Stephen se hallaba en una fiesta de niños en Harold’s Cross. Aquella
actitud suya de observador silencioso se había apoderado de él en aquella ocasión,
así que apenas si participaba de los juegos. Los niños iban de un lado a otro
llevando los residuos de los triquitraques de Navidad, bailando y retozando
ruidosamente. Y aunque él trataba de participar del regocijo de los otros chicos,
se sentía como una figura sombría entre los bicornios de ellos y los
sombreretes de tela de ellas.
Cuando hubo cantado su canción, se retiró a un rincón apartado de la
estancia, y comenzó a gustar el encanto de su aislamiento. El júbilo que al
principio le había parecido falso y trivial, era ahora para él como una brisa confortante
que se filtraba alegremente por sus sentidos y que ocultaba a los ojos ajenos
la agitación febril de su sangre, cada vez que, a través del círculo de los
bailarines y entre la música y la algazara, volaba hasta su rincón la mirada de
Ella, como una provocación, como una promesa que viniera a explorar su corazón
y a excitarlo.
En el vestíbulo se estaban poniendo los abrigos los niños que habían
permanecido hasta el fin; la fiesta había terminado. Ella se echó un chal por
encima y salieron juntos. Su cabeza encapuchada se rodeó de un fresco nimbo de
aliento y sus zapatitos repiqueteaban alegremente sobre el suelo cubierto de
cristalitos de hielo.
Era el último tranvía. Los flacos caballos castaños lo sabían y movían
las campanillas como para anunciarlo a la noche clara. El cobrador hablaba con
el conductor, y ambos hacían a menudo gestos expresivos con la cabeza a la luz
verde de la lámpara. Sobre los asientos vacíos del tranvía estaban diseminados
algunos billetes de colores. No se oía ningún ruido de pasos por la calle. Ningún
ruido turbaba la paz de la noche, sino el de los caballos al frotar uno contra
otro los hocicos, al agitar las campanillas.
Los dos parecían escuchar, él en el peldaño de arriba del estribo, ella en
el de abajo. Mientras hablaban, ella subió varias veces hasta donde estaba él y
volvió a bajar otra vez a su peldaño, pero en una ocasión o dos permaneció por
unos momentos pegada a él, olvidada de bajar, hasta que volvió a descender por
fin. El corazón de Stephen seguía el ritmo de los movimientos de ella como un
corcho el ascenso y descenso de la onda. Y comprendía lo que los ojos de ella
le decían desde las profundidades del capuchón y comprendía que en un pasado
oscuro, no sabía si en la vida o en el sueño, había oído ya antes su mudo
idioma. Y le vio lucir para él sus galas: el bonito vestido, el ceñidor, las
largas medias negras, y comprendió que él se había ya tendido mil veces a
aquellos encantos. Y, sin embargo, una voz interna más alta que el ruido de su
corazón agitado le preguntaba si aceptaría aquella ofrenda, para la que sólo
tenía que alargar la mano. Y recordaba el día en que Eileen y él estaban
mirando en los campos del hotel cómo los criados izaban un banderín en un mástil,
y aquel foxterrier que daba huidas locas de aquí para allá sobre el césped
soleado, y cómo de pronto había prorrumpido ella en una carcajada, echando a
correr cuesta abajo por el sendero en curva. Ahora, como entonces, permanecía
indiferente en su lugar, como un tranquilo observador de la escena que delante
de sus ojos se desarrollaba.
-Lo que ella quiere es que yo la tome entre mis brazos –pensó-. Por eso
es por lo que ha venido conmigo al tranvía. Podría fácilmente agarrarla cuando
sube a mi escalón: nadie está mirando. Podría asirla y besarla.
Pero no hizo ninguna de las dos cosas. Y cuando se vio sentado, solo, en
el tranvía desierto, desgarró en tiras su billete y se quedó mirando sombríamente
el suelo de madera acanalada.
Fragmento (1914)