lunes, 1 de julio de 2013

Trópico de Capricornio (Henry Miller)

Coda

No hace mucho iba caminando por las calles de Nueva York. El viejo y querido Broadway. Era de noche y el cielo estaba de un azul oriental, tan azul como el oro en el techo de la Pagode, rue de Babylone, cuando la máquina empieza a tintinear. Estaba pasando exactamente por debajo del lugar en que nos conocimos. Me quedé allí un momento mirando las luces rojas de las ventanas. La música sonaba como siempre: alegre, picante, encantadora. Estaba solo y había millones de personas a mi alrededor. Estando allí, me vino la idea de que había dejado de pensar en ella; pensaba en este libro que estoy escribiendo, y el libro había pasado a ser más importante para mí que ella, de todo lo que nos había ocurrido. ¿Será este libro la verdad, toda la verdad y nada más que la verdad, lo juro? Al meterme otra vez entre la multitud, me debatía con esa cuestión de la «verdad». Durante años he estado intentando contar esta historia y siempre la cuestión de la verdad ha pesado sobre mí como una pesadilla. He contado a otros una y mil veces las circunstancias de nuestra vida, y siempre he dicho la verdad. Pero la verdad puede ser también una mentira. La verdad no es suficiente. La verdad es sólo el núcleo de una totalidad que es inagotable.
Recuerdo que la primera vez que nos separamos esta idea de la totalidad se adueñó de mí. Cuando me dejó, fingía, o quizás lo creyese, que era necesario para nuestro bien. Yo sabía en el fondo de mi corazón que estaba intentando librarse de mí, pero era demasiado cobarde como para reconocerlo. Pero cuando comprendí que podía prescindir de mí, aunque fuera por un tiempo limitado, la verdad que había intentado desechar empezó a crecer con alarmante rapidez. Fue más doloroso que ninguna otra cosa que hubiera experimentado antes, pero también fue curativo. Cuando quedé completamente vacío, cuando la soledad hubo alcanzado tal punto, que no podía agudizarse más, de repente tuve la sensación de que, para seguir viviendo, había que incorporar aquella verdad intolerable a algo mejor que el marco de la desgracia personal. Tuve la sensación de que había dado un cambio de rumbo imperceptible hacia otro dominio, un dominio de fibra más fuerte, más elástica, que la verdad más horrible no podía destruir. Me senté a escribirle una carta en la que le decía que me sentía tan desdichado por haberla perdido, que había decidido iniciar un libro sobre ella, un libro que la inmortalizaría. Dije que sería un libro como nadie había visto antes. Seguí divagando extáticamente, y de repente me interrumpí para preguntarme por qué me sentía tan feliz.

Al pasar bajo la sala de baile, pensando de nuevo en este libro, comprendí de repente que nuestra vida había llegado a su fin: comprendía que el libro que estaba proyectando no era sino una tumba en que enterrarla… y al yo mío que le había pertenecido. Eso fue algún tiempo, y desde entonces he estado intentando escribirlo. ¿Por qué es tan difícil? ¿Por qué? Porque la idea de un «fin» es intolerable para mí.
Fragmento  (1938).

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