea de relámpagos se hundía hacia el interior del país y alumbraba fortalezas de nubes. Trataría de pasar por debajo y, si el asunto se presentaba mal, se resolvería a dar media vuelta.
Miró el altímetro: mil setecientos metros. Apoyó las palmas sobre el bastón de mando para comenzar a reducir la altura. El motor vibró muy fuerte y el avión trepidó. Fabián corrigió, al tanteo, el ángulo de descenso y leyó en la carta la elevación de las montañas: quinientos metros. Para darse espacio navegaría a setecientos.
Sacrificaba su altura como quien se juega un tesoro.
Un remolino hizo sumergirse al avión que vibró más fuerte. Fabián se sintió amenazado por invisibles avalanchas. Soñó que daba media vuelta y descubría cien mil estrellas, pero no viró ni un grado.
Fabián calculaba: se trató de una tormenta local, probablemente, porque Trelew, la próxima escala, anunciaba tres cuartos de cielo nublado. Era preciso vivir apenas 20 minutos en ese espesor negro. Y sin embargo, el piloto sentía inquietud. Inclinado a la izquierda contra la masa del viento, procuraba interpretar los reflejos confusos que, en las más obscuras noches, circulan todavía; pero ahora no había siquiera un reflejo, apenas cambios de densidad en la espesura negra o una fatiga de los ojos.
Desplegó un papel del navegante: “¿Adónde vamos?”
Fabián hubiera dado cualquier cosa por saberlo. Respondió: “Lo ignoro, cruzamos una tempestad a la brújula.”
Volvió a inclinarse. Le molestaba la llama del escape, adherida al motor como un ramo de fuego, tan pálida que el claro de luna lo hubiera apagado, pero que en ese caos absorbía el mundo visible. La miró. El viento la trenzaba como la llama de una antorcha.
Cada treinta segundos, para verificar el giróscopo y el compás, Fabián se inclinaba sobre los instrumentos. No se atrevía a encender los débiles foquitos rojos, que lo deslumbraban por largo rato, pero todos los instrumentos con luces de rádium arrojaban una claridad pálida como de astros. Allí, en medio de agujas y cifras, el piloto sentía una seguridad engañadora: la de la cabina del navío sobre el cual pasan las olas. La noche, con todo su cargamento de rocas, despojos y colinas, corría contra el avión con la misma sorprendente fatalidad.
“¿Dónde estamos?”, repetía el operador.
Y Fabián emergía de nuevo y recobraba, apoyado en los mandos, su vigilia terrible. Ignoraba cuánto tiempo, cuántos esfuerzos lo libertarían de sus fuertes ligaduras. Casi dudaba de libertarse jamás, porque toda su vida la tenía puesta a ese papelito sucio y arrugado que había desplegado y leído mil veces, para alimentar su esperanza: “Trelew: cielo tres cuartos nublado, viento Oeste débil”. Si Trelew estuviera tres cuartos nublado, ya vería sus luces entre las nubes. A menos que…
La pálida claridad prometida más lejos lo invitaba a seguir; sin embargo, dudoso, garabateó para el radio: “Ignoro si podré pasar. Averígüeme si todavía hay buen tiempo detrás”.
La respuesta lo consternó:
“Comodoro avisa: imposible regreso. Tempestad”.
Comenzaba a adivinar la ofensiva insólita que, desde la cordillera de los Andes, se abatía hacia el mar. Antes que pudiera alcanzarlas, el ciclón barrería las ciudades.
—“Pregunte el tiempo a San Antonio”.
—“San Antonio contesta: levántase viento Oeste, tempestad al Oeste. Cielo nublado. San Antonio oye mal. Yo también. Creo que luego me veré obligado a remontar la antena a causa de las descargas. ¿Dará usted media vuelta? ¿Cuáles son sus proyectos?”
—“Déjeme en paz. Pregunte el tiempo a Bahía Blanca”.
—“Bahía Blanca responde: prevemos antes veinte minutos violenta tempestad Oeste Sur”.
—“Pregunte el tiempo a Trelew”.
—“Trelew contesta: huracán 30 metros segundo Oeste ráfagas, lluvia”.
—“Comunique Buenos Aires: Estamos embotellados, tempestad desarrollándose mil kilómetros, no vemos nada. ¿Qué hacemos?”
Para el piloto, esa noche no tenía riberas, puesto que no conducía a puerto alguno (todos parecían inaccesibles), ni hacia el alba: la bencina se agotaría dentro de una hora 40 minutos. Tarde o temprano, se hundirían en esa espesura.
Si hubiera podido llegar hasta el amanecer…
Fabián pensaba en el alba como en una playa de arenas doradas donde arribar después de aquella dura noche. Bajo el avión amenazado, nacerían las riberas de los llanos. La tierra firme sostendría sus granjas dormidas, sus rebaños y sus colinas. Todos los despojos que ruedan en la sombra se volverían inofensivos. Si pudiera, ¡cómo nadaría hacia el amanecer!
Pensó que estaba cercado. Todo se resolvería, bien o mal, en aquella espesura.
Cierto. Había creído, a veces, cuando despuntaba el día, encontrar descanso.
Pero ¿para qué fijar los ojos en el Este? Allí vivía el sol; pero entre ambos mediaba tal profundidad nocturna que jamás podrían remontarla.

1930
 

miércoles, 13 de agosto de 2014

Fantasmas (Paul Auster)



