martes, 1 de diciembre de 2015

Natalia (Raúl Solís)




Era diciembre. El otoño expiraba poco a poco y el viento frío calaba los huesos. Se hacía de noche temprano y los faros iluminaban las calles solitarias de mi viejo barrio. Hacía mucho que no lo visitaba, que lo abandoné buscando empezar una nueva vida lejos de todos sus fantasmas. Enfilé hacia el parque, el que está frente a mi antigua secundaria. El edificio ruinoso aún se erguía a pesar de sus pesares: rejas oxidadas, cuarteaduras en los muros garabateados. Lo miré y me detuve a mitad de la calle; los montones de basura sobre las banquetas hacían difícil andar en ellas. Nadie se molestó, no había tránsito por allí. Los alumnos ya habían salido de vacaciones, por lo que la escuela estaba desolada. Pequeños recuerdos saltaron a mi memoria, fragmentos fugaces de una etapa pasada de mi vida. Sonreí y seguí caminando.
El parque, también solitario, y alumbrado por escasas farolas –de las que la mayoría apenas emitían destellos intermitentes-, se extendió a mis pies. Las manos me sudaron, las guardé en los bolsillos de la chamarra. Mi respiración se aceleró conforme avanzaba. En ese momento volvió Natalia a mi memoria: las risas, los abrazos, los atardeceres que aquí contemplamos juntos, las palabras… Me detuve. Ese día se cumplía otro año, uno más, de la última vez que estuvimos juntos. Doce años se dicen fáciles: son toda una vida. Encontré la banca en la que solíamos pasar las horas y caminé hacia ella. Todavía podía recordar los rasgos de Natalia: el color de sus ojos, su cabello, el olor detrás del cuello… Me senté.
La tarde moría en el horizonte. El cielo se pintó de un azul oscuro y tonos rosados que agonizaban sobre la cordillera del Ajusco, a espaldas de la escuela. Arriba, algunas estrellas ya brillaban. La noche iba avanzando. El viento arrastraba el polvo. Miré a todas partes: no parecía haber nadie más en aquel sitio mal alumbrado. Saqué la cajetilla de cigarros y me puse uno en la boca. Volví a sentir esa pesada soledad que ella me había dejado al separarnos. Me estremecí. No supe olvidarla.
Una silueta se dibujó a la distancia. Poco a poco fue tomando forma. Avanzaba con lentitud. Detuve la respiración un momento y en un murmullo pronuncié el nombre de Natalia. Busqué los cerillos en mi chamarra sin dejar de ver a la misteriosa figura. Era la silueta de una mujer, lo adiviné por su talle. Y se acercaba a mí. Bajé la mirada y encendí el fósforo, arrimándolo a mi cigarro. Una ventisca fría apagó la llama. Miré el humo desvanecerse en el aire. Entonces escuché la voz de Natalia. Me llamó por mi nombre. Sentí un vacío en el vientre. No quité la vista del cerillo ennegrecido.
—Alberto, volviste –dijo con voz dura. Asentí-. Han pasado muchos años, ¿por qué ahora?
Reuní el valor para mirarla de frente. Al hacerlo, me encontré con una Natalia por la que no habían pasado los años, sentada a mi lado. Clavó sus ojos en mí y sentí una tremenda nostalgia. También sentí ganas de abrazarla, de besarla. Suspiré; bajé la vista. Encendí otro cerillo y lo acerqué al cigarro. Una gran bocanada de humo salió de mi boca. Entonces, respondí:
—Vine a recordar, Natalia. Vine porque cada año que pasa, en este mismo día, daría lo que fuera por estar contigo una vez más.
Me quedé callado.
—Tienes que olvidarlo, Alberto –dijo al fin-. Te estás haciendo daño. No se puede cambiar lo sucedido.
La noche brilló en sus ojos. Yo seguí fumando.
—Lo sé –respondí-. Sé que no puedo regresar el tiempo y convencerte de que te quedes conmigo; ni tampoco puedo borrar las cosas malas que te dije. Es sólo que… Natalia, ¿por qué tuvo que ser así? ¡Nos queríamos!
Sentí un ardor húmedo en los ojos y volví a aspirar otra bocanada de humo. No dijo nada, simplemente me miró compasiva. Otra racha de hojas secas y polvo pasó silbando por el parque; a ella no pareció molestarle. Añadió:
—Ya no te martirices de ese modo. Me estás haciendo daño a mí también. ¿No te das cuenta?
Su pregunta quedó suspendida en el aire. Supe a qué se refería pero no comprendí del todo. No dije nada. Llevé de nuevo el cigarro a mi boca pero ya se había consumido. Lo tiré. Tomé otro de la cajetilla, lo puse entre mis labios; encendí un nuevo cerillo y lo protegí del viento. La pequeña llama iluminó débilmente la palma de mi mano. Hubo un largo silencio entre los dos.
—¿Sabes que he muerto? –preguntó de repente.
Me quedé paralizado. No supe qué decir, ¿o a caso había algo que decir después de eso? Las manos me temblaron, un sudor frío me recorrió el cuerpo. El cerillo se consumía en la punta de mis dedos. Consternado, acerqué el fuego al cigarro y lo encendí, expulsando una bocanada de humo. Volví la mirada. Ella había desaparecido.


Ajuste de cuentas (Maldurmiente, 2015)
©2015, Raúl Solís
Derechos reservados

martes, 17 de noviembre de 2015

Ajuste de cuentas (Raúl Solís)



Este es mi primer trabajo recopilado. Parece fácil, pero no lo es. Este libro ha requerido una gran cantidad de esfuerzo y dedicación para llegar a su presentación final. Son cuentos escritos con distintas técnicas, en distintos géneros. El proceso de creación me llevó a recurrir a grandes autores a los que más tarde traté de emular. Puede decirse que es la búsqueda de una voz narrativa personal a través de las voces de otros, o una selección del trabajo más representativo de mi aprendizaje y desarrollo literario.

