Abarca había logrado recuperar su control. Sin duda, los efectos de los
disparos de aquellas gruesas piezas eran de efectos más tremendos; pero
distaban mucho de poseer la precisión de los de un fusil. Ahora que también
podía ser que el objeto que se propusieran fuera distraerlos. Según lo pensó,
corrió a echar un vistazo al desfiladero de donde volvió satisfecho después de
haber comprobado que por ahí no se veía ni un alma. En seguida se dedicó a
distribuir de mejor manera a su gente, cambió a algunos de sitio, a otros les
hizo determinadas advertencias, envió dos a que vigilaran el pasaje, eligió un
sitio donde, a su manera de ver, los niños y las mujeres se estuvieran con
menor peligro y, finalmente, volvió a su puesto. La situación no parecía muy
inquietante. Los obuses no habían hecho un solo blanco.
Pero bien pronto las cosas cambiaron. Habiendo hecho tres disparos de
prueba, los artilleros corrigieron su puntería, y lanzaron casi simultáneamente
otros tres proyectiles. Uno estalló cerca del pasaje, y Abarca pensó en los dos
vigías que acababa de instalar allí. Otro penetró derecho por la boca de una de
las cuevas. Y el tercero cayó entre Abarca y una terna que estaba apostada en
una saliente, detrás de unos troncos secos. Se levantó de nuevo y recorrió ansiosamente
uno tras otro los tres sitios. Del viejo don Cornelio sólo quedaban fragmentos
esparcidos, y una de las mujeres se quedaba sangrando de un costado. Aún no le
quedó tiempo ni para lamentarse, cuando una mole se deshizo en mil piezas
obligándolo a tenderse sobre el suelo. Varias rajuelas se clavaron en su cuerpo
hiriéndolo sin importancia. El fuego arreciaba. Ni siquiera se podían contar
las explosiones. Nutridas y terribles proseguían estallando aquí y allí, y no
dejaban momento de reposo. La gente corría febril, se respiraba un aire de
sabor picante y mezclado con polvo.
La situación era en realidad desesperada. Varias mujeres transidas de
terror huían hacia el sendero que conducía a los picos. Un herido que no paraba
de aullar, empleaba inútilmente todo su esfuerzo pretendiendo seguirlas. Abarca
mismo sintió igual impulso. A no ser porque sabía que replegarse era tanto como
dejar libre acceso a la mesa para los soldados, y ello, su perdición
definitiva, ordenaría una retirada. No por él. Andaba olvidado de sí. Los
destrozos tan rápidos e inesperados como numerosos, la imposibilidad en influir
en alguna forma sobre aquella suerte de “bolita que Dios creó” y al que le dio
le dio, lo tenían anulado. No encontró otra solución que desentenderse de cuanto
pudiera suceder y dedicarse por entero con toda su energía y cálculo a cobrar
al enemigo las pérdidas que le estaba causando. Repasó mentalmente quiénes y
cuántos eran sus hombres, los más aptos y bravos. Inmediatamente, sin perder un
solo instante llamó a los que le pareció más conveniente y se establecieron en
el lugar mejor acondicionado, no obstante ser uno de los más riesgosos y
descubiertos y ofrecer a causa de eso mayor peligro; y se dieron a disparar,
apuntando con calma, en especial a los artilleros.
No les era dado seguir el curso de los efectos de su ofensiva. El enemigo
se encontraba bastante lejos y tenían que conformarse con apuntar, más bien que
contra gente, al tino; guiándose únicamente por la orientación que les
proporcionaba el foguear de los cañones. No obstante, al cabo de un regular
espacio, uno de los cañones suspendió los disparos. Tal vez le habían llegado
al artillero que lo manejaba. Los inundó una ráfaga de optimismo. Abarca se
deslizó aún más hacia la orilla. Habíase arrastrado hasta llegar al límite en
que se acababa la tierra horizontal y comenzaba el plano casi vertical del
acantilado. Tirado en tierra, apoyaba uno de sus codos en el ángulo y su cabeza
quedaba al descubierto y buena parte del cañón de su fusil sobre el vacío.