A medida que pasan los días y las semanas sin que llegue ninguna carta de Castaño, la decepción de Azul se convierte en una dolorosa e irracional desesperación. Pero eso no es nada comparado con lo que siente cuando finalmente llega la carta. Porque Castaño ni siquiera contesta a lo que Azul le escribió. Me alegra tener noticias tuyas, empieza la carta, y me alegra saber que estás trabajando mucho. Parece un caso interesante. Pero no puedo decir que eche de menos nada de eso. Aquí está la buena vida para mí: me levanto temprano y pesco, paso un rato con mi mujer, leo un poco, duermo al sol, ninguna queja. Lo único que no entiendo es por qué no me vine aquí hace años.
La carta continúa en ese tono durante varias páginas, sin mencionar ni una sola vez el tema de los tormentos y preocupaciones de Azul. Éste se siente traicionado por el hombre que en otro tiempo fue como un padre para él y cuando termina la carta se siente vacío, como si le hubieran sacado el relleno a golpes. Estoy solo, piensa, ya no hay nadie a quien pueda recurrir. A esto le siguen varias horas de abatimiento y autocompasión, durante las cuales Azul piensa una o dos veces que quizá le valdría más morirse. Pero finalmente sale de la depresión. Porque Azul es un tipo sólido en general, menos dado a los pensamientos sombríos que la mayoría, y si hay momentos en los siente que el mundo es un lugar asqueroso, ¿quiénes somos nosotros para reprochárselo? Cuando llega la hora de la cena, incluso ha empezado a ver el lado positivo. Quizá sea éste su mayor talento: no que no se desespere, sino que nunca se desespera por mucho tiempo. Podría ser una buena cosa después de todo, se dice. Quizá sea mejor estar solo que depender de alguien. Azul piensa en esto durante un rato y decide que hay algo favorable en ello. Ya no es un aprendiz. Ya no tiene un maestro por encima. Soy mi propio jefe, se dice. Soy mi propio jefe, no tengo que rendirle cuentas a nadie excepto a mí mismo.
Inspirado por este nuevo enfoque, descubre que al fin ha encontrado el valor necesario para ponerse en contacto con la futura señora Azul. Pero cuando coge el teléfono y marca su número, no hay respuesta. Esto es una decepción, pero no se amilana. Volveré a intentarlo en algún otro momento, se dice. Pronto.
Los días siguen pasando. Una vez más Azul se pone a tono con Negro, quizá incluso más armoniosamente que antes. Al hacerlo, descubre la inherente paradoja de su situación. Porque cuanto más unido a Negro se siente, menos necesita pensar en él. En otras palabras, cuanto más profundamente enredado está, más libre se siente. Lo que lo hunde no es la implicación sino la separación. Porque sólo cuando Negro parece distanciarse, tiene él que salir a buscarle, y esto lleva tiempo y esfuerzo, por no hablar de lucha. En los momentos en que se siente más próximo a Negro, sin embargo, puede incluso empezar a llevar una apariencia de vida independiente. Al principio no es muy osado en lo que se permite hacer, pero incluso así lo considera una especie de triunfo, casi un acto de valentía. Salir a la calle, por ejemplo, y andar arriba y debajo de la manzana. Por pequeño que parezca, este gesto le llena de felicidad, y mientras sube y baja por la calle Naranja con ese agradable tiempo primaveral, se alegra de estar vivo como no lo ha hecho desde hace unos años. A un extremo hay una vista de río, la bahía, los rascacielos de Manhattan, los puentes. Azul encuentra bellísimo todo eso y algunos días y algunos días hasta se permite sentarse varios minutos en uno de los bancos y mirar los barcos. En la otra dirección está la iglesia y a veces Azul se sienta en el pequeño jardín de hierba durante un rato, estudiando la estatua de bronce de Henry Ward Beecher. Dos esclavos se agarran a las piernas de Beecher, como suplicándole que les ayude, que les haga libres al fin, y en la pared de ladrillo que está detrás hay un bajorrelieve de porcelana de Abraham Lincoln. Azul no puede remediar sentirse inspirado por esas imágenes y cada vez que acude al jardín de la iglesia se cabeza se llena de nobles pensamientos acerca de la dignidad del hombre.
Poco a poco se vuelve más audaz en su deambular. Estamos en 1947, el año en que Jackie Robinson empieza a jugar con los Dodgers, y Azul sigue sus progresos atentamente, recordando el jardín de la iglesia y sabiendo que hay algo más en ello que simplemente béisbol. Una luminosa tarde de un martes de mayo decide hacer una excursión a Ebbetts Field y cuando deja atrás a Negro en su habitación de la calle Naranja, encorvado sobre su mesa como de costumbre, con una pluma y sus papeles, no siente ningún motivo de preocupación, seguro de que todo estará exactamente igual cuando regrese. Coge el metro, se roza con la multitud, se siente lanzado hacia una sensación de inmediatez. Mientras toma asiento en el estadio, le choca la nítida claridad de los colores que le rodean: la hierba verde, la tierra marrón, el balón blanco, el cielo azul. Cada cosa es distinta de todas las demás, totalmente separada y definida, y la simplicidad geométrica del dibujo le impresiona por su fuerza. Viendo el partido, le resulta difícil separar los ojos de Robinson, constantemente atraído por la negrura de su cara, y piensa que debe de necesitarse mucho valor para hacer lo que él está haciendo, estar solo delante de tantos desconocidos, con la mitad de ellos sin duda deseándole la muerte. Mientras el partido continúa, Azul se descubre vitoreando todo lo que hace Robinson, y cuando el negro gana una base en la tercera entrada, Azul se pone de pie, y más tarde, en la séptima, cuando Robinson dobla contra la pared de la izquierda, él aporrea la espalda del hombre que tiene al lado de pura alegría. Los Dodgers sacan en la novena con un bombo de sacrificio y mientras Azul sale arrastrando los pies con el resto de la gente y se dirige a su casa se le ocurre que Negro no le ha pasado por la cabeza ni una sola vez.
Pero los partidos son sólo el principio. Ciertas noches, cuando Azul tiene claro que Negro no irá a ninguna parte, se va a un bar no lejos de allí a tomarse una o dos cervezas, disfrutando de las conversaciones que a veces tiene con el barman, que se llama Rojo y tiene un extraño parecido con Verde, el barman del caso Gris de hace tanto tiempo. Una furcia de aspecto desaliñado que se llama Violeta frecuenta el bar y una o dos veces Azul consigue emborracharla lo suficiente como para que ella le invite a su casa, que está a la vuelta de la esquina. Azul sabe que le agrada bastante porque ella nunca le cobra, pero también sabe que eso no tiene nada que ver con el amor. Ella le llama cielo y su carne es suave y abundante, pero siempre que se toma una copa de más se echa a llorar y entonces Azul tiene que consolarla, y secretamente se pregunta si vale la pena. Su sentimiento de culpa hacia la futura señora Azul es escaso, sin embargo, ya que justifica estas sesiones con Violeta comparándose a sí mismo con un soldado que está haciendo la guerra en otro país. Cualquier hombre necesita un poco de consuelo, especialmente cuando mañana le puede tocar a él. Y, además, él no es de piedra, se dice.


1986



martes, 17 de junio de 2014

Camino de Los Ángeles (John Fante)