Ajuste de cuentas está conformado por quince relatos cortos, en su mayoría, y algunos de mediana extensión. Los géneros de los que me valí para contar estas historias son principalmente el realismo (Janis, El velorio de Luis, Jimena), aunque las hay también fantásticas (Grbna-ha, Banco de sangre, Natalia), policiaco-ciencia ficción (Abducidos, recientemente publicado en la antología de relatos y cuentos Terror en la ciudad de México, 2015), humorísticas (Después de muchos años, El vagón) y de terror (La mujer del velo). El resultado es un libro multifacético, diverso en sus formas y técnicas.

En la presentación de este libro, Humberto Guzmán (escritor y periodista cultural), autor de las novelas La congregación de los muertos o El enigma de Emerenciano Guzmán (2014), Los extraños (Premio Nacional de Novela José Ruben Romero, 2000), Los buscadores de la dicha (1990), entre otros, escribió: su constancia le hizo encontrar frutos narrativos. Le vi desarrollarse de menos a más y, así, fue escribiendo cuentos cada vez mejor relatados, convincentes y también con ese ingrediente que hace que su lector no se distraiga. Yo, por mi parte, espero que sea un paso firme dentro de este oficio.





Raúl Solís (1989) fue alumno de Humberto Guzmán (Premio Nacional de Novela José Rubén Romero, 2000, por Los extraños. Premio de Periodismo José Pagés Llergo, 1998, entre otros) en la Facultad de Ciencias Políticas y Sociales de la UNAM, de 2011 a 2015. En 2012 asistió al Programa de Escritura Creativa del Claustro de Sor Juana. Fue finalista del concurso internacional Cada loco con su tema (BENMA editoras, 2013) y parte de la antología de relatos del mismo. Participó en la antología de cuentos y relatos Terror en la ciudad de México (Libros del Conde, 2015). Tiene un relato publicado en la Gaceta de la Preparatoria 5 de la UNAM, donde fue alumno, y recientemente en el fanzine Kinkies... literatura que ensucia (año II, no.4).


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martes, 13 de octubre de 2015

Terror en la ciudad México: antología de cuentos y relatos (Humberto Guzmán)


La antología de cuentos y relatos Terror en la ciudad de México (Libros del Conde, 2015), autoría de Humberto Guzmán, fue una idea que le surgió hace ya algunos años. Planteada en varias ocasiones como un proyecto viable, no fue sino hasta este año que, decidido, Guzmán reunió a un grupo de alumnos y exalumnos de sus cursos y talleres literarios, impartidos a lo largo de diecisiete años en distintas instituciones, entre los que destacan el taller Creación Narrativa, en la Facultad de Ciencias Políticas y Sociales de la UNAM, vigente, y el curso Creación Literaria, de la Secretaría de Hacienda, actualmente desaparecido.

«La interpretación de la palabra terror –escribe Humberto en la introducción de la antología-, además de entenderse como literatura fantástica y sobrenatural, podía relacionarse a la violencia que suele darse en una gran urbe, como es la de México». Con esta idea como eje del proyecto, abrió la convocatoria para que cada autor interpretara a su modo, como mejor le conviniera, el terror que esta gran ciudad podía ofrecer. Había lineamientos claros. «Pensaba yo en una violencia que partiera de la individualidad de los personajes –continúa Guzmán- y no de la superficialidad de la noticia diaria que nos lleva a otros géneros, como los del periodismo.» No podíamos quedarnos en el terror noticioso que aparece en los diarios, o en la denuncia de ciertos actos para exhibirlos como un mal, porque «más importante que la historia misma es la forma como se cuenta». Había que hacer literatura. No parecía un reto tan complicado: la ciudad más grande de la América hispana, al igual que Nueva York o París, evoca todo tipo de historias que bien podían ajustarse a estos parámetros. El verdadero reto consistió en la forma de narrar aquellas historias.

.En sus clases, y previo a arrancar este proyecto, Humberto enfatizó que evitáramos caer en la denuncia política o social: «La denuncia por sí misma no es buena consejera para la literatura», explica. Cuando el arte se usa con estos fines corre el riesgo de convertirse en panfletario. Sin embargo, «No deja de haber asuntos de connotaciones sociales o de la delincuencia declarada, pero con un origen individual, como es más convincente y no la sola “denuncia” de los “malos” que aplastan a los “buenos”. Buenos y malos, como estereotipos, sólo los hay en las historias superficiales.»

En este libro hay relatos que van de lo fantástico y sobrenatural a lo real y cotidiano, sin dejar de lado el género policiaco o la ciencia ficción. La decisión que cada autor tomó, como se muestra en este compendio, revelan sus habilidades y preferencias narrativas. No hubo restricciones, por lo que la originalidad de cada escritor impide que el libro caiga en la monotonía de estilo, dando como resultado un amplio espectro de tonos literarios que el lector notará conforme lo lea.

Los escritores antologados somos catorce. En orden de aparición: Edwin Alcántara, Ladislao Melchor, Salvador Gómez Moya, Rocío Hernández, Raúl Solís, Laura Yelitzia Romero Castillo, Jorge A. Vera C., Ana María González Paz y Puente, Adriana Reyes Langange, Carlos Roque Ríos, Yashodara Solano Castro, Manuel Soria, Eduardo Thomas T., y Antonio R. Quiroz, además de la inclusión de uno de los relatos de Humberto Guzmán (La espera). Cada participante aceptó el reto y lo afrontó con sus habilidades.