Los proyectiles seguían cayendo. Aplastado contra el suelo no podía
desentenderse en absoluto del ruido que hacían las trayectorias mortíferas
sobre su cabeza. Al mismo tiempo, una buena parte de su atención era robada por
el movimiento de un núcleo de soldados que se aproximaban. Con mil trabajos,
teniendo el fusil a la espalda y ayudándose con los pies y con las manos,
ascendían otra vez, intentando ganar el sendero. Un estallido desgarró el aire
muy cerca de él, sobre su espalda cayeron cosas; polvo, astillas de madera,
ramos de hojas. Sin volverse miró hacia el sendero y lanzó un suspiro. Las
balas de fusil, aun en cuadro de ejecución apuntando su pecho y encontrándose
él atado e inerme, estaba certísimo, no lo harían temblar; mas no podía sufrir
aquellos abominables obuses. Cada vez que el aire se hacía filoso con un nuevo
silbido se estremecía y apretaba sus huesos contra la tierra, pero
inmediatamente después volvía a sacar la cabeza y seguía disparando.
Ya el sol en declive, medio muerto Abarca de hambre y de cansancio,
sintiendo ardor de quemaduras, y dolor de tendones enmohecidos en sus manos,
dejó su puesto. De vez en cuando, muy distanciados caían los proyectiles.
Aquello era otro mundo. Un suelo lleno de agujeros, árboles destrozados,
astillas de piedras, piedras y ramos rotos, algunos muertos, otros pocos
heridos, gentes quejumbrosas y caras desalentadas mirando todo aquello
pasivamente ya. Fue lo que encontró Abarca.
—No tarda en oscurecer –dijo, diciéndoselo en parte a sí mismo y en parte
a los demás-. Con la noche se verán obligados a darnos una tregua. Yo ya no
puedo más. Querría probar un bocado.
Le contestó el silencio. A un ladito suyo, su mujer lloraba.
—Y a ésta, ¿qué le sucede? –dijo disparadamente, sintiendo que los
nervios se le ponían de punta. Fácilmente advirtió su necedad. Demasiado lo
sabía. Y no, no sabía nada. Romualdo, sin levantar los ojos, dejando caer las
sílabas, le dijo con profunda separación de espíritu, y con enajenado rostro y
voz indiferente-: Llora por Macario. Pero también hay otros. No se remedia nada
con averiguar quiénes y cuántos faltan. Ya después contaremos; aún no termina
esto.
No se daba cuenta Romualdo que estaba acumulando palabras espinosas sobre
una llaga viva. También él era de carne y hueso, también él estaba postrado,
fatigado y con el alma seca e indiferente a todo, si no era al propio
cansancio. Cuando un miembro trabaja más de lo que puede trabajar, y todavía
traspasa mucho, pero mucho el término de su fatiga, acaba por no ser sentido,
se adormece. Pues bien, lo mismo que sucede con un miembro, puede suceder con
todo el cuerpo, y con el sistema nervioso, y, para terminar de una vez, también
puede pasar con el cerebro y con el alma. No es lo mismo saber que un compañero
ha perdido a su hijo durante un estado de ánimo ordinario, que saberlo cuando
el pecho está siendo golpeado aún, después de un día entero de tensiones de
todo género. Y también es cosa conocida que no comprendemos a los demás, sino
cuando estamos limpios de estado de ánimo. Sólo entonces puede crearse el de la
condolencia, por ejemplo; o el de la piedad, como otro ejemplo. Y sólo en horas
serenas, desapasionadas, puede hablarse con tacto.
Para Abarca, en cambio, la noticia fue como la gota de agua que derrama
el vaso; se postró en tierra, se echó de bruces contra el regazo de su mujer y
se dio a llorar sin consuelo pero también sin rebeldía.
Y no era el único; había más grupos unidos por el dolor de alguna pérdida
común. Se desentendieron de los soldados y no advirtieron que los obuses habían
cesado casi por completo.
Los soldados, comandados por un astuto oficial, o supieron adivinar lo
que sucedía arriba o presumieron atinada o desatinadamente cualquier cosa; el
caso es que acordaron obrar en forma que les resultó acertada. Debieron movilizarse
con gran celeridad. Pues en un lapso de tiempo muy inferior a dos horas, ya
habían rodeado y estaban acampados frente al pasaje y aún intentando entrar en
él. El cojo Lucas fue el que se percató del negocio y de su boca salió la voz
de alarma. A todos se impuso la convicción de la necesidad que tenían de acudir
a la entrada y ahí se apostaron. Abarca miró a sus hombres y calculó, útiles,
unos dieciocho escasos. Luego sopeso al enemigo. Eran más numerosos de lo que
habían creído en un principio. Y experimentó un sentimiento de orgullo.
Soldados y guardas armados con cañones y fusiles marchaban contra él.
Cuando Abarca vio, tras el halo de sol ya hundido tras los montes,
recortarse sobre el filo las siluetas de los soldados, se sintió tan
axiomáticamente superior que estuvo a punto de ponerlos en guardia; pero se
acordó de su mujer llorando por la muerte de su hijo y se comió las palabras
masticándolas hasta hacerlas rechinar entre sus dientes. Celerino se echó el
fusil al hombro y apuntó. Abarca lo detuvo con un gesto que todos entendieron.