19
Mona y mi madre estaban ya acostadas. Mi madre roncaba suavemente. El sofá de la sala estaba abierto, la cama hecha y la almohada ahuecada. Me desnudé y me acosté. Pasaron los minutos. No podía dormir. Me puse boca arriba y luego de lado. Luego probé boca abajo. Pasaron más minutos. Los oía en el tictac del reloj que tenía mi madre en el dormitorio. Pasó media hora. Seguía totalmente despierto. Me di la vuelta y noté un dolor en el alma. Algo iba mal. Pasó una hora. Me irritaba ya aquello de no poder dormir, y empecé a sudar. Aparté las frazadas a puntapiés y me quedé acostado, tratando de pensar algo. Tenía que levantarme temprano. No rendiría en la fábrica si no descansaba debidamente. Pero tenía los ojos pegajosos y me picaban cuando los cerraba.
Era por aquella mujer. Era por el bamboleo de su forma avanzando por la calle, la entrevista blancura de su tez enfermiza. La cama se me hizo insoportable. Di la luz y encendí un cigarrillo. Me quemó la garganta. Lo tiré y resolví dejar de fumar para siempre.
Otra vez a dormir. Di más vueltas. Aquella mujer. ¡Cuánto la amaba! Su encogimiento, el desamparo de sus ojos atormentados, la piel de su cuello, la carrera de su media, el sentimiento en mi pecho, el color de su abrigo, la fugacidad de su cara entrevista, el hormigueo de mis dedos, la estela que dejaba andando por la calle, la frialdad de las titilantes estrellas, la calidez del cuarto creciente, el sabor de la cerilla, el olor del mar, la suavidad de la noche, los estibadores, el impacto de las bolas de billar, las ráfagas de música, su encogimiento, la música de su taconeo, su andar perseverante, el viejo con el libro, la mujer, la mujer, la mujer.
Tuve una idea. Aparté las frazadas y salté de la cama. ¡Qué idea! Me cayó encima como un alud, como una casa que se derrumba, como un vidrio que se rompe. Estaba ardiendo y desquiciado. Había papel y lápices en el cajón. Los saqué y corrí a la cocina. En la cocina hacía frío. Encendí la estufa y abrí la trampilla. Sentado y desnudo, me puse a escribir:
Amor perdurable
o
La mujer que el hombre ama
o
Amor Omnia Vincit
por
Arturo Gabriel Bandini
Tres títulos.
¡Maravilloso! Un comienzo soberbio. ¡Tres títulos, ahí es nada! ¡Sorprendente! ¡Increíble! ¡Un genio! ¡Realmente un genio!
Y qué nombre. Ah, sonaba magnífico.
Arturo Gabriel Bandini.
Un nombre que habría que incluir entre los inmortales: un nombre para la eternidad. Arturo Gabriel Bandini. Un nombre que sonaba mejor que Dante Gabriel Rossetti. Y también él era italiano. De mi raza.
Escribí: «Arthur Banning, el multimillonario magnate del petróleo, tour de force, prima facie, petit maître, table d’hôte y gran amante de las fascinantes, hermosas, exóticas, empalagosas y consteladas mujeres de todas las partes del mundo, de todos los rincones del planeta, mujeres de Bombay, allá en la India, país del Taj Mahal, de Gandhi y Buda; mujeres de Nápoles, tierra del arte italiano y de la fantasía italiana; mujeres de la Costa Azul; mujeres del lago Banff; mujeres del lago Louise; de los Alpes suizos; del Abassador Coconut Grove de Los Ángeles, California; mujeres del famoso Pons Asinorum de Europa; este mismo Arthur Banning, descendiente de una antigua familia de Virginia, tierra de George Washington y de grandes tradiciones americanas; el mismo Arthur Banning, atractivo y alto, un metro ochenta en calcetines, distinguido, con dientes como perlas, y cierta cualidad bribona y bohemia a la que no podía resistirse ninguna mujer, este mismo Arthur Banning estaba junto a la borda de un poderoso, mundialmente famoso y deseadísimo yate americano, el Larchmont VIII, y contemplaba con ojos deletéreos, ojos masculinos, viriles y potentes, la inmersión de los rayos carmíneos, rojos y hermosos del Astro Rey, más conocido con el nombre de sol, en las sombrías, fantasmagóricas y negras aguas del océano Mediterráneo, en alguna parte del sur de Europa, en el año del Señor de mil novecientos treinta y cinco. Y allí estaba él, descendiente de una rica, famosa, poderosa y grandilocuente familia, un hombre gallardo, con el mundo a sus pies y la grande, poderosa y sorprendente fortuna de los Banning a su disposición; y no obstante; pero algo preocupaba a Arthur Banning, alto, ensombrecido, atractivo, bronceado por los rayos del Astro Rey: y, lo que le preocupaba, era que, aunque había recorrido muchos mares y tierras, y ríos, también, y aunque copulaba, y, tenía líos amorosos, todo el mundo sabía, gracias al medio de la prensa, la poderosa e insobornable prensa, que él, Arthur Banning, el descendiente, era infeliz, y aunque rico, famoso, poderoso, se hallaba solo y, prisionero del, amor. Y mientras estaba tan incisivamente allí, en la cubierta del Larchmont VIII, el mejor, más bello, más poderoso yate, que se había construido, se preguntaba si a la chica de sus sueños, la encontraría pronto, si ella, la chica, de sus sueños, se parecería algo a la chica, de sus sueños adolescentes, de cuando él era adolescente, y fantaseaba a orillas del río Potomac, en la fabulosa, rica, poderosa finca de su padre, o si sería una muchacha pobre
»Arthur Banning encendió su cara, hermosa, pipa, de brezo, y llamó a uno de sus subordinados, un simple segundo oficial, y, le pidió a este subordinado una cerilla. Este ilustre varón, un famoso, reconocido, y, experto, personaje, en el mundo de los barcos, y en el mundo naval, un hombre de reputación internacional, en el mundo de los barcos, y, del lacre, no impugnó la orden, sino que le profirió la cerilla con una respetuosa reverencia de obsequiosidad, y, el joven Banning, atractivo, alto, le dio las gracias con educación, si bien es cierto que con una pizca de alicaimiento, y, a continuación, reanudó su quijotesco fantaseo sobre la afortunada muchacha que algún día sería su prometida y la mujer de sus fantasías más delirantes.
»¡En aquel momento, un momento de silencio, estalló un grito repentino, agudo, espantoso, procedente del espantoso laberinto del salobre mar, un grito que se fundió con el golpeteo de las frígidas olas contra la proa del orgulloso, caro, famoso, Larchmont VIII, un grito de angustia, un grito de mujer! ¡Un grito de mujer! Un suplicante grito de amargo sufrimiento e inmortalidad. ¡Un grito de socorro! ¡Socorro! ¡Socorro! Con una rápida mirada a las aguas agitadas por la tormenta, el joven Arthur Banning, sufrió una intensa fotosíntesis disciplinaria, sus ojos, penetrantes, perfectos, atractivos, azules, traspasaron las aguas mientras se despojaba de su costosa frac, un frac de cien dólares, y dejó ver su juvenil esplendor, su cuerpo, joven, atractivo, atlético, curtido en los encuentros de rugby de Yale y, de fútbol, de Oxford, Inglaterra, y semejante a un dios griego su perfil se dibujó contra los rojos rayos del Astro Rey, al sumergirse en las aguas del azul Mediterráneo. ¡Socorro! ¡Socorro! ¡Socorro!, decía aquel angustioso grito de mujer indefensa, una pobre, mujer, medio desnuda, desnutrida, víctima de la miseria, vestida con ropa barata, prisionera del helado dogal de la cruda, trágica, muerte. ¿Moriría sin ayuda? Era un crisol y, sans cérémonie, y, de facto, el atractivo Arthur Banning se zambulló.»
Lo escribí de un tirón. Las ideas me venían tan aprisa que no tenía tiempo de poner los palos de las tes ni los puntos de las íes. Era el momento de descansar un poco y de leerlo desde el principio. Eso hice.
¡Aaaah!
¡Un material estupendo! ¡Soberbio! En la vida había leído nada igual. Pasmoso. Me levanté, me escupí en las manos y me las froté.
¡Vamos! ¿Quién quiere pelear conmigo? Lucharé con todos los cretinos que hay en esta sala. Puedo darle una paliza al mundo entero. Era una sensación como ninguna otra en la tierra. Yo era un fantasma. Flotaba, me elevaba, reía y flotaba. Era demasiado. ¿Quién lo habría imaginado? Que yo fuera capaz de escribir así… ¡Dios mío! ¡Pasmoso!
Fui a la ventana. Se estaba levantando la niebla. Qué niebla tan hermosa. Fijaos en la hermosa niebla. Le lancé besos. La acaricié con las manos. Querida Niebla, eres una joven vestida de blanco y yo soy una cuchara en el alféizar de la ventana. Ha sido un día caluroso, y yo estoy caliente de arriba abajo, así que por favor bésame, querida niebla. Quería saltar, quería vivir, quería morir, quería, quería dormir totalmente despierto en un sueño sin sueños. Qué cosas tan maravillosas. Qué claridad tan maravillosa. Yo era un agonizante, era los muertos y los siemprevivos. Era y no era el cielo. Había demasiado que decir y no había manera de decirlo.
Oh, fijaos en la estufa. ¡Quién lo hubiera dicho! Una estufa. Imagináoslo. Hermosa estufa. Te amo, oh estufa. En lo sucesivo te seré fiel y derramaré mi amor sobre ti a todas horas. Pégame, oh estufa. Dame un puñetazo en el ojo. Qué hermoso es tu cabello, oh estufa. Quiero mearme en el, porque te amo con locura, cariño, estufa inmortal. Y mi mano. Ahí está. Mi mano. La mano que ha escrito. Oh Señor, una mano. Y qué mano. La mano que ha escrito. Yo, tú, mi mano y Keats. John Keats, Arturo Bandini y mi mano, la mano de John Keats Bandini. Maravilloso. Oh mano grano llano piano vano grano.
Sí, yo lo escribí.
Señoras y caballeros de la comisión, de la comisión tetuda, de la comisión peluda y concienzuda, lo escribí yo, señoras y caballeros, lo escribí yo. De verdad que sí. No lo negaré: una tímida propuesta, si se me permite decirlo, una nadería. Pero gracias por sus amables palabras. Sí, los quiero a todos. Sinceramente. Amo a todos y cada uno de ustedes, anís, parchís, París, ¡achís! Amo especialmente a las mujeres, a la fémina, la fe y la mina. Que se desvistan y se adelanten. De una en una, por favor. Tú, despampanante golfa rubia. A ti te tendré la primera. Aprisa, por favor, tengo el tiempo justo. Tengo mucho que hacer. Hay poco tiempo. Soy escritor, ya sabes, mis libros, ya sabes, la inmortalidad, ya sabes, la fama, ya sabes, ya conoces la Fama, ¿no? Fama, la conoces, ¿no? La fama y todo eso, bah, bah, un simple incidente en el tiempo del hombre. Yo me limito a sentarme en esa mesita de ahí. Con un lápiz, sí. Un regalo de Dios…, ni la menor duda al respecto. Sí, creo en Dios. Desde luego. Dios. Mi querido amigo Dios. Ah, gracias, gracias. ¿La mesita? Desde luego. ¿Para el museo? Desde luego. No, no. No es necesario cobrar entrada. Los niños: que pasen gratis, sin pagar. Quiero que todos los niños la toquen. Oh, gracias. Gracias. Sí, acepto el regalo. Gracias, gracias a todos. Ahora me voy a Europa y a las Repúblicas Soviéticas. La gente de Europa me espera. Gente maravillosa, esos europeos, maravillosa. Y los rusos, los quiero, mis amigos, los rusos. Adiós, adiós. Sí, os quiero a todos. Mi obra, ya sabéis. . La totalidad: mi opus, mis libros, mis volúmenes. Adiós, adiós.
Me puse a escribir otra vez. El lápiz corría por la página. La página se llenó. Le di la vuelta. El lápiz siguió su trayecto. Otra página. De arriba abajo. Las páginas se amontonaron. Por la ventana entraba la niebla, tímida y fría. Pronto se llenó la habitación. Seguí escribiendo. Página once. Página doce.
Levanté la vista. Era de día. La niebla invadía la habitación. La estufa estaba apagada. Tenía las manos entumecidas. En el dedo en que se apoyaba el lápiz me había salido una ampolla. Me picaban los ojos. Me dolía la espalda. Apenas podía moverme a causa del frío. Pero nunca me había sentido mejor.


