ADRIANA
Con motivo de estas innobles embestidas de la
oposición, me referiré a la mujer que ejerció tanta influencia en cierta época
de mi vida. La llamaremos Adriana. Se presentó en mi despacho con tarjeta del
propio Madero. Necesitaba abogado, pero no ante los tribunales, sino ante la
opinión. Hacía tiempo que la molestaban bajamente sólo porque se había atrevido
a inaugurar un servicio de enfermeras neutrales, cuando la Cruz Roja porfirista
declaró que no curaría a los rebeldes. El país entero aclamo entonces como
heroína a quien supo reclutar mujeres y médicos para acudir al campo rebelde,
desatendiendo el servicio oficial. Pero ahora se volvían contra ella, a veces
hasta los mismos que la habían aplaudido. Su fidelidad al Gobierno la
arrastraba en la misma ola de fango que a nosotros nos batía. Sin titubeo
escribí una serie de artículos apasionados en defensa de la correligionaria y
en homenaje de la mujer cuya belleza notoria desde el primer momento me
fascinó. Para caracterizar su atractivo desenterré la frase de Eurípides:
“Hermosura punzante como la de una rosa…”
Era una Venus elástica, de tipo
criollo provocativo y risa voluptuosa. Pronto comprobé que era una de las raras
mujeres que no desilusionan en la prueba, sino que avivan el deseo, acrecientan
la complacencia más allá de lo que promete la coquetería y lo que exige la
ambición.
Para platicar de sus asuntos me
visitaba en el bufete cuando concluía la jornada. Algunas veces esperaba
mientras atendía a algún cliente de última hora o daba las órdenes para el
trabajo del día siguiente. Luego salíamos; tomados del brazo, caminando por las
calles más concurridas, olvidados de la gente y sus acechanzas. Acababa de
ascender Madero a la Presidencia. Celebraba la ciudad las “posadas”
tradicionales; mi esposa las festejaba con sus amistades de Oaxaca. Los
familiares de Adriana también se divertían en su círculo. Ella y yo, los dos
solitarios, más bien acompañados del mundo, comprábamos de paso la langosta en
el Colón, y champaña, y tomábamos el camino de Tizapán. Vivía allí, en una
pequeña quinta que le cediera provisionalmente su padre, modesta de
habitaciones, pero con un jardín lozano y árboles seculares.
Las palabras de Adriana fluían como
las notas de la flauta que hipnotiza a las bestias. Desde hacía años la
serpiente de mi sensualidad reclamaba una encantadora. A su lado brotaba de mi
corazón la ternura y de mis sentidos el goce. La boca de Adriana, fina y
pequeña, perturbaba por un leve bozo incesante. Unos dientes blancos, bien
recortados, intactos sobre la encía limpia, iluminaban su sonrisa. La nariz
corta y altiva temblaba en las ventanillas voluptuosas, un hoyuelo en cada
mejilla le daba gracia, y los ojos negros, sombreados, abismales, contrastaban
con la serenidad de una frente casi estrecha y blanca, bajo la negra cabellera
abundosa. Decía de ella la fama que no se le podía encontrar un solo defecto
físico. Su andar de piernas largas, caderas anchas, cintura angosta y hombros
estrechos, hacían volver a la gente a mirarla. Largo el cuello, corto el busto,
aguzados los senos, ágilmente musical el talle, suelto el ademán, estremecía
dulcemente el aire desalojado por su paso. Bajo la falda, una pantorrilla
gruesa remataba en tobillo airoso, redondo, y empeine arqueado de danzarina. El
vientre de Adriana era digno de la esmeralda de Salomé. Deprimido el estómago,
adelantado en el pubis. Cuando vestía seda entallada, color de vino, su cutis
delicado era nácar y oro. Y bastaba tocarle la mano para sentir la
voluptuosidad de los serrallos.
Tan rara perfección del demonio andaba
ya por los treinta y no había llegado a bailarina famosa ni a reina. De broma
solía decirle que era lo mejor del botín revolucionario, por lo que yo me la
adjudicaba. La vida anterior de Adriana era un tanto misteriosa; casada y divorciada
una vez, viuda otra, conocía el idioma inglés con esa perfección que no se adquiere
en los libros. Por el Sur de Estados Unidos vivió una temporada y allí aprendió
enfermería. Entre sus ascendientes había un ministro de Juárez y emigrantes
vascos establecidos desde antiguo por Veracruz. Era perseguida de pretendientes
y murmuradores. Para dormir a su lado era preciso guardar un ojo al acecho.
Especialmente en aquella casa quinta de árboles frondosos y tapias altas, donde
caían, ya tarde, dos o tres hermanos celosos.