En la parte final de la presentación, Guzmán expone que este libro podría representar el examen final de sus cursos que nos coloca como nuevos autores de cuentos y otras ficciones. Quienes aparecemos aquí podemos considerarnos graduados en creación narrativa y literaria al llegar hasta la etapa final del curso-taller. «Pero el final, no lo ignoremos, es siempre el principio», sentencia.

Con un pequeño tiraje, la edición y publicación de Terror en la ciudad de México es la conclusión de un proyecto largamente planeado, y finalmente ejecutado. Ahora depende de nuestros lectores juzgar el trabajo presentado.



Humberto Guzmán:

Ganó el primer Concurso de Cuento del IPN, 1967, y el de Los cuentos del Ateneo Español de México, 1987, entre otros. El segundo Premio Nacional de la Juventud, de novela (SEP), 1971, por El sótano blanco. El Premio Nacional de Novela José Rubén Romero, 2000, por Los extraños. Premio de Periodismo José Pagés Llergo, 1998, por artículo de fondo. Becario del Centro Mexicano de Escritores, 1970, y del International Writing Program, de la University of Iowa, 1986. Miembro del SNCA/FONCA 1993-1996 y 1997-2000. Autor de Aprendiz de novelista, apuntes sobre la escritura de novela. Otras novelas: Manuscrito anónimo llamado consigna idiota; Historia fingida de la disección de un cuerpo; Los buscadores de la dicha; La caricia del mal, y La congregación de los muertos o El enigma de Emerenciano Guzmán. Libros de cuentos: Contingencia forzada, Seductora melancolía, La lectura de la melancolía; Historias de amantes y otros fantasmas (por publicarse). Autobiografía: Confesiones de una sombra. Textos visuales, teatro: Nocturno del alba. Cuenta, además, con antologías de Franz Kafka, Jorge Arturo Ojeda, Juan Tovar, entre otras.

Edwin Alcántara:

Historiador y narrador. Egresado de la Facultad de Filosofía y Letras de la UNAM, opta para el doctorado en esta misma universidad. Obtuvo el Premio de la revista Punto de Partida de la Dirección de Literatura de la UNAM (2004), en la categoría de novela. Autor de capítulos en libros sobre historia política del siglo XIX y coautor del libro Darío en México. Un ambiente enrarecido. Es colaborador de la revista Relatos e Historias en México. Su libro de cuentos Amor®: úsese y deséchese, se encuentra en prensa.

Ladislao Melchor:

Médico Forense activo en la PGJ. Catedrático del IPN. Premio en Narrativa Ignacio Manuel Altamirano (2010), por su novela De Huipulco a Berlín. Tiene en su haber otras dos novelas publicadas: El Huésped y Coyote.

Salvador Gómez Moya:

Ingeniero y maestro en control y robótica por la UNAM. Actualmente, cursa la licenciatura en letras hispánicas (UNAM) y es profesor en el CCH-Naucalpan.

Rocío Hernández:

Licenciada en Administración de Empresas por la Universidad Autónoma de Puebla, Maestría en Informática por la UPIICCSA y guía de turistas. Desde 1985 ha participado en talleres literarios, entre ellos el dirigido por Magaly Martínez Gamba y el de Humberto Guzmán. Publicaciones: Las lunas de la casona, Edit. Imaginaria, libro colectivo 2001. “Como el agua” y “Azul”, en Arena, de Excélsior; “Azul”, Recaudador Literario de la SHCP.

Raúl Solís:

Fue alumno del curso-taller Creación Narrativa (Humberto Guzmán, UNAM), y del taller intensivo Escritura desbordada (Programa de Escritura Creativa, Claustro de Sor Juana). Ha colaborado en la Gaceta de la Preparatoria 5 (UNAM) y en la revista La Peste. Finalista del concurso internacional Cada loco con su tema (BENMA editoras, 2013), y parte de la antología de relatos del mismo. Ajuste de cuentas es su primer libro de cuentos.

Laura Yelitzia Romero Castillo:

Al terminar medicina hizo la especialidad de oftalmología, en el Hospital de Ntra. Sra. de la Luz. Ha participado en diversos talleres literarios en el Centro de Creación Literaria Xavier Villaurrutia y el Centro Cultural de la SHCP. Ha participado en tres publicaciones: Cinco Caminos, Relatos de vida, edición de autor (2011); Recaudador Literario (2012), y 25 golpes de suerte, antología de cuentos,  Lectorum (2013).

Jorge A. Vera C.

Actualmente estudia la licenciatura en Lengua y Literaturas Hispánicas en la Universidad Nacional Autónoma de México. Ha participado en diversos talleres de creación poética y narrativa a cargo de los profesores Raúl Renán, Felipe Garrido y Humberto Guzmán.

Ana María González Paz y Puente:

Estudió en la Escuela de Periodismo Carlos Septién García. Ha sido alumna del curso-taller de Escritura Creativa de Humberto Guzmán. Ha publicado tres cuentos en el suplemento cultural Arena, de Excélsior, y en Recaudador Literario desde 2009.  Asistió al taller de Creación Literaria de José Antonio Aspe. Actualmente toma el taller Leer para Escribir, de Humberto Rivas, todos en la SHCP.

Adriana Reyes Langagne:

Participó en los talleres de autobiografía con Erika Merguren con Marcela Guijoza. De ahí se editó el libro Cinco Caminos. Tomó otros talleres literarios con Salvador Castañeda y Margarita Villaseñor. Otro con Humberto Guzmán, participando en El Recaudador Literario. Talleres de novela en la SOGEM con Eduardo Antonio Parra y Mauricio Carrera. Un taller de cuento con Claudia Guillén, en el que participó en una antología titulada 25 Golpes de Suerte. Actualmente toma un taller de novela en la SOGEM con Ana García Bergua.