Así es que cuando los atacantes estuvieron cerca del árbol, que era donde
ofrecían mejor blanco y donde tenían que caminar con mayor lentitud, de un
golpe, como si hubieran avisado, los dieciséis hombres de Abarca empezaron a
disparar. Ninguno había disparado cuatro veces cuando ya el pasaje estaba
perfectamente despejado. Pero no por eso dejaron de disparar. Sus sentimientos
se revolvían en confuso torbellino y el furor de la venganza ardía con
terribles llamaradas adentro de su pecho. Los soldados disparaban igualmente
sin detenerse. Tirados sobre el suelo se acogían a los ligeros accidentes del
terreno; pero no por eso dejaban de ofrecer excelentes blancos.
De ambos lados hubo pérdidas. Los soldados estaban en una posición
tremendamente inferior; pero eran muchos los tiros que entre todos juntos
podían disparar y la gente de Abarca también mermaba.
Al fin los soldados se batieron en retirada. Se hacía noche. Mientras los
veía retirarse, abarca sonrió de satisfacción.
Durante el día siguiente Abarca pudo todavía dominar su fortaleza; pero
porque los soldados no se acercaron mucho, limitándose a cañonear
intermitentemente, sin ningún orden ni táctica definida o comprensible.
A tiempo de uno de esos recesos, hallábase Abarca descuidado.
Súbitamente, sin que pudiera saberse el porqué, recordó con muy viva
insistencia los cañones, abocados, convergentes exactamente hacia él y a punto
de tronar de nuevo. Pensarlo y sentir un incontenido y profundo miedo físico,
todo fue uno; pero tan agudo, tan dominador e intenso que quiso prevenir a los
que con él estaban. No lo hizo, sin embargo, porque comprendió que no podría
explicarlo. Se conformó con levantarse y cambiar de lugar él solo, sin decir
nada. No bien lo hubo hecho, cuando el bombardeo se desató furioso y con tal
rapidez, que los que ahí quedaron fueron deshechos, sin haber tenido tiempo ni
de gritar siquiera.
Más valía que a todos nos hubiera pasado ya lo mismo. Total; no quedamos
ya ni la mitad de los que éramos. Así se expresaba por dentro, cuando Celerino
y Saldaña le trajeron la nueva de que una muchacha, desesperada de no encontrar
comida, se había puesto a perseguir una libre y se acababa de despeñarse.
También le planteó el problema general. Lo más insostenible de la situación
consistía en las mujeres. Tenían miedo y hambre y no sabían qué hacer.
Abarca le entregó su fusil encargándole que vigilara la cresta y fue a
encontrar a las mujeres.
Las encontró desalentadas, tristes y enflaquecidas. Trató de consolarlas;
para calmarlas un poco les ofreció ir a buscar algo de comer. Les suplicó que
no desesperaran, que confiaba en no regresar con las manos vacías.
Después de mucho rato, volvió, como era natural, sin traer nada. No se
atrevía ni a verlas. Rodeó, a fin de esquivarlas, alentándose in mente, sin resultado alguno, con
dichos y sentencias filosóficas de esos que suele usar el pueblo como aquel que
dice: “No hay mal que dure cien años…” y “Si tu mal tiene remedio, ¿por qué te
apuras? Y si no lo tiene, ¿para qué te apuras?...”
Saldaña se le apartó y fue con las mujeres. Tenía el propósito de hacer
por que cundiera una proposición que iba a hacerles. Desde la víspera había
estado rumiando la idea de que debían rendirse. Era completamente inútil y
tonto prolongar la resistencia. Carecían de víveres, no cabía esperanza de
auxilio, empezaba a ser preciso escatimar los cartuchos; ¿qué iban a hacer?
Las mujeres y los heridos lo oyeron. Sus argumentos cayeron en terreno
propicio; no sólo fueron aprobados; pero unos lloraron, otros gritaron y por
poco no se armó un tumulto. Sin embargo, quedaba una cuestión: Ya conocen a
Abarca. Abarca no iba a dejarse persuadir.
—Que se quede él si quiere –resolvió una vieja-. Vamos a decirle que
nosotros queremos rendirnos.
—Está bien –alternó otra vieja-, pero, y si nos rendimos ¿nada más nos
meterán a la cárcel? ¿No nos matarán?