Uno de los más recientes caprichos de
Adriana había sido presentarse en una asamblea de estudiantes de Medicina,
donde se hacía censura de su gestión como enfermera en campaña. Al principio,
su belleza se impuso; pero se mostró gobiernista en su discurso, y ciertos
galanteadores despechados hicieron correr la voz de que era amante de Madero;
la heroica asamblea se puso a sisearla. Ocurrió todo esto días antes de que yo
la dirigiera. Lo primero que le aconsejé fue la abstención completa de toda
presencia en público y el silencio. Que me dejara a mí liquidar esas cuentas;
ya llegaría la ocasión.
Se presentó ésta, justamente, con
motivo de las manifestaciones antimaderistas que siguieron a la vista de Manuel
Ugarte. Los estudiantes, equivocados, se hacían instrumento de los enemigos del
nuevo régimen o del sentir de sus familiares heridos en algún interés personal,
o simplemente resultaban un reflejo de la pasión acumulada en el ambiente del
momento. Lo cierto es que llevaban días de celebrar juntas y pronunciar
discursos por plazas y calles. Nos acusaban de falta de patriotismo. El
Gobierno despilfarraba, si no es que robaba, los dineros de la reserva acumulada
por Porfirio Díaz. La nación estaba en peligro. La juventud debía actuar.
Crecidos en sus exigencias, los alumnos de Jurisprudencia echaban de la Dirección
a Luis Cabrera. Otro grupo se había ido a buscar profesores del porfirismo para
fundar la Escuela Libre de Derecho. Para campeones de la ley buscaban a los
antiguos servidores de la tiranía. Sin embargo, todo el mundo observaba y
callaba. La prensa toda tomó el partido de la “juventud”. Se erguía el fetiche
del estudiante.
Tanta confusión de valores me irritaba
aun sin estar yo mezclado en ella, pero ahora la amistad con Adriana me encendió.
Llamé a un reportero del diario más leído; le entregué unas declaraciones.
Recordaba en ellas el envilecimiento de la clase estudiantil durante el
porfirismo. Hacía memoria de las mascaradas de adhesión al caudillo encabezadas
con los estandartes de las escuelas que tantas veces así deshonramos. Que no
anduvieran hablando ahora de la libre Escuela de Jurisprudencia, porque no
había sabido serlo durante la tiranía y ahora abusada de la libertad. “Que no
se ufanaran nada más de ser jóvenes, porque se podía ser joven y servil como lo
fuera la mayoría que no se conmovió con nuestra prédica revolucionaria, que no
contribuyó al peligro ni oyó la voz del deber…” El efecto fue inmediato; se
juntaron todas las escuelas y decidieron celebrar una manifestación de protesta
en contra de mi persona. Por momentos recibía de los amigos las noticias de la
marcha de los debates y de los términos del plan aprobado. Los diarios de la
tarde publicaron los discursos adversos y el programa de la manifestación
hostil. Una palpitación de odio conmovió a la ciudad. A eso de las seis de la
tarde desembocaba la columna por Plateros. Varios miles de colegiales venían de
sus escuelas del rumbo de San Ildefonso y se dirigían a mi despacho en la calle
San Francisco. Avanzaban por la avenida gritando “mueras” y deteniéndose en las
esquinas para pronunciar discursos. El público de paseantes, que a esa hora
llena la avenida, escuchaba con maledicencia y curiosidad. Por la lengua
ingenua de la juventud hablaba el rencor anónimo. Algunos oradores no me
conocían, pero se exaltaban adjetivándome. Cuando llegaron casi a la esquina de
la High Life, cerré mi balcón y bajé
a la calle para curiosear. Me situé enfrente por el callejón de los Azulejos.
Allí, con la salida franca, escuché la algarabía. No pasó de algún vidrio roto
en los bajos. Los manifestantes llegaron ya cansados, y como mi balcón era alto
y lo vieron a oscuras, duraron poco en su labor ofensiva. Se dispersaban ya
cuando un grupo me vio, al borde de la acera. La sorpresa de encontrarme a pie,
revuelto entre ellos, me dio tiempo para cambiar de calle y perderme de nuevo
entre la gente. A la vuelta tomé un taxi. No había querido que uno solo de mis
amigos me acompañara en el trance, porque secretamente y en el sitio
previamente convenido me esperaba Adriana. La encontré excitada, nerviosa, casi
dichosa. Ella también había buscado la manifestación y desde un auto la siguió
a distancia.
¿Ahora qué haría yo? ¡Qué bien que les
había dolido el castigo! ¿Y qué más iba yo a decirles? Por lo pronto resolvimos
cenar juntos. Después, ¡si los muchachos hubieran podido imaginar mi gratitud!
Pocas veces un vencedor fue tan ampliamente recompensado.
1935
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