1936

viernes, 2 de mayo de 2014

La sombra del Caudillo (Martín Luis Guzmán)



EL CHEQUE DE LA “MAY-BE”

A la una de la tarde del día siguiente Ignacio Aguirre se hallaba solo en su despacho de la Secretaría de Guerra. Ignoraba aún las atrocidades cometidas con Axkaná y esperaba que éste viniese en su busca de un momento a otro, según costumbres de los dos amigos a tales horas. Entre tanto, aguardando, meditaba. Tenía el codo apoyado sobre la mesa –libre entonces de papeles-, el puro en la boca, y los dedos de la mano atentos a acariciar, con deleite, la fina epidermis del tabaco.
Poco antes, por la puerta de la antesala, había entrado un oficial del Estado Mayor con la lista de las personas que solicitaban audiencia. Sin leer los nombres ni cambiar de postura, Aguirre había dicho:
—¿Mucha gente?
—Ochenta y nueve, mi general.
—Muy bien; no recibo a nadie.
Minutos después, por otra puerta, el mismo oficial había vuelto a presentarse. Preguntaba ahora si el ministro celebraría acuerdo esa tarde con los jefes de los departamentos pendientes de turno desde hacía dos semanas. Aguirre, impaciente y con destemplanza, había respondido:
—Cuando haya acuerdo lo comunicaré yo. Dígalo así a los jefes que preguntan… Y usted también, ¿a qué hora va a parar de estarme molestando?
Tras de lo cual, en fuga los entes del mundo oficinesco, el ministro de Guerra había podido seguir, por trecho considerable, el hilo de sus reflexiones.
Estas no se referían, como pudiera creerse, a los intereses de la República ni a las labores del ministerio. Aguirre sólo pensaba en su situación personal. Esa mañana había creído descubrir la fórmula aplicable a su lucha con Hilario Jiménez, a su conflicto con el Caudillo, y desde entonces no hacía sino entregarse de lleno, con la morbosidad de la idea fija, a los planes que esperaba llevar muy pronto a la práctica.
Quince minutos habrían pasado así cuando apareció por la puerta del pasillo –puesto el sombrero, el bastón en ristre- la figura de Remigio Tarabana.
—¿Hay paso?
Aguirre no se movió de su asiento, no volvió el rostro siquiera. Se contentó con ver de soslayo al visitante, conforme murmuraba entre dientes y puro:
—Hay paso.
Tarabana caminó entonces hasta el centro de la habitación y allí se detuvo. Traía ese aire, medio irónico, medio cínico, que en él quería decir: “negocio hecho”. Luego, en vista de que Aguirre no se dignaba fijar los ojos en él, se acercó hasta la mesa, acentuando al andar la sonrisa y el talante de su buena fortuna.
—¡Vaya una manera –exclamó- de recibir al mejor de los amigos, o, por lo menos, al amigo más útil!
Y trasladando a los actos el énfasis de las palabras, tiró de una butaca, se sentó, puso en la mesa el bastón y el sombrero y se dio a tamborilear sobre cuanto quedaba a su alcance. Aguirre no se movía.
—Pero ¿es que no hablas hoy? –dijo Tarabana; y agregó luego, soliloquiando-: Veremos si habla o no habla.
Sacó su cartera; de ella extrajo un papelito amarillo, que dobló con esmero, en forma que hiciera puente, y en seguida, poniéndolo sobre la mesa y dándole un papirotazo, hizo que viniera a quedar junto a la mano de Aguirre.
—¡Ahí va eso! –había dicho al momento de lanzar su proyectil.
Aguirre volvió entonces de su abstracción. Tomó el papel, lo desdobló y, de una ojeada, leyó en él las líneas de caracteres más visibles. El papelito amarillo era un cheque que decía:
Bank of Montreal.—Páguese al portador la cantidad de veinticinco mil pesos.—May-be Petroleum Co.—By M. D. Woodhouse.
—No está mal el negocio. El terreno me había costado novecientos pesos.
Y otra vez dejó Aguirre el cheque sobre la mesa.
Tarabana, mientras tanto, empapaba su sonrisa en cinismo e ironía.
—¡Con que al fin hablaste! ¡Con que no estás mudo! ¡Veinticinco mil pesos para que el joven ministro se quitara el puro de la boca y despegara los labios!... Sí, señor; eso es lo que dan por el terreno… por el terreno y por el servicio, o, si ha de decirse la verdad, sólo por el servicio, pues el terreno, a lo que me figuro, no vale ni cuartilla. Pero en fin, lo importante es que lo dan, y que lo dan sin que haya de firmarse ninguna escritura… ¿Quieres hacerme el favor de guardarte ese cheque en la cartera, en vez de abandonarlo de ese modo, como si nada te importase?
Aguirre dejó el cheque donde estaba.
—Y el servicio –preguntó-, ¿en qué consiste? Dímelo con entera exactitud.
—¡Otra vez! Lo he dicho de doscientas maneras: en dar las órdenes para que los terrenos ocupados por la Cooperativa Militar vuelvan desde luego a la “May-be Petroleum Co.”; y esto en vista de que la compañía (fíjate bien, porque así han de expresarlo las comunicaciones), en vista de que la compañía tiene perfectamente demostrados, a satisfacción de la Secretaría de Guerra, los derechos que le asisten…
—Muy bien, muy bien. Llama a Cisneros y díctale el oficio tú mismo.
—¡No, señor! ¡Nada de Cisneros! Estos no son asuntos de la secretaría particular. Las comunicaciones debe girarlas el departamento con todos los requisitos que sean del caso. Tal fue el convenio.
—Pero, ¿cuándo dijiste tú que había de girarlas necesariamente el departamento?
—Dije que las órdenes debían ir en regla, que da lo mismo… En fin, no discutamos. Si no te parece, desharemos lo hecho: devuelvo sus veinticinco mil pesos a la “May-be” y santas pascuas. Por otra cosa no paso… ¡Qué demonios! Esas gentes hacen demasiado pagando porque se las trate con justicia. ¿Y todavía así vamos a engañarlos? Ni como agente de ellos, ni como amigo tuyo avengo… Es además una vergüenza que la Secretaría de Guerra apoye en sus latrocinios a un grupo de militares bribones que andan organizando empresas petroleras con terrenos ajenos.
—El Caudillo les sugirió la idea.
—Tanto peor… Y así y todo, apuesto lo que gustes a que el Caudillo, y eso a pesar de ser él capaz de apropiarse todo México, no te ha dicho una sola vez que autorices el despojo de la “May-be”.
—Francamente no me lo ha ordenado nunca; pero con embozo, no una vez, muchísimas.
—Pues desautoriza entonces lo que se pretende, porque es un robo. Lo aseguro yo.
Aguirre estuvo un momento pensativo. Luego, tomando el cheque de sobre la mesa, observó:
—¿Y esto, Tarabana? ¿No hay también algo parecido al robo en el simple hecho de que acepte yo este dinero que tú me traes?
—Depende, hombre, depende… Axkaná, por ejemplo, diría que sí; pero Axkaná es hombre de libros. Yo, que vivo sobre la tierra, aseguro que no. La calificación de los actos humanos no es sólo punto de moral, sino también de geografía física y de geografía política. Y siendo así, hay que considerar que México disfruta por ahora de una ética distinta de las que rigen en otras latitudes. ¿Se premia entre nosotros, o se respeta siquiera, al funcionario honrado y recto, quiero decir al funcionario al que se tendría por honrado y recto en otros países? No; se le ataca, se le desprecia, se le fusila. ¿Y qué pasa aquí, en cambio, con el funcionario falso, prevaricador y ladrón, me refiero a aquel a quien se le calificaría de tal en las naciones donde imperan los valores éticos comunes y corrientes? Que recibe entre nosotros honra y poder, y, si a mano viene, aun puede proclamársele, al otro día de muerto, benemérito de la patria. Creen muchos que en México los jueces no hacen justicia por falta de honradez. Tonterías. Lo que pasa es que la protección a la vida y a los bienes la imparten aquí los más violentos, los más inmorales, y eso convierte en una especie de instinto de conservación la inclinación de casi todos a aliarse con la inmoralidad y la violencia. Observa a la policía mexicana: en los grandes momentos siempre está de parte del malhechor o es ella misma el malhechor. Fíjate en nuestros procuradores de justicia: es mayor la consideración pública de que gozan mientras más son los asesinatos que dejan impunes. Fíjate en los abogados que defienden a nuestros reos: si alguna vez se atreven a cumplir con su deber, los poderes republicanos desenfundan la pistola y los acallan con amenazas de muerte, sin que haya entonces virtud capaz de protegerlos. Total: que hacer justicia, eso que en otras partes no supone sino virtudes modestas y consuetudinarias, exige en México vocación de héroe o de mártir.
Aguirre había escuchado el discurso de Tarabana con demostraciones de complaciente incredulidad. Esbozaba sonrisas. Nada respondía. Tarabana prosiguió:
—Con que ya lo sabes. ¿Te sientes héroe? Devuélvele su cheque a la “May-be” y hazle justicia gratuitamente, de oficio. Porque devolverle el cheque y dejarla en el aprieto no sería honrado tampoco: equivaldría a ponerse de parte de los que roban. ¿Que no te sientes héroe ni cómplice del salteador? Muy bien; entonces debes aceptar lo que se estima vale tu servicio y prestarlo. Exigir más de ti se pasaría de lo justo. La nación te paga porque seas ministro de la Guerra (cargo que ocupas por motivos del todo ajenos al sueldo), pero no te paga para que concites en contra tuya los odios y los riesgos de proceder rectamente. Así las cosas, lo verdaderamente honrado consiste en obrar bien a cambio de honorarios equitativos. ¿Cuánto valen los terrenos que pelea la “May-be”? Dos o tres millones de pesos. ¿A ti cuánto puede costarte el simple hecho de declarar que los títulos de la compañía son legalmente intachables? No lo sabes tú mismo: el rompimiento final con el Presidente, el odio de muchos generales, tu carrera política, tu vida… ¿Por qué, pues, ha de haber robo en el hecho de que aceptes una pequeñísima suma a cambio de actos que, si no los ejecutas, te colocan de parte de los verdaderos pícaros, y si los ejecutas te exponen, de seguro, a dar tarde o temprano más de lo que ahora recibes? Créeme que, procediendo así, tú o cualquier ministro de los gobiernos de México se portan con mayor honradez que los cirujanos que cobran cinco mil pesos por una operación o los abogados que ponen minutas de cien mil. Quiero decir que los ministros, en tales casos, explotan menos su capacidad, ganan más a conciencia su dinero.
Aguirre, con el cheque entre los dedos, seguía sonriendo. Al fin exclamó:
—¿Quieres que te diga la verdad, Tarabana? Eres un sinvergüenza de mucho talento y yo, aunque sin tu talento, soy otro sinvergüenza.
—¡Hombre!
—… Sí. Ahora, que a mí me queda una virtud que tú ya has perdido: la de no justificarme, la de saber que soy un sinvergüenza y reconocerlo de plano. ¿A que no lo declaras tú con la misma sencillez?
—Diría una mentira.
—Dirías la verdad; sería entonces cuando dirías la verdad…
—Yo te aseguro que…
—¡Ah! ¿No? Muy bien, muy bien; dejemos entonces el punto y vamos a lo que importa. Mira: me embolso los veinticinco mil pesos. Voy también a darte las comunicaciones según las quieres. Pero ya que hablas de moral, no confundas los móviles. ¿Sabes por qué tomo el dinero? No porque me figure que el tomarlo está bien hecho; no soy tan necio. Lo tomo porque lo necesito, razón, ésta sí, definitiva, concluyente: “porque lo necesito”. En cuanto a tus silogismos, no podrían convencerme; son buenos para los acomodaticios y los pusilánimes, y yo, aunque sinvergüenza, no me rebajo a tal extremo. Soy un sinvergüenza, pero un sinvergüenza dotado de valor y de voluntad.
Al pronunciar las últimas palabras, Aguirre había tocado uno de los timbres que alineaban sobre la mesa. Segundos después su secretario particular apareció.
—Señor Cisneros –ordenó el ministro-, vaya usted en persona, se lo ruego, a la oficina del general Olagaray y dígale que se presente aquí inmediatamente trayendo el legajo de la “May-be”.


