lunes, 22 de julio de 2013

Retrato del artista adolescente (James Joyce)

Stephen se hallaba en una fiesta de niños en Harold’s Cross. Aquella actitud suya de observador silencioso se había apoderado de él en aquella ocasión, así que apenas si participaba de los juegos. Los niños iban de un lado a otro llevando los residuos de los triquitraques de Navidad, bailando y retozando ruidosamente. Y aunque él trataba de participar del regocijo de los otros chicos, se sentía como una figura sombría entre los bicornios de ellos y los sombreretes de tela de ellas.
Cuando hubo cantado su canción, se retiró a un rincón apartado de la estancia, y comenzó a gustar el encanto de su aislamiento. El júbilo que al principio le había parecido falso y trivial, era ahora para él como una brisa confortante que se filtraba alegremente por sus sentidos y que ocultaba a los ojos ajenos la agitación febril de su sangre, cada vez que, a través del círculo de los bailarines y entre la música y la algazara, volaba hasta su rincón la mirada de Ella, como una provocación, como una promesa que viniera a explorar su corazón y a excitarlo.
En el vestíbulo se estaban poniendo los abrigos los niños que habían permanecido hasta el fin; la fiesta había terminado. Ella se echó un chal por encima y salieron juntos. Su cabeza encapuchada se rodeó de un fresco nimbo de aliento y sus zapatitos repiqueteaban alegremente sobre el suelo cubierto de cristalitos de hielo.
Era el último tranvía. Los flacos caballos castaños lo sabían y movían las campanillas como para anunciarlo a la noche clara. El cobrador hablaba con el conductor, y ambos hacían a menudo gestos expresivos con la cabeza a la luz verde de la lámpara. Sobre los asientos vacíos del tranvía estaban diseminados algunos billetes de colores. No se oía ningún ruido de pasos por la calle. Ningún ruido turbaba la paz de la noche, sino el de los caballos al frotar uno contra otro los hocicos, al agitar las campanillas.
Los dos parecían escuchar, él en el peldaño de arriba del estribo, ella en el de abajo. Mientras hablaban, ella subió varias veces hasta donde estaba él y volvió a bajar otra vez a su peldaño, pero en una ocasión o dos permaneció por unos momentos pegada a él, olvidada de bajar, hasta que volvió a descender por fin. El corazón de Stephen seguía el ritmo de los movimientos de ella como un corcho el ascenso y descenso de la onda. Y comprendía lo que los ojos de ella le decían desde las profundidades del capuchón y comprendía que en un pasado oscuro, no sabía si en la vida o en el sueño, había oído ya antes su mudo idioma. Y le vio lucir para él sus galas: el bonito vestido, el ceñidor, las largas medias negras, y comprendió que él se había ya tendido mil veces a aquellos encantos. Y, sin embargo, una voz interna más alta que el ruido de su corazón agitado le preguntaba si aceptaría aquella ofrenda, para la que sólo tenía que alargar la mano. Y recordaba el día en que Eileen y él estaban mirando en los campos del hotel cómo los criados izaban un banderín en un mástil, y aquel foxterrier que daba huidas locas de aquí para allá sobre el césped soleado, y cómo de pronto había prorrumpido ella en una carcajada, echando a correr cuesta abajo por el sendero en curva. Ahora, como entonces, permanecía indiferente en su lugar, como un tranquilo observador de la escena que delante de sus ojos se desarrollaba.
-Lo que ella quiere es que yo la tome entre mis brazos –pensó-. Por eso es por lo que ha venido conmigo al tranvía. Podría fácilmente agarrarla cuando sube a mi escalón: nadie está mirando. Podría asirla y besarla.
Pero no hizo ninguna de las dos cosas. Y cuando se vio sentado, solo, en el tranvía desierto, desgarró en tiras su billete y se quedó mirando sombríamente el suelo de madera acanalada.

Fragmento (1914)


lunes, 1 de julio de 2013

Trópico de Capricornio (Henry Miller)

Coda

No hace mucho iba caminando por las calles de Nueva York. El viejo y querido Broadway. Era de noche y el cielo estaba de un azul oriental, tan azul como el oro en el techo de la Pagode, rue de Babylone, cuando la máquina empieza a tintinear. Estaba pasando exactamente por debajo del lugar en que nos conocimos. Me quedé allí un momento mirando las luces rojas de las ventanas. La música sonaba como siempre: alegre, picante, encantadora. Estaba solo y había millones de personas a mi alrededor. Estando allí, me vino la idea de que había dejado de pensar en ella; pensaba en este libro que estoy escribiendo, y el libro había pasado a ser más importante para mí que ella, de todo lo que nos había ocurrido. ¿Será este libro la verdad, toda la verdad y nada más que la verdad, lo juro? Al meterme otra vez entre la multitud, me debatía con esa cuestión de la «verdad». Durante años he estado intentando contar esta historia y siempre la cuestión de la verdad ha pesado sobre mí como una pesadilla. He contado a otros una y mil veces las circunstancias de nuestra vida, y siempre he dicho la verdad. Pero la verdad puede ser también una mentira. La verdad no es suficiente. La verdad es sólo el núcleo de una totalidad que es inagotable.
Recuerdo que la primera vez que nos separamos esta idea de la totalidad se adueñó de mí. Cuando me dejó, fingía, o quizás lo creyese, que era necesario para nuestro bien. Yo sabía en el fondo de mi corazón que estaba intentando librarse de mí, pero era demasiado cobarde como para reconocerlo. Pero cuando comprendí que podía prescindir de mí, aunque fuera por un tiempo limitado, la verdad que había intentado desechar empezó a crecer con alarmante rapidez. Fue más doloroso que ninguna otra cosa que hubiera experimentado antes, pero también fue curativo. Cuando quedé completamente vacío, cuando la soledad hubo alcanzado tal punto, que no podía agudizarse más, de repente tuve la sensación de que, para seguir viviendo, había que incorporar aquella verdad intolerable a algo mejor que el marco de la desgracia personal. Tuve la sensación de que había dado un cambio de rumbo imperceptible hacia otro dominio, un dominio de fibra más fuerte, más elástica, que la verdad más horrible no podía destruir. Me senté a escribirle una carta en la que le decía que me sentía tan desdichado por haberla perdido, que había decidido iniciar un libro sobre ella, un libro que la inmortalizaría. Dije que sería un libro como nadie había visto antes. Seguí divagando extáticamente, y de repente me interrumpí para preguntarme por qué me sentía tan feliz.

Al pasar bajo la sala de baile, pensando de nuevo en este libro, comprendí de repente que nuestra vida había llegado a su fin: comprendía que el libro que estaba proyectando no era sino una tumba en que enterrarla… y al yo mío que le había pertenecido. Eso fue algún tiempo, y desde entonces he estado intentando escribirlo. ¿Por qué es tan difícil? ¿Por qué? Porque la idea de un «fin» es intolerable para mí.
Fragmento  (1938).