Carlos Roque Ríos:

Economista y profesor de educación primaria. Ha participado en el Recaudador Literario, editado por la SHCP; fue alumno de Creación Narrativa, de Humberto Guzmán en la SHCP.

Yashodara Solano Castro

Abogada y comunicóloga por la Universidad La Salle. Fue alumna de Humberto Guzmán en su taller de cuento y novela, en la SHCP, publicando algunos cuentos en Recaudador Literario.

Manuel Soria:

Sociólogo por la Facultad de Ciencias Políticas y Sociales, de la UNAM, en donde tomó un curso de poesía, y el taller Creación Narrativa, impartido por Humberto Guzmán. Cuenta con un compilado de cuentos sucios titulado Nexos y otros aullidos hechos letras y un poemario llamado El punto Glave: entre las palabras de amor y las provocaciones del cuerpo, ambos inéditos.

Eduardo Thomas T.:

Médico psiquiatra por la UNAM; exprofesor de psicología médica y psiquiatría (UNAM). Participó en los talleres de la SOGEM y la Casa de las Humanidades, con Humberto Guzmán. Autor de diversos artículos de divulgación científica en Como Ves?, revista de la UNAM. Sin más por el momento, novela corta de edición privada.

Antonio R. Quiroz:

Fue patólogo por casi treinta años. Cinco caminos fue su primera publicación con pasajes autobiográficos compilados por Marcela Guijosa. Después, en el taller de narrativa de Humberto Guzmán, publicó el cuento “El Supermán” en Recaudador Literario. Fue invitado por Claudia Guillén para publicar el cuento “Sin palabras”, en la antología 25 golpes de suerte (Lectorum). En la antología Primeras armas (Lectorum) publicó los cuentos “De quién hablan”, “La cábala” y “La mirada lasciva”.


viernes, 29 de mayo de 2015

Semmelweis (Louis-Ferdinand Céline)