1929

martes, 25 de marzo de 2014

Ulises criollo (José Vasconcelos)



ADRIANA

Con motivo de estas innobles embestidas de la oposición, me referiré a la mujer que ejerció tanta influencia en cierta época de mi vida. La llamaremos Adriana. Se presentó en mi despacho con tarjeta del propio Madero. Necesitaba abogado, pero no ante los tribunales, sino ante la opinión. Hacía tiempo que la molestaban bajamente sólo porque se había atrevido a inaugurar un servicio de enfermeras neutrales, cuando la Cruz Roja porfirista declaró que no curaría a los rebeldes. El país entero aclamo entonces como heroína a quien supo reclutar mujeres y médicos para acudir al campo rebelde, desatendiendo el servicio oficial. Pero ahora se volvían contra ella, a veces hasta los mismos que la habían aplaudido. Su fidelidad al Gobierno la arrastraba en la misma ola de fango que a nosotros nos batía. Sin titubeo escribí una serie de artículos apasionados en defensa de la correligionaria y en homenaje de la mujer cuya belleza notoria desde el primer momento me fascinó. Para caracterizar su atractivo desenterré la frase de Eurípides: “Hermosura punzante como la de una rosa…”
Era una Venus elástica, de tipo criollo provocativo y risa voluptuosa. Pronto comprobé que era una de las raras mujeres que no desilusionan en la prueba, sino que avivan el deseo, acrecientan la complacencia más allá de lo que promete la coquetería y lo que exige la ambición.
Para platicar de sus asuntos me visitaba en el bufete cuando concluía la jornada. Algunas veces esperaba mientras atendía a algún cliente de última hora o daba las órdenes para el trabajo del día siguiente. Luego salíamos; tomados del brazo, caminando por las calles más concurridas, olvidados de la gente y sus acechanzas. Acababa de ascender Madero a la Presidencia. Celebraba la ciudad las “posadas” tradicionales; mi esposa las festejaba con sus amistades de Oaxaca. Los familiares de Adriana también se divertían en su círculo. Ella y yo, los dos solitarios, más bien acompañados del mundo, comprábamos de paso la langosta en el Colón, y champaña, y tomábamos el camino de Tizapán. Vivía allí, en una pequeña quinta que le cediera provisionalmente su padre, modesta de habitaciones, pero con un jardín lozano y árboles seculares.
Las palabras de Adriana fluían como las notas de la flauta que hipnotiza a las bestias. Desde hacía años la serpiente de mi sensualidad reclamaba una encantadora. A su lado brotaba de mi corazón la ternura y de mis sentidos el goce. La boca de Adriana, fina y pequeña, perturbaba por un leve bozo incesante. Unos dientes blancos, bien recortados, intactos sobre la encía limpia, iluminaban su sonrisa. La nariz corta y altiva temblaba en las ventanillas voluptuosas, un hoyuelo en cada mejilla le daba gracia, y los ojos negros, sombreados, abismales, contrastaban con la serenidad de una frente casi estrecha y blanca, bajo la negra cabellera abundosa. Decía de ella la fama que no se le podía encontrar un solo defecto físico. Su andar de piernas largas, caderas anchas, cintura angosta y hombros estrechos, hacían volver a la gente a mirarla. Largo el cuello, corto el busto, aguzados los senos, ágilmente musical el talle, suelto el ademán, estremecía dulcemente el aire desalojado por su paso. Bajo la falda, una pantorrilla gruesa remataba en tobillo airoso, redondo, y empeine arqueado de danzarina. El vientre de Adriana era digno de la esmeralda de Salomé. Deprimido el estómago, adelantado en el pubis. Cuando vestía seda entallada, color de vino, su cutis delicado era nácar y oro. Y bastaba tocarle la mano para sentir la voluptuosidad de los serrallos.
Tan rara perfección del demonio andaba ya por los treinta y no había llegado a bailarina famosa ni a reina. De broma solía decirle que era lo mejor del botín revolucionario, por lo que yo me la adjudicaba. La vida anterior de Adriana era un tanto misteriosa; casada y divorciada una vez, viuda otra, conocía el idioma inglés con esa perfección que no se adquiere en los libros. Por el Sur de Estados Unidos vivió una temporada y allí aprendió enfermería. Entre sus ascendientes había un ministro de Juárez y emigrantes vascos establecidos desde antiguo por Veracruz. Era perseguida de pretendientes y murmuradores. Para dormir a su lado era preciso guardar un ojo al acecho. Especialmente en aquella casa quinta de árboles frondosos y tapias altas, donde caían, ya tarde, dos o tres hermanos celosos.
Uno de los más recientes caprichos de Adriana había sido presentarse en una asamblea de estudiantes de Medicina, donde se hacía censura de su gestión como enfermera en campaña. Al principio, su belleza se impuso; pero se mostró gobiernista en su discurso, y ciertos galanteadores despechados hicieron correr la voz de que era amante de Madero; la heroica asamblea se puso a sisearla. Ocurrió todo esto días antes de que yo la dirigiera. Lo primero que le aconsejé fue la abstención completa de toda presencia en público y el silencio. Que me dejara a mí liquidar esas cuentas; ya llegaría la ocasión.
Se presentó ésta, justamente, con motivo de las manifestaciones antimaderistas que siguieron a la vista de Manuel Ugarte. Los estudiantes, equivocados, se hacían instrumento de los enemigos del nuevo régimen o del sentir de sus familiares heridos en algún interés personal, o simplemente resultaban un reflejo de la pasión acumulada en el ambiente del momento. Lo cierto es que llevaban días de celebrar juntas y pronunciar discursos por plazas y calles. Nos acusaban de falta de patriotismo. El Gobierno despilfarraba, si no es que robaba, los dineros de la reserva acumulada por Porfirio Díaz. La nación estaba en peligro. La juventud debía actuar. Crecidos en sus exigencias, los alumnos de Jurisprudencia echaban de la Dirección a Luis Cabrera. Otro grupo se había ido a buscar profesores del porfirismo para fundar la Escuela Libre de Derecho. Para campeones de la ley buscaban a los antiguos servidores de la tiranía. Sin embargo, todo el mundo observaba y callaba. La prensa toda tomó el partido de la “juventud”. Se erguía el fetiche del estudiante.
