Coda
No hace mucho
iba caminando por las calles de Nueva York. El viejo y querido Broadway. Era de
noche y el cielo estaba de un azul oriental, tan azul como el oro en el techo
de la Pagode, rue de Babylone, cuando
la máquina empieza a tintinear. Estaba pasando exactamente por debajo del lugar
en que nos conocimos. Me quedé allí un momento mirando las luces rojas de las
ventanas. La música sonaba como siempre: alegre, picante, encantadora. Estaba
solo y había millones de personas a mi alrededor. Estando allí, me vino la idea
de que había dejado de pensar en ella; pensaba en este libro que estoy
escribiendo, y el libro había pasado a ser más importante para mí que ella, de
todo lo que nos había ocurrido. ¿Será este libro la verdad, toda la verdad y
nada más que la verdad, lo juro? Al meterme otra vez entre la multitud, me
debatía con esa cuestión de la «verdad». Durante años he estado intentando
contar esta historia y siempre la cuestión de la verdad ha pesado sobre mí como
una pesadilla. He contado a otros una y mil veces las circunstancias de nuestra
vida, y siempre he dicho la verdad. Pero la verdad puede ser también una
mentira. La verdad no es suficiente. La verdad es sólo el núcleo de una
totalidad que es inagotable.
Recuerdo que la primera vez que nos separamos esta idea de la totalidad
se adueñó de mí. Cuando me dejó, fingía, o quizás lo creyese, que era necesario
para nuestro bien. Yo sabía en el fondo de mi corazón que estaba intentando
librarse de mí, pero era demasiado cobarde como para reconocerlo. Pero cuando
comprendí que podía prescindir de mí, aunque fuera por un tiempo limitado, la
verdad que había intentado desechar empezó a crecer con alarmante rapidez. Fue
más doloroso que ninguna otra cosa que hubiera experimentado antes, pero también
fue curativo. Cuando quedé completamente vacío, cuando la soledad hubo
alcanzado tal punto, que no podía agudizarse más, de repente tuve la sensación
de que, para seguir viviendo, había que incorporar aquella verdad intolerable a
algo mejor que el marco de la desgracia personal. Tuve la sensación de que había
dado un cambio de rumbo imperceptible hacia otro dominio, un dominio de fibra más
fuerte, más elástica, que la verdad más horrible no podía destruir. Me senté a
escribirle una carta en la que le decía que me sentía tan desdichado por
haberla perdido, que había decidido iniciar un libro sobre ella, un libro que
la inmortalizaría. Dije que sería un libro como nadie había visto antes. Seguí
divagando extáticamente, y de repente me interrumpí para preguntarme por qué me
sentía tan feliz.
Al pasar bajo la
sala de baile, pensando de nuevo en este libro, comprendí de repente que
nuestra vida había llegado a su fin: comprendía que el libro que estaba
proyectando no era sino una tumba en que enterrarla… y al yo mío que le había
pertenecido. Eso fue algún tiempo, y desde entonces he estado intentando
escribirlo. ¿Por qué es tan difícil? ¿Por qué? Porque la idea de un «fin» es
intolerable para mí.
Fragmento (1938).
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