Skoda no era únicamente, como sabemos, un clínico notable, sino que la sutileza intuitiva y la sagacidad que demuestra en sus trabajos científicos le prestaron un gran servicio también en su brillante carrera.
Después de tratar con Semmelweis durante cinco años consecutivos, no cabe duda de que poseía una opinión muy lúcida de su alumno. Ciertamente presentía en este joven húngaro todas las potencialidades de descubrimiento cuyo valor y armonía conocía bien en sí mismo. No diremos que concibiera ninguna rivalidad hacia él, pero cuidaba meticulosamente su propia gloria y pretendía seguir siendo el maestro incontestado de la medicina interna en Viena.
Ahora bien, por más que su recién aparecido Tratado de la auscultación contuviera ciertamente algunos descubrimientos, también debía mucho a la sutileza.
Sus adversarios no se refrenaban ya de decirlo y cada día se veía obligado a defender sus opiniones científicas, de las que nada parecía estar aún demostrado o admitido.
El momento era difícil, y por otra parte Skoda sabía mejor que nadie que los alumnos demasiado brillantes son, por regla general, los más terribles destructores de sus Maestros. Era sin duda este pensamiento previsor el que le hacía temer que Semmelweis, tan rápido, tan ardiente, abordara las enseñanzas magistrales de la medicina interna a las que Skoda debía su rutilante pero frágil supremacía.
Tan pronto como hubo olvidado La vida de las plantas, Semmelweis regresó de forma natural a él.
Skoda le acogió con gran placer y supo darle esperanzas de obtener un puesto en su propia clínica. Inmediatamente le reservó, en espera de algo mejor, un puesto accesorio de enseñanza a su lado.
Semmelweis se dio por contento. Pero en septiembre de 1844, cuando se abrió el concurso oficial para un puesto de asistente de Skoda y Semmelweis se presentó a las pruebas, lleno de confianza, surgió otro candidato: el Dr. Löbl.
Semmelweis es eliminado.
Sin perder un momento, Skoda invoca, para justificar esta decepción, la cuestión fatal de la edad, que jugaba en efecto a favor de Löbl.
«Es también cuestión de paciencia –dijo- y como el próximo concurso no tardará en abrirse, ¡todo se arreglará!» Debe admitirse que la excusa era bastante válida, pero servía tan bien a sus propósitos que uno no puede evitar ver en ella una muestra más de las sutilezas de Skoda.
Pero que nadie juzgue severamente por ello la sinceridad de Skoda hacia Semmelweis. No hay duda de que le seguía apreciando, aunque de acuerdo con ciertas reglas de prudencia y de distanciamiento de las que no quería apartarse. ¿Tenía razón tal vez? Se puede amar el calor del fuego, pero nadie quiere quemarse en él. Semmelweis era fuego.
Finalmente encontramos a Semmelweis más o menos consolado, esperando a la sombra de Skoda a que le llegue el turno. Sin duda habría permanecido así unos años más si Rokitanski, en contacto diario con la cirugía a causa de sus trabajos sobre la Infección, no hubiera atraído a Semmelweis y su entusiasmo curativo hacia esta especialidad, donde todo era por entonces ignorancia y desastres. Es preciso recordar en efecto que antes de Pasteur más de nueve operaciones de cada diez, de media, terminaban con la muerte o con la infección, lo cual no era sino una muerte lenta y mucho más cruel.
Es comprensible que ante unas opciones de éxito tan mínimas, las operaciones fueran muy raras. Un pequeño número de cirujanos, por otro lado prácticamente superfluos, se disputaban por entonces las tres o cuatro plazas oficiales de Viena.
En su compañía, Semmelweis sintió repugnancia por primera vez ante la sinfonía verbal que rodeaba a la infección y a todos sus matices. Éstos eran prácticamente innumerables. El juego del talento consistía en explicar la muerte en función del «pus bien ligado», del «pus de buena naturaleza», del «pus laudable». En el fondo, fatalismo con grandes palabras, ecos de la impotencia.
Ninguno de estos cirujanos, demasiado contentos de haber alcanzado los raros honores que les estaban permitidos, se preocupaba demasiado por la sinceridad. Aparte de Rokitanski, el futuro de los hombres podía encontrar escasa esperanza en este grupo.
El optimismo naturalista que emanaba de la Tesis de Semmelweis fue sometido a una dura prueba.
No la olvidará jamás.
Hacia el final de estos dos años pasados en el campo de la cirugía, Semmelweis escribió, con esa punta de hosquedad que ya caracteriza a su pluma impaciente: «Todo cuanto se hace aquí me parece bien inútil. Las muertes se suceden con total simplicidad. Se sigue operando a pesar de ello, sin tratar de saber verdaderamente por qué tal enfermo sucumbe y tal otro no en casos idénticos.»
¡Al leer estas líneas podría decirse que ya está hecho!
Que su panteísmo está enterrado. Que se ha alzado en rebelión, ¡que está en el camino de la luz! Ya nada va a detenerle. No sabe aún por dónde va a emprender una grandiosa reforma de esta cirugía maldita, pero es el hombre para esta misión, lo siente, y lo mejor de todo es que poco faltó para que fuera así. Tras un brillante concurso, es nombrado maestro de cirugía el 26 de noviembre de 1846. Pero al no adivinarse ninguna vacante en las cátedras disponibles, comienza a impacientarse. Tanto más cuanto que los envíos de dinero que recibía de su familia se hacen más raros, que sus padres le presionan para que termine sus estudios y se establezca con una clientela, pues temen encontrarse pronto en la imposibilidad de cubrir sus necesidades. Su padre había caído enfermo; la tienda, sin duda como consecuencia de este hecho, había perdido una parte de su prosperidad. Semmelweis confía sus preocupaciones a sus maestros, que al instante ponen en juego todo su crédito ante el Ministro.
Los acontecimientos se precipitan.
Como la cirugía no ofrecía ninguna posibilidad, se volvieron hacia la obstetricia. Klin reclama un asistente, le ofrecen a Semmelweis. Pero éste no tenía los diplomas deseados. En el espacio de dos meses pasa todas las pruebas necesarias.
Investido Doctor en obstetricia el 10 de enero de 1846, es nombrado profesor asistente de Klin el 27 de febrero del mismo año. A partir de entonces pasará a formar parte de los cuadros del Hospicio general de Viena, donde el profesor Klin dirigía una de las maternidades. Intelectualmente, el tal Klin era un pobre hombre, lleno de suficiencia y estrictamente mediocre. Todos los autores han insistido por extenso en estas características. A nadie sorprenderá pues que reaccionara con ferocidad al percibir las primeras revelaciones del genio de su asistente. Fue cuestión de unos pocos meses. Apenas había tenido éste tiempo de adivinar la verdad sobre la fiebre puerperal, el otro ya estaba bien determinado a ahogar esta verdad por todos los medios, apelando a todas las influencias a su alcance.
Por esa razón ha quedado marcado como criminal y ridículo para toda la posteridad, pues esta actitud le dio el triste talento de reunir todas las envidias, todas las necedades en contra de Semmelweis y de la eclosión de su descubrimiento.
No eran sólo su estupidez natural y su posición adquirida las que le hacían peligroso, era sobre todo el favor de que disfrutaba en la Corte.
En el drama extraordinario que se desplegó alrededor de la puerperal, Klin fue el gran auxiliar de la muerte. «Esa será su vergüenza eterna…» exclamaba más tarde Vernier, en referencia a su desastrosa influencia, a su imbécil y rabiosa obstrucción.
Todo esto, ciertamente, es el lado bello y grandioso de la justicia. Sin embargo, ¿acaso no hay otro lado que el historiador imparcial tiene prohibido ignorar?
En efecto, por más alto que nos sitúe nuestro genio, por muy puras que sean las verdades que uno enuncie, ¿acaso tenemos derecho a ignorar el formidable poder de las cosas absurdas? La conciencia no es más que una pequeña luz, preciosa pero frágil, en el caos del mundo. No se enciende un volcán con una vela. No se hunde la tierra en el cielo con un martillo.
Para Semmelweis, igual que para tantos otros precursores suyos, tuvo que ser horriblemente penoso someterse a las fantasías de la estupidez, sobre todo estando en posesión de un descubrimiento tan luminoso, tan útil para la felicidad del género humano, como el que ponía a prueba todos los días en la maternidad de Klin.
Pero en fin, uno no puede dejar de pensar igualmente, al releer los actos de la tragedia en la que sucumbió él mismo juntamente con su obra, que con algo más de atención a las formas, con algún miramiento más en su manera de gestionar el asunto, Klin no habría encontrado, movido por su orgullo infantil, el fundamento tan real de las ofensas que pudo esgrimir contra su asistente.
Allí es donde Semmelwei se estrelló, no cabe mucha duda de que la mayoría de nosotros habríamos tenido éxito, por simple prudencia, por ciertas delicadezas elementales. Al parecer Semmelweis no poseía, o pasaba por alto, la indispensable comprensión de las fútiles leyes de su época, de todas las épocas por lo demás, fuera de las cuales la estupidez es una fuerza indomable.
Humanamente, era torpe.