Tanta confusión de valores me irritaba aun sin estar yo mezclado en ella, pero ahora la amistad con Adriana me encendió. Llamé a un reportero del diario más leído; le entregué unas declaraciones. Recordaba en ellas el envilecimiento de la clase estudiantil durante el porfirismo. Hacía memoria de las mascaradas de adhesión al caudillo encabezadas con los estandartes de las escuelas que tantas veces así deshonramos. Que no anduvieran hablando ahora de la libre Escuela de Jurisprudencia, porque no había sabido serlo durante la tiranía y ahora abusada de la libertad. “Que no se ufanaran nada más de ser jóvenes, porque se podía ser joven y servil como lo fuera la mayoría que no se conmovió con nuestra prédica revolucionaria, que no contribuyó al peligro ni oyó la voz del deber…” El efecto fue inmediato; se juntaron todas las escuelas y decidieron celebrar una manifestación de protesta en contra de mi persona. Por momentos recibía de los amigos las noticias de la marcha de los debates y de los términos del plan aprobado. Los diarios de la tarde publicaron los discursos adversos y el programa de la manifestación hostil. Una palpitación de odio conmovió a la ciudad. A eso de las seis de la tarde desembocaba la columna por Plateros. Varios miles de colegiales venían de sus escuelas del rumbo de San Ildefonso y se dirigían a mi despacho en la calle San Francisco. Avanzaban por la avenida gritando “mueras” y deteniéndose en las esquinas para pronunciar discursos. El público de paseantes, que a esa hora llena la avenida, escuchaba con maledicencia y curiosidad. Por la lengua ingenua de la juventud hablaba el rencor anónimo. Algunos oradores no me conocían, pero se exaltaban adjetivándome. Cuando llegaron casi a la esquina de la High Life, cerré mi balcón y bajé a la calle para curiosear. Me situé enfrente por el callejón de los Azulejos. Allí, con la salida franca, escuché la algarabía. No pasó de algún vidrio roto en los bajos. Los manifestantes llegaron ya cansados, y como mi balcón era alto y lo vieron a oscuras, duraron poco en su labor ofensiva. Se dispersaban ya cuando un grupo me vio, al borde de la acera. La sorpresa de encontrarme a pie, revuelto entre ellos, me dio tiempo para cambiar de calle y perderme de nuevo entre la gente. A la vuelta tomé un taxi. No había querido que uno solo de mis amigos me acompañara en el trance, porque secretamente y en el sitio previamente convenido me esperaba Adriana. La encontré excitada, nerviosa, casi dichosa. Ella también había buscado la manifestación y desde un auto la siguió a distancia.
¿Ahora qué haría yo? ¡Qué bien que les había dolido el castigo! ¿Y qué más iba yo a decirles? Por lo pronto resolvimos cenar juntos. Después, ¡si los muchachos hubieran podido imaginar mi gratitud! Pocas veces un vencedor fue tan ampliamente recompensado.


 1935


domingo, 9 de marzo de 2014

Mujeres (Charles Bukowski)

Donny trajo la bebida y se puso a hablar con Dee Dee. Parecían conocer a la misma gente. Yo no conocía a nadie. Costaba mucho lograr excitarme. No me importaba. No me gustaba Nueva York. No me gustaba Hollywood. No me gustaba el rock. No me gustaba nada. Quizás tuviese miedo. Eso era, sentía miedo. Quería sentarme solo en una habitación con las persianas bajadas. Me recreé un poco con ello. Yo era chiflado. Un lunático. Y Lydia se había ido.
Acabé mi bebida y Dee Dee me pidió otra. Empecé a sentirme como un chulo mantenido y era magnífico. Ayudaba a mi melancolía. No hay nada peor que estar en la ruina y ser abandonado por tu mujer. Nada qué beber, sin trabajo, sólo las paredes, sentarse allí mirando a las paredes y cavilando. Así es como vuelven las mujeres a ti, pero hace daño y a ellas también las debilita. O eso me gustaba creer.
El desayuno era bueno. Huevos guarnecidos con una variedad de frutas… piñas, melocotones, peras… grandes nueces de temporada. Era un buen desayuno. Acabamos y Dee Dee me pidió otra copa. El pensamiento de Lydia todavía continuaba dentro de mí, pero Dee Dee me gustaba. Su conversación era inteligente y entendida. Conseguía hacerme reír, que era lo que necesitaba. Mi risa estaba allí concentrada dentro de mí esperando a salir como un volcán: JAJAJAJAJA, oh dios mío oh JAJAJAJAJA. Me sentía muy bien cuando ocurría. Dee Dee sabía unas cuantas cosas acerca de la vida. Dee Dee sabía que lo que le pasaba a uno le pasaba a la mayoría de nosotros. Nuestras vidas no eran tan diferentes, aunque nos gustase pensar lo contrario.
El dolor es extraño. Un gato que mata a un pájaro, un coche accidentado, un incendio… llega el dolor, BANG, y allí está, se introduce en ti. Es real. Y para cualquiera que te vea, parecerás un imbécil. Como si te hubiese caído una idiotez repentina. No hay cura para ello mientras no encuentres a alguien que comprenda cómo te sientes y sepa cómo ayudarte.
Volvimos a su coche.
-Conozco justo el lugar donde llevarte para que te animes –dijo Dee Dee. Yo no contesté. Me dejaba llevar como si fuera un inválido. Lo que era.
Le dije a Dee Dee que parase en un bar. Uno de los suyos. El camarero la conocía.
-Este –me dijo mientras entrábamos- es el bar donde se dejan caer muchos escritores. Y también gente de teatro.
Todos me disgustaron inmediatamente, ahí sentados actuando como seres inteligentes y superiores. Tratando de anularse entre sí. La peor cosa para un escritor es conocer a otro escritor, y peor que eso, conocer a muchos escritores. Como moscas en la misma trampa.
-Vamos a coger una mesa –dije yo. Y allí estaba, un escritor de 65 dólares a la semana sentado en una sala rodeado de otros escritores, escritores de mil dólares a la semana. Lydia, pensé, estoy prosperando. Te arrepentirás. Algún día entraré en restaurantes de lujo y seré reconocido. Tendrán reservada una mesa especial para mí en el fondo, junto a la cocina.
Nos trajeron nuestras bebidas y Dee Dee me miró.
-Eres bueno con la lengua. Nunca nadie me lo ha comido tan bien.
-Lydia me enseñó. Luego yo le añadí algunos toques propios.
Un joven de piel oscura se levanto y se acercó hasta nuestra mesa. Dee Dee nos presentó. El chico era de Nueva York, escribía para el Village Voice y otras revistas de Nueva York. Dee Dee y él se entregaron por un rato al parloteo de nombres y entonces él preguntó:
-¿Qué hace tu marido?
-Tengo un gimnasio –dije-. Boxeadores. Cuatro buenos chicos mexicanos. Y un chaval negro. Un verdadero bailarín. ¿Cuánto pesas tú?
-78 kilos. ¿Fuiste boxeador? Tu cara parece haber recibido buenas zurras.
-He recibido unas cuantas. Podemos meterte en los 70 kilos. Necesito un peso ligero sudaca.
-¿Cómo has sabido que yo era sudamericano?
-Estás sosteniendo el cigarrillo con la mano izquierda. Pásate por el gimnasio de Main Street. El lunes por la mañana. Empezaremos a entrenarte. Los cigarrillos fuera. ¡Puedes ir tirando ése!
-Oye, tío, yo soy escritor. Uso una máquina de escribir. ¿Nunca has leído nada mío?
-Yo sólo leo la página de sucesos… asesinatos, violaciones, peleas, estafas, accidentes y la columna de Ann Landers.
-Dee Dee –dijo él-, tengo una entrevista con Rod Stewart dentro de treinta minutos. Tengo que irme. –Se fue.
Dee Dee pidió otro par de copas.
-¿Por qué no te puedes comportar decentemente con las personas? –me preguntó.
-Por miedo –dije yo.
(1979)

