domingo, 9 de marzo de 2014

Mujeres (Charles Bukowski