1936

martes, 17 de marzo de 2015

Abarca (Efrén Hernández)


Abarca había logrado recuperar su control. Sin duda, los efectos de los disparos de aquellas gruesas piezas eran de efectos más tremendos; pero distaban mucho de poseer la precisión de los de un fusil. Ahora que también podía ser que el objeto que se propusieran fuera distraerlos. Según lo pensó, corrió a echar un vistazo al desfiladero de donde volvió satisfecho después de haber comprobado que por ahí no se veía ni un alma. En seguida se dedicó a distribuir de mejor manera a su gente, cambió a algunos de sitio, a otros les hizo determinadas advertencias, envió dos a que vigilaran el pasaje, eligió un sitio donde, a su manera de ver, los niños y las mujeres se estuvieran con menor peligro y, finalmente, volvió a su puesto. La situación no parecía muy inquietante. Los obuses no habían hecho un solo blanco.
Pero bien pronto las cosas cambiaron. Habiendo hecho tres disparos de prueba, los artilleros corrigieron su puntería, y lanzaron casi simultáneamente otros tres proyectiles. Uno estalló cerca del pasaje, y Abarca pensó en los dos vigías que acababa de instalar allí. Otro penetró derecho por la boca de una de las cuevas. Y el tercero cayó entre Abarca y una terna que estaba apostada en una saliente, detrás de unos troncos secos. Se levantó de nuevo y recorrió ansiosamente uno tras otro los tres sitios. Del viejo don Cornelio sólo quedaban fragmentos esparcidos, y una de las mujeres se quedaba sangrando de un costado. Aún no le quedó tiempo ni para lamentarse, cuando una mole se deshizo en mil piezas obligándolo a tenderse sobre el suelo. Varias rajuelas se clavaron en su cuerpo hiriéndolo sin importancia. El fuego arreciaba. Ni siquiera se podían contar las explosiones. Nutridas y terribles proseguían estallando aquí y allí, y no dejaban momento de reposo. La gente corría febril, se respiraba un aire de sabor picante y mezclado con polvo.
La situación era en realidad desesperada. Varias mujeres transidas de terror huían hacia el sendero que conducía a los picos. Un herido que no paraba de aullar, empleaba inútilmente todo su esfuerzo pretendiendo seguirlas. Abarca mismo sintió igual impulso. A no ser porque sabía que replegarse era tanto como dejar libre acceso a la mesa para los soldados, y ello, su perdición definitiva, ordenaría una retirada. No por él. Andaba olvidado de sí. Los destrozos tan rápidos e inesperados como numerosos, la imposibilidad en influir en alguna forma sobre aquella suerte de “bolita que Dios creó” y al que le dio le dio, lo tenían anulado. No encontró otra solución que desentenderse de cuanto pudiera suceder y dedicarse por entero con toda su energía y cálculo a cobrar al enemigo las pérdidas que le estaba causando. Repasó mentalmente quiénes y cuántos eran sus hombres, los más aptos y bravos. Inmediatamente, sin perder un solo instante llamó a los que le pareció más conveniente y se establecieron en el lugar mejor acondicionado, no obstante ser uno de los más riesgosos y descubiertos y ofrecer a causa de eso mayor peligro; y se dieron a disparar, apuntando con calma, en especial a los artilleros.
No les era dado seguir el curso de los efectos de su ofensiva. El enemigo se encontraba bastante lejos y tenían que conformarse con apuntar, más bien que contra gente, al tino; guiándose únicamente por la orientación que les proporcionaba el foguear de los cañones. No obstante, al cabo de un regular espacio, uno de los cañones suspendió los disparos. Tal vez le habían llegado al artillero que lo manejaba. Los inundó una ráfaga de optimismo. Abarca se deslizó aún más hacia la orilla. Habíase arrastrado hasta llegar al límite en que se acababa la tierra horizontal y comenzaba el plano casi vertical del acantilado. Tirado en tierra, apoyaba uno de sus codos en el ángulo y su cabeza quedaba al descubierto y buena parte del cañón de su fusil sobre el vacío.
Los proyectiles seguían cayendo. Aplastado contra el suelo no podía desentenderse en absoluto del ruido que hacían las trayectorias mortíferas sobre su cabeza. Al mismo tiempo, una buena parte de su atención era robada por el movimiento de un núcleo de soldados que se aproximaban. Con mil trabajos, teniendo el fusil a la espalda y ayudándose con los pies y con las manos, ascendían otra vez, intentando ganar el sendero. Un estallido desgarró el aire muy cerca de él, sobre su espalda cayeron cosas; polvo, astillas de madera, ramos de hojas. Sin volverse miró hacia el sendero y lanzó un suspiro. Las balas de fusil, aun en cuadro de ejecución apuntando su pecho y encontrándose él atado e inerme, estaba certísimo, no lo harían temblar; mas no podía sufrir aquellos abominables obuses. Cada vez que el aire se hacía filoso con un nuevo silbido se estremecía y apretaba sus huesos contra la tierra, pero inmediatamente después volvía a sacar la cabeza y seguía disparando.
Ya el sol en declive, medio muerto Abarca de hambre y de cansancio, sintiendo ardor de quemaduras, y dolor de tendones enmohecidos en sus manos, dejó su puesto. De vez en cuando, muy distanciados caían los proyectiles. Aquello era otro mundo. Un suelo lleno de agujeros, árboles destrozados, astillas de piedras, piedras y ramos rotos, algunos muertos, otros pocos heridos, gentes quejumbrosas y caras desalentadas mirando todo aquello pasivamente ya. Fue lo que encontró Abarca.
—No tarda en oscurecer –dijo, diciéndoselo en parte a sí mismo y en parte a los demás-. Con la noche se verán obligados a darnos una tregua. Yo ya no puedo más. Querría probar un bocado.
Le contestó el silencio. A un ladito suyo, su mujer lloraba.