jueves, 6 de febrero de 2014

El complot mongol (Rafael Bernal)



A mi edad ya es bueno tomar las cosas con calma para gozarlas, pero nunca lo he hecho. Y cómo estaba eso de que sólo tres hombres en México saben de este asunto; y conmigo ya somos cuatro; y luego el ruso; y el gringo; y los que les dieron sus órdenes al ruso y al gringo. Y los dos cuates que están en el Pontiac, pero ésos ya no saben nada. Y los chinos del Café Cantón. Y la policía de Mongolia Exterior. Y luego, ¿por qué me dieron a mí esta investigación? ¡Pinche investigación! Todavía ni empezamos en serio y ya van dos muertos. Muertos pinches, eso sí, que todavía no llegamos a los cadáveres. Y Martita muy seria, viéndolo todo. Como si estuviera acostumbrada. Y escogió esta noche para venirse conmigo. ¿No me estará jugando de a feo? Y yo, en lugar de aprovecharme, le hago a la novela Palmolive. ¡Pinche novela! Y también haciéndole a la intriga internacional. Como si no hubiera competencia. Ando en el equipo de Hitler y de Stalin y de Truman. ¿Y usted cómo anda en su cuenta de muertos? Pues yo a lo nacional, que es como decir a la antigüita. Ya ven que somos medio subdesarrollados. A pura bala. A veces creo que es cuestión de cantidad. Entre más muertos se hacen, menos le andan saliendo a uno en la noche. Los dos primeros como que me andaban malhoreando. La viuda del finado Casimiro se me quedó pegada mucho tiempo. Lo mismo que el finado. Hay muertos que se vuelven pegajosos como la melcocha. Y hay veces que hasta dan ganas de lavarse las manos. Y ora que me besó Martita, no quisiera ni tocarme la cara. ¡Pinche Martita! Para mí que me está jugando una chingadera. Como las he jugado yo tantas veces. Si no voy a conocerlas, si parece que las inventé yo mero. Pero toda esa gente que sabe del negocio no me gusta. Para andar en estos asuntos, hay que andar solo. Y hasta uno solo es demasiada gente. Que no sepa la mano izquierda lo que hace la derecha. ¿Y para qué andar de hocicón? Los hocicones como que viven poco. Pico de cera, que el pez por la boca muere. Y a mí, hasta ahora, no me ha tocado ser el muerto, como le tocó a mi compadre Zambrano en el lío de San Luis Potosí. Se lo quebraron por puritito hocicón. Allí en el burdel de la Alfonsa se lo quebraron. Yo no estuve allí. Yo no lo maté. Pero yo di el pitazo de que andaba hablando más de la cuenta y luego me quedé amariconado en el hotel. Más valiera haber ido y haberlo matado yo. Dicen que padeció mucho, porque le pegaron en la barriga y no lo querían rematar. La Alfonsa, con todo y que era su querida, pedía que lo remataran. Pero los cuates que hicieron ese trabajo no sabían de esas cosas. Parece que se espantaron. Dicen que uno hasta se orinó. Debí ir yo mismo. Era lo menos que podía hacer por mi compadre Zambrano. Ver que tuviera una buena muerte, como le corresponde a todo fiel cristiano. Y mi compadre Zambrano era bueno para las viejas. No se le iba una, por las buenas o las malas. Y allí está Martita en la recámara y yo aquí haciéndole al Vasconcelos con purititas memorias. ¡Pinche maricón! Y a la noche siguiente, en el velorio, me eché a la Alfonsa. Olía a mujer llorada. Y como que me tomó odio desde ese día. Capaz y supo algo. ¡Pinche Alfonsa! Estaba buena. Y ora, ¿para qué andar con las memorias? De memorias no vive nadie, sólo el que no ha hecho nada. ¡Pinches memorias! Van saliendo como la cruda. Por eso los borrachos se vomitan, para no acordarse, y los que son nuevos se vomitan a su primer finado. Como para echarlo fuera. Pero hay que ser borracho viejo, con su alcaseltzer dentro. Y así todo se nos va quedando y se nos van haciendo memorias con eso que se nos va quedando. Menos mal que no se nos queda todo. En especial de los tiempos de cuando uno es muchacho y es maje. A veces creo que ya no me acuerdo de cómo se llamaba la muchachona esa, Gabriela Cisneros. ¿Para qué acordarse del nombre de una mujer? Una mujer es como cualquier otra. Todas con agujerito. Gabriela Cisneros. Y yo de muchacho rogón y ella dando puerta. Y que nos cae don Romualdo Cisneros cuando la tenía en esa huerta de Yurécuaro. Ya casi la tenía en pelota. Y Romualdo hizo que me arrodillara allí en la tierra y me bajara los pantalones y me dio de planazos con el machete. Allí, frente a Gabriela Cisneros. Y yo me puse a llorar y le dije que me quería casar con ella y don Romualdo me dio una patada en la boca. Y Gabriela Cisneros hacía como si llorara, pero se estaba riendo. Y no se tapaba las piernas. Y yo allí, llorando y con las nalgas de fuera, coloradas como si tuvieran vergüenza. Y don Romualdo dijo que él no quería por yerno al hijo de la Charanda. Así le decían a mi vieja. Al viejo nunca supe cómo le decían, porque nunca supe quién era. Unos años más tarde volví a Yurécuaro. Sería por el veintinueve o treinta, pero ya Romualdo Cisneros se había pelado para la capital y Gabriela se había fugado con un teniente que la dejó preñada en Santa Lucrecia o por allá. Sí, las cosas se le van quedando a uno dentro, sobre todo como ésa, cuando la deja uno a medias. Ni la intriga internacional ni este asunto de Martita. Y también se va aprendiendo a no contar las cosas. Hay cosas que no se cuentan o, por mejor decir, no hay cosas que se cuenten. Para no acabar como el compadre Zambrano, que lo mataron por hocicón. Sólo las viejas lo andan contando todo, por lo menos lo que quieren contar. Y por eso a las viejas hay que tomarlas una vez o dos y dejarlas. ¡Pinches viejas! Y para no andar contando cosas, lo mejor es olvidarlas. ¿Y si le cuento todo a Martita? Cuando tenía las nalgas coloradas de los planazos, como si tuvieran vergüenza. Cuando lo del compadre Zambrano. Más que contarle cosas, ya debería estar acostado con ella. ¡Pinche Martita! Capaz y se está riendo. Pero a lo mejor sale más suave así, con calma.


