A mi edad ya es bueno tomar las cosas con calma para gozarlas, pero
nunca lo he hecho. Y cómo estaba eso de que sólo tres hombres en México saben
de este asunto; y conmigo ya somos cuatro; y luego el ruso; y el gringo; y los
que les dieron sus órdenes al ruso y al gringo. Y los dos cuates que están en
el Pontiac, pero ésos ya no saben nada. Y los chinos del Café Cantón. Y la
policía de Mongolia Exterior. Y luego, ¿por qué me dieron a mí esta investigación?
¡Pinche investigación! Todavía ni empezamos en serio y ya van dos muertos.
Muertos pinches, eso sí, que todavía no llegamos a los cadáveres. Y Martita muy
seria, viéndolo todo. Como si estuviera acostumbrada. Y escogió esta noche para
venirse conmigo. ¿No me estará jugando de a feo? Y yo, en lugar de
aprovecharme, le hago a la novela Palmolive. ¡Pinche novela! Y también haciéndole
a la intriga internacional. Como si no hubiera competencia. Ando en el equipo
de Hitler y de Stalin y de Truman. ¿Y usted cómo anda en su cuenta de muertos?
Pues yo a lo nacional, que es como decir a la antigüita. Ya ven que somos medio
subdesarrollados. A pura bala. A veces creo que es cuestión de cantidad. Entre
más muertos se hacen, menos le andan saliendo a uno en la noche. Los dos
primeros como que me andaban malhoreando. La viuda del finado Casimiro se me
quedó pegada mucho tiempo. Lo mismo que el finado. Hay muertos que se vuelven
pegajosos como la melcocha. Y hay veces que hasta dan ganas de lavarse las
manos. Y ora que me besó Martita, no quisiera ni tocarme la cara. ¡Pinche
Martita! Para mí que me está jugando una chingadera. Como las he jugado yo
tantas veces. Si no voy a conocerlas, si parece que las inventé yo mero. Pero
toda esa gente que sabe del negocio no me gusta. Para andar en estos asuntos,
hay que andar solo. Y hasta uno solo es demasiada gente. Que no sepa la mano
izquierda lo que hace la derecha. ¿Y para qué andar de hocicón? Los hocicones
como que viven poco. Pico de cera, que el pez por la boca muere. Y a mí, hasta
ahora, no me ha tocado ser el muerto, como le tocó a mi compadre Zambrano en el
lío de San Luis Potosí. Se lo quebraron por puritito hocicón. Allí en el burdel
de la Alfonsa se lo quebraron. Yo no estuve allí. Yo no lo maté. Pero yo di el
pitazo de que andaba hablando más de la cuenta y luego me quedé amariconado en
el hotel. Más valiera haber ido y haberlo matado yo. Dicen que padeció mucho,
porque le pegaron en la barriga y no lo querían rematar. La Alfonsa, con todo y
que era su querida, pedía que lo remataran. Pero los cuates que hicieron ese
trabajo no sabían de esas cosas. Parece que se espantaron. Dicen que uno hasta
se orinó. Debí ir yo mismo. Era lo menos que podía hacer por mi compadre
Zambrano. Ver que tuviera una buena muerte, como le corresponde a todo fiel
cristiano. Y mi compadre Zambrano era bueno para las viejas. No se le iba una,
por las buenas o las malas. Y allí está Martita en la recámara y yo aquí haciéndole
al Vasconcelos con purititas memorias. ¡Pinche maricón! Y a la noche siguiente,
en el velorio, me eché a la Alfonsa. Olía a mujer llorada. Y como que me tomó
odio desde ese día. Capaz y supo algo. ¡Pinche Alfonsa! Estaba buena. Y ora,
¿para qué andar con las memorias? De memorias no vive nadie, sólo el que no ha
hecho nada. ¡Pinches memorias! Van saliendo como la cruda. Por eso los
borrachos se vomitan, para no acordarse, y los que son nuevos se vomitan a su
primer finado. Como para echarlo fuera. Pero hay que ser borracho viejo, con su
alcaseltzer dentro. Y así todo se nos va quedando y se nos van haciendo
memorias con eso que se nos va quedando. Menos mal que no se nos queda todo. En
especial de los tiempos de cuando uno es muchacho y es maje. A veces creo que
ya no me acuerdo de cómo se llamaba la muchachona esa, Gabriela Cisneros. ¿Para
qué acordarse del nombre de una mujer? Una mujer es como cualquier otra. Todas
con agujerito. Gabriela Cisneros. Y yo de muchacho rogón y ella dando puerta. Y
que nos cae don Romualdo Cisneros cuando la tenía en esa huerta de Yurécuaro.
Ya casi la tenía en pelota. Y Romualdo hizo que me arrodillara allí en la
tierra y me bajara los pantalones y me dio de planazos con el machete. Allí,
frente a Gabriela Cisneros. Y yo me puse a llorar y le dije que me quería casar
con ella y don Romualdo me dio una patada en la boca. Y Gabriela Cisneros hacía
como si llorara, pero se estaba riendo. Y no se tapaba las piernas. Y yo allí,
llorando y con las nalgas de fuera, coloradas como si tuvieran vergüenza. Y don
Romualdo dijo que él no quería por yerno al hijo de la Charanda. Así le decían
a mi vieja. Al viejo nunca supe cómo le decían, porque nunca supe quién era.
Unos años más tarde volví a Yurécuaro. Sería por el veintinueve o treinta, pero
ya Romualdo Cisneros se había pelado para la capital y Gabriela se había fugado
con un teniente que la dejó preñada en Santa Lucrecia o por allá. Sí, las cosas
se le van quedando a uno dentro, sobre todo como ésa, cuando la deja uno a
medias. Ni la intriga internacional ni este asunto de Martita. Y también se va
aprendiendo a no contar las cosas. Hay cosas que no se cuentan o, por mejor
decir, no hay cosas que se cuenten. Para no acabar como el compadre Zambrano,
que lo mataron por hocicón. Sólo las viejas lo andan contando todo, por lo
menos lo que quieren contar. Y por eso a las viejas hay que tomarlas una vez o
dos y dejarlas. ¡Pinches viejas! Y para no andar contando cosas, lo mejor es
olvidarlas. ¿Y si le cuento todo a Martita? Cuando tenía las nalgas coloradas
de los planazos, como si tuvieran vergüenza. Cuando lo del compadre Zambrano. Más
que contarle cosas, ya debería estar acostado con ella. ¡Pinche Martita! Capaz
y se está riendo. Pero a lo mejor sale más suave así, con calma.
1969