—Y a ésta, ¿qué le sucede? –dijo disparadamente, sintiendo que los nervios se le ponían de punta. Fácilmente advirtió su necedad. Demasiado lo sabía. Y no, no sabía nada. Romualdo, sin levantar los ojos, dejando caer las sílabas, le dijo con profunda separación de espíritu, y con enajenado rostro y voz indiferente-: Llora por Macario. Pero también hay otros. No se remedia nada con averiguar quiénes y cuántos faltan. Ya después contaremos; aún no termina esto.
No se daba cuenta Romualdo que estaba acumulando palabras espinosas sobre una llaga viva. También él era de carne y hueso, también él estaba postrado, fatigado y con el alma seca e indiferente a todo, si no era al propio cansancio. Cuando un miembro trabaja más de lo que puede trabajar, y todavía traspasa mucho, pero mucho el término de su fatiga, acaba por no ser sentido, se adormece. Pues bien, lo mismo que sucede con un miembro, puede suceder con todo el cuerpo, y con el sistema nervioso, y, para terminar de una vez, también puede pasar con el cerebro y con el alma. No es lo mismo saber que un compañero ha perdido a su hijo durante un estado de ánimo ordinario, que saberlo cuando el pecho está siendo golpeado aún, después de un día entero de tensiones de todo género. Y también es cosa conocida que no comprendemos a los demás, sino cuando estamos limpios de estado de ánimo. Sólo entonces puede crearse el de la condolencia, por ejemplo; o el de la piedad, como otro ejemplo. Y sólo en horas serenas, desapasionadas, puede hablarse con tacto.
Para Abarca, en cambio, la noticia fue como la gota de agua que derrama el vaso; se postró en tierra, se echó de bruces contra el regazo de su mujer y se dio a llorar sin consuelo pero también sin rebeldía.
Y no era el único; había más grupos unidos por el dolor de alguna pérdida común. Se desentendieron de los soldados y no advirtieron que los obuses habían cesado casi por completo.
Los soldados, comandados por un astuto oficial, o supieron adivinar lo que sucedía arriba o presumieron atinada o desatinadamente cualquier cosa; el caso es que acordaron obrar en forma que les resultó acertada. Debieron movilizarse con gran celeridad. Pues en un lapso de tiempo muy inferior a dos horas, ya habían rodeado y estaban acampados frente al pasaje y aún intentando entrar en él. El cojo Lucas fue el que se percató del negocio y de su boca salió la voz de alarma. A todos se impuso la convicción de la necesidad que tenían de acudir a la entrada y ahí se apostaron. Abarca miró a sus hombres y calculó, útiles, unos dieciocho escasos. Luego sopeso al enemigo. Eran más numerosos de lo que habían creído en un principio. Y experimentó un sentimiento de orgullo. Soldados y guardas armados con cañones y fusiles marchaban contra él.
Cuando Abarca vio, tras el halo de sol ya hundido tras los montes, recortarse sobre el filo las siluetas de los soldados, se sintió tan axiomáticamente superior que estuvo a punto de ponerlos en guardia; pero se acordó de su mujer llorando por la muerte de su hijo y se comió las palabras masticándolas hasta hacerlas rechinar entre sus dientes. Celerino se echó el fusil al hombro y apuntó. Abarca lo detuvo con un gesto que todos entendieron. Así es que cuando los atacantes estuvieron cerca del árbol, que era donde ofrecían mejor blanco y donde tenían que caminar con mayor lentitud, de un golpe, como si hubieran avisado, los dieciséis hombres de Abarca empezaron a disparar. Ninguno había disparado cuatro veces cuando ya el pasaje estaba perfectamente despejado. Pero no por eso dejaron de disparar. Sus sentimientos se revolvían en confuso torbellino y el furor de la venganza ardía con terribles llamaradas adentro de su pecho. Los soldados disparaban igualmente sin detenerse. Tirados sobre el suelo se acogían a los ligeros accidentes del terreno; pero no por eso dejaban de ofrecer excelentes blancos.
De ambos lados hubo pérdidas. Los soldados estaban en una posición tremendamente inferior; pero eran muchos los tiros que entre todos juntos podían disparar y la gente de Abarca también mermaba.
Al fin los soldados se batieron en retirada. Se hacía noche. Mientras los veía retirarse, abarca sonrió de satisfacción.
Durante el día siguiente Abarca pudo todavía dominar su fortaleza; pero porque los soldados no se acercaron mucho, limitándose a cañonear intermitentemente, sin ningún orden ni táctica definida o comprensible.
A tiempo de uno de esos recesos, hallábase Abarca descuidado. Súbitamente, sin que pudiera saberse el porqué, recordó con muy viva insistencia los cañones, abocados, convergentes exactamente hacia él y a punto de tronar de nuevo. Pensarlo y sentir un incontenido y profundo miedo físico, todo fue uno; pero tan agudo, tan dominador e intenso que quiso prevenir a los que con él estaban. No lo hizo, sin embargo, porque comprendió que no podría explicarlo. Se conformó con levantarse y cambiar de lugar él solo, sin decir nada. No bien lo hubo hecho, cuando el bombardeo se desató furioso y con tal rapidez, que los que ahí quedaron fueron deshechos, sin haber tenido tiempo ni de gritar siquiera.
Más valía que a todos nos hubiera pasado ya lo mismo. Total; no quedamos ya ni la mitad de los que éramos. Así se expresaba por dentro, cuando Celerino y Saldaña le trajeron la nueva de que una muchacha, desesperada de no encontrar comida, se había puesto a perseguir una libre y se acababa de despeñarse. También le planteó el problema general. Lo más insostenible de la situación consistía en las mujeres. Tenían miedo y hambre y no sabían qué hacer.
Abarca le entregó su fusil encargándole que vigilara la cresta y fue a encontrar a las mujeres.