—Y qué, que nos maten –refunfuñó un herido de poca gravedad, arrojando
las palabras al sesgo, como si en lugar de palabras arrojara saliva por el
hueco que al abandonarlo le dejara en la boca varios dientes caídos.
—Todo es preferible –recalcó Saldaña-. No podemos esperar ningún fin más
malo que el que nos espera aquí. Sobre todo, yo creo que a ustedes las mujeres
y a los que todavía no llegan a hombres, tendrán que dejaros.
Por fin, y sin alegar ya mucho, se resolvieron y el propio Saldaña fue en
busca de Abarca.
Abarca recibió el cuento impasible. Lo traicionaban, muy bien, cada uno
era dueño de hacer lo que quisiera. No era él el que les iba a quitar la
libertad. No le gustaba el sesgo que acababan de tomar los acontecimientos. Él
se había sacrificado por una causa común. En la lucha entre la justicia y la
fuerza, la justicia merecía una derrota menos vil…
Oh oscura cosa, incomprensible espíritu del hombre. Y qué fuerzas sin
ojos suelen ponerse en juego para encaminarte, que ni el ojo las ve ni el
poseído por ellas las entiende. ¿De dónde nacen estas ideas absurdas que encajonan
al hombre por el camino recto, y lo hacen escoger las espinas mejor que el
rodeo y la desviación?
Hasta lo último, hasta la soledad y hasta la muerte, trascendería él sin
domeñarse. Su dirección, su estrella, su brújula y su rumbo estaban en su
frente. Si se lo preguntaran, no lo
sabría explicar. Nosotros también nos encontramos en medio del asombro y
de la oscuridad. Tampoco nosotros encontramos las palabras que lo hagan parecer
congruente. Y así es, sin embargo. Cualquier hombre, cualquier harapo humano,
se encuentra a veces con que en su vida no hay alternativas, con que entre
todos los caminos el suyo es sólo uno.
—¿Qué piensas tú?
—Yo nada –contestó Abarca-. Nada más una cosa; que me quedo.
—¿Lo oyes? ¡Que él no se va!
—Si él no se va, yo tampoco me voy –Dijo Liboria apesadumbrada-. Al fin
que para mí, ya todo es lo mismo.
Catarina se acercó a su padre. Era una mocetona trigueña, nada linda;
pero con el don de un rostro muy particular y característica y profundamente
expresivo. Con sus ojos de cuentas se quedó mirándolo al reojo. Cosa increíble;
advirtió Abarca tan increíble como el hecho mismo de que él en medio de aquellas
circunstancias lo hubiera advertido. Advirtió que la cabeza de la figurita que
se le había acercado estaba peinada, y que traía unas florecitas prendidas
junto a la sien.
Como un estómago de hule y llanto, como una membrana elástica llena de
amarga y dulce agua que se anuda y disuelve simultáneamente, así se le hizo a
Abarca toda el alma. Desde sus lacrimales hasta sus entrañas se le blandió la
ternura y la desesperación y la ternura y la desesperación lo inundaron con un
sabor irresistible a acero frío y agua profunda. No pudo más, no pudo y se
quedó como si nada. Se quedó solo así, tal como estaba, nada más con la
sensación de que su piel se había puesto tensa y rígida, y que oprimía y
paralizaba dejándolo impedido sin músculos y sin voluntad. Y se apartó de allí,
haciéndose como que aquello no le importaba. Todavía cuando se acercó a hablar
con Celerino tuvo que aguardar un poco.
Tuvo con Celerino una larga conferencia. Le dijo muchas cosas. Luego
recobró su rifle y se quedó en el lugar de Celerino.
A poco, su gente descendía. Uno a uno fue contando y despidiendo desde su
escondrijo a los que se partían.
Media hora más tarde salió a enfrentarse con su soledad. Su pensamiento
estaba reposando en Catarina. En el momento aquel en que se la había acercado.
Entre todas las mujeres que había conocido en su vida, ella era la única que se
podía haber alcanzado la puntada de andar peinada y traer florecitas en la
sien, en medio de aquellas circunstancias. ¿La dejarían vivir?
Más tarde. Ya a las postreras luces de aquel día, se dedicó a extraer la
pólvora de los cartuchos. Luego se puso a regarla en forma de caminito sobre la
cresta. En la otra punta ahondó una grieta y le inyectó cartuchos de dos cajas
y media y le prendió fuego. Corrió la llama semejante a una rata sobre el filo
y se escuchó una detonación.
Tres días más tarde, cuando volvieron nuevamente los soldados, se
encontraron con que el único sendero por donde se podía ir a la mesa, o salir de ella, había sido destruido.