1969


martes, 7 de enero de 2014

Kim (Rudyard Kipling)



El porche trasero de la tienda estaba construido sobre la ladera cortada a pico, y al asomarse se veían debajo los cañones de las chimeneas de los vecinos, como es normal en Simla. Pero incluso más que el desayuno decididamente persa preparado por el sahib Lurgan con sus propias manos, a Kim le fascinó la tienda. El museo de Lahore era más grande, pero aquí había más maravillas: dagas de fantasmas y ruedas de oraciones del Tíbet; collares de turquesas y de ámbar en bruto; brazaletes de jade verde; bastoncitos de incienso curiosamente empaquetados en tarros con incrustación de granates en bruto; las máscaras de diablos de la noche anterior y una pared cubierta de colgaduras de color azul eléctrico; Budas dorados y altarcitos portátiles de laca; samovares rusos con turquesas en la tapa; juegos de delicadísima porcelana en extrañas cajas octogonales de caña; crucifijos de marfil amarillo… procedentes nada menos que de Japón, según manifestó el sahib Lurgan; alfombras en fardos polvorientos, espantosamente malolientes, escondidas tras biombos rotos y podridos de dibujo geométrico; aguamaniles persas para lavarse las manos después de las comidas; incensarios de cobre mate, ni chinos ni persas, con una banda de fantásticos demonios corriendo por toda su circunferencia; cinturones de plata deslustrada que se anudaban como cuero sin curtir; horquillas de jade, marfil y calcedonia; armas de todos los tipos y clases, y un millar de otras curiosidades estaban embaladas, o amontonadas, o simplemente tiradas por la habitación dejando tan sólo un espacio libre en torno a la desvencijada mesa de madera donde trabajaba el sahib Lurgan.
-Esas cosas no son nada –dijo su anfitrión, siguiendo la mirada de Kim-. Las compro porque son bonitas, y a veces las vendo… si me agrada el aspecto del comprador. Mi trabajo está sobre la mesa… parte de él.
Las piedras preciosas resplandecían con la luz de la mañana: destellos rojos y azules y verdes, subrayados por la violenta llamarada azul casi blanca de un brillante de cuando en cuando. Los ojos de Kim se dilataron de admiración.
-Sí, esas piedras están muy bien. No les perjudica tomar el sol. Además son baratas. Pero con las piedras enfermas es muy distinto. –Llenó de nuevo el plato de Kim-. Nadie, excepto yo, sabe cómo tratar una perla enferma y devolver el azul a las turquesas. No incluyo los ópalos, cualquier necio puede sanar un ópalo, pero para una perla enferma sólo estoy yo. ¡Supón que me muriera! Entonces no quedaría nadie… ¡No, no! no puedes hacer nada con joyas. Será suficiente con que entiendas algo acerca de la Turquesa…, algún día.
Se trasladó al extremo del porche para volver a llenar en el filtro la pesada jarra de arcilla porosa.
-¿Quieres beber?
Kim asintió con la cabeza. El sahib Lurgan, a cinco metros de distancia, puso una mano en la jarra. Un instante después estaba junto al codo de Kim, llena hasta un centímetro del borde, y tan sólo una pequeña arruga en el mantel blanco marcaba el lugar por donde se había deslizado.
Kim lanzó una exclamación de absoluto asombro.
-Eso es magia.
La sonrisa del sahib Lurgan reveló que el elogio le había complacido.
-Lánzamela.
-Se romperá.
-Te digo que me la vuelvas a tirar.
Kim la arrojó al azar. Se quedó corta y cayó, rompiéndose en cincuenta pedazos, al mismo tiempo que el agua se derramaba por las tablas sin desbastar las tablas del porche.
-Dije que se rompería.
-No importa. Mírala. Fíjate en el trozo más grande.
El trozo más grande tenía un brillo de agua en la curva, como si fuese una estrella sobre el suelo. Kim miró con fijeza. El sahib Lurgan le puso suavemente una mano en la nuca, se la acarició dos o tres veces y susurró:
-¡Fíjate! Las piezas van a unirse otra vez, una a una. Primero el trozo más grande se unirá con los dos que tiene a derecha e izquierda… a derecha e izquierda. ¡Fíjate!
Kim no hubiera podido volver la cabeza ni por salvar la vida. La suave caricia le mantenía como atornillado, y sentía un agradable hormigueo por todo el cuerpo. Había ya un trozo muy grande de jarra en lugar de los tres anteriores, y sobre ellos la imprecisa silueta de la vasija en su totalidad. Kim veía el porche a través suyo, pero se espesaba y oscurecía con cada latido del pulso. Y sin embargo -¡qué despacio acudían los pensamientos!- la jarra se había roto delante a sus ojos. Otra oleada de fuego cosquilleante le corrió cuello abajo al mover la mano el sahib Lurgan.
-¡Fíjate! Ya está adquiriendo forma –dijo su anfitrión.
Hasta entonces Kim había estado pensando en hindi, pero tuvo un estremecimiento, y con un esfuerzo como el de un nadador que, al ver tiburones, se proyecta a sí mismo a medias fuera del agua, su mente salió de una oscuridad que se la estaba tragando y se refugió en… ¡la tabla de multiplicar en inglés!
-¡Fíjate! Ya se está formando.
La jarra se había roto… sí, roto…, la palabra indígena, no; no iba a pensar en ella… sino en romper, roto… en cincuenta trozos, y dos veces tres eran seis, y tres veces tres eran nueve, y cuatro veces tres, doce. Se aferró desesperadamente a la repetición. La silueta imprecisa de la jarra se disolvió como una niebla después de frotarse los ojos. Allí estaban los pedazos rotos; el agua derramada secándose al sol, y a través de las grietas del suelo del porche se veía, dividida en franjas, la pared blanca de la casa de abajo… y ¡tres veces doce eran treinta y seis!
-¡Fíjate! ¿No está adquiriendo forma? –preguntó el sahib Lurgan.
-Pero está rota…, rota –jadeó Kim. El sahib Lurgan llevaba medio minuto murmurando en voz baja-. ¡Mire! ¡Dekho! Está igual que antes.
-Está igual que antes –dijo Lurgan, contemplando a Kim detenidamente mientras el muchacho se frotaba el cuello-. Pero tú eres el primero entre muchos que lo ha visto así. –Se limpió el sudor de la amplia frente.
-¿También eso era magia? –preguntó Kim, receloso. Había desaparecido el hormigueo de su cuerpo y se sentía extraordinariamente despierto.
-No; no era magia. Se trataba tan sólo de ver si había… un defecto en una joya. A veces joyas muy finas se deshacen si un hombre las aprieta con la mano y sabe cómo hacerlo. Por eso hay que tener cuidado antes de montarlas. Dime, ¿viste la forma de la jarra?
-Durante muy poco tiempo. Empezó a crecer del suelo como una flor.
-Y después, ¿qué hiciste? Quiero decir, ¿cómo pensaste?
-Sabía que estaba rota y, por lo tanto, creo, eso fue lo que pensé… y estaba rota.
-¡Hummm! ¿Hay alguien que haya hecho este tipo de magia contigo anteriormente?
-Si así fuera –dijo Kim-, ¿cree usted que lo permitiría una segunda vez? Saldría corriendo.
-Y ahora no tienes miedo, ¿eh?
-Ahora no.
El sahib Lurgan le miró con más detenimiento que nunca.
-Se lo preguntaré a Mahbub Alí… ahora no, dentro de unos días –murmuró-. Estoy contento contigo…, sí; y estoy contento contigo…, no. Eres el primero que se ha librado. Me gustaría saber qué ha sido lo que… Pero tienes razón. No debes decirlo…, ni siquiera a mí.
Se volvió hacia la penumbra de la tienda y se sentó en la mesa, frotándose las manos suavemente. De detrás de una pila de alfombras salió un débil gemido ronco. Era el niño hindú, obedientemente sentado de cara a la pared. El desconsuelo agitaba sus frágiles hombros.

1901