Las encontró desalentadas, tristes y enflaquecidas. Trató de consolarlas; para calmarlas un poco les ofreció ir a buscar algo de comer. Les suplicó que no desesperaran, que confiaba en no regresar con las manos vacías.
Después de mucho rato, volvió, como era natural, sin traer nada. No se atrevía ni a verlas. Rodeó, a fin de esquivarlas, alentándose in mente, sin resultado alguno, con dichos y sentencias filosóficas de esos que suele usar el pueblo como aquel que dice: “No hay mal que dure cien años…” y “Si tu mal tiene remedio, ¿por qué te apuras? Y si no lo tiene, ¿para qué te apuras?...”
Saldaña se le apartó y fue con las mujeres. Tenía el propósito de hacer por que cundiera una proposición que iba a hacerles. Desde la víspera había estado rumiando la idea de que debían rendirse. Era completamente inútil y tonto prolongar la resistencia. Carecían de víveres, no cabía esperanza de auxilio, empezaba a ser preciso escatimar los cartuchos; ¿qué iban a hacer?
Las mujeres y los heridos lo oyeron. Sus argumentos cayeron en terreno propicio; no sólo fueron aprobados; pero unos lloraron, otros gritaron y por poco no se armó un tumulto. Sin embargo, quedaba una cuestión: Ya conocen a Abarca. Abarca no iba a dejarse persuadir.
—Que se quede él si quiere –resolvió una vieja-. Vamos a decirle que nosotros queremos rendirnos.
—Está bien –alternó otra vieja-, pero, y si nos rendimos ¿nada más nos meterán a la cárcel? ¿No nos matarán?
—Y qué, que nos maten –refunfuñó un herido de poca gravedad, arrojando las palabras al sesgo, como si en lugar de palabras arrojara saliva por el hueco que al abandonarlo le dejara en la boca varios dientes caídos.
—Todo es preferible –recalcó Saldaña-. No podemos esperar ningún fin más malo que el que nos espera aquí. Sobre todo, yo creo que a ustedes las mujeres y a los que todavía no llegan a hombres, tendrán que dejaros.
Por fin, y sin alegar ya mucho, se resolvieron y el propio Saldaña fue en busca de Abarca.
Abarca recibió el cuento impasible. Lo traicionaban, muy bien, cada uno era dueño de hacer lo que quisiera. No era él el que les iba a quitar la libertad. No le gustaba el sesgo que acababan de tomar los acontecimientos. Él se había sacrificado por una causa común. En la lucha entre la justicia y la fuerza, la justicia merecía una derrota menos vil…
Oh oscura cosa, incomprensible espíritu del hombre. Y qué fuerzas sin ojos suelen ponerse en juego para encaminarte, que ni el ojo las ve ni el poseído por ellas las entiende. ¿De dónde nacen estas ideas absurdas que encajonan al hombre por el camino recto, y lo hacen escoger las espinas mejor que el rodeo y la desviación?
Hasta lo último, hasta la soledad y hasta la muerte, trascendería él sin domeñarse. Su dirección, su estrella, su brújula y su rumbo estaban en su frente. Si se lo preguntaran, no lo  sabría explicar. Nosotros también nos encontramos en medio del asombro y de la oscuridad. Tampoco nosotros encontramos las palabras que lo hagan parecer congruente. Y así es, sin embargo. Cualquier hombre, cualquier harapo humano, se encuentra a veces con que en su vida no hay alternativas, con que entre todos los caminos el suyo es sólo uno.
—¿Qué piensas tú?
—Yo nada –contestó Abarca-. Nada más una cosa; que me quedo.
—¿Lo oyes? ¡Que él no se va!
—Si él no se va, yo tampoco me voy –Dijo Liboria apesadumbrada-. Al fin que para mí, ya todo es lo mismo.
Catarina se acercó a su padre. Era una mocetona trigueña, nada linda; pero con el don de un rostro muy particular y característica y profundamente expresivo. Con sus ojos de cuentas se quedó mirándolo al reojo. Cosa increíble; advirtió Abarca tan increíble como el hecho mismo de que él en medio de aquellas circunstancias lo hubiera advertido. Advirtió que la cabeza de la figurita que se le había acercado estaba peinada, y que traía unas florecitas prendidas junto a la sien.
Como un estómago de hule y llanto, como una membrana elástica llena de amarga y dulce agua que se anuda y disuelve simultáneamente, así se le hizo a Abarca toda el alma. Desde sus lacrimales hasta sus entrañas se le blandió la ternura y la desesperación y la ternura y la desesperación lo inundaron con un sabor irresistible a acero frío y agua profunda. No pudo más, no pudo y se quedó como si nada. Se quedó solo así, tal como estaba, nada más con la sensación de que su piel se había puesto tensa y rígida, y que oprimía y paralizaba dejándolo impedido sin músculos y sin voluntad. Y se apartó de allí, haciéndose como que aquello no le importaba. Todavía cuando se acercó a hablar con Celerino tuvo que aguardar un poco.
Tuvo con Celerino una larga conferencia. Le dijo muchas cosas. Luego recobró su rifle y se quedó en el lugar de Celerino.
A poco, su gente descendía. Uno a uno fue contando y despidiendo desde su escondrijo a los que se partían.
Media hora más tarde salió a enfrentarse con su soledad. Su pensamiento estaba reposando en Catarina. En el momento aquel en que se la había acercado. Entre todas las mujeres que había conocido en su vida, ella era la única que se podía haber alcanzado la puntada de andar peinada y traer florecitas en la sien, en medio de aquellas circunstancias. ¿La dejarían vivir?
Más tarde. Ya a las postreras luces de aquel día, se dedicó a extraer la pólvora de los cartuchos. Luego se puso a regarla en forma de caminito sobre la cresta. En la otra punta ahondó una grieta y le inyectó cartuchos de dos cajas y media y le prendió fuego. Corrió la llama semejante a una rata sobre el filo y se escuchó una detonación.
Tres días más tarde, cuando volvieron nuevamente los soldados, se encontraron con que el único sendero por donde se podía ir a la mesa, o salir de ella, había sido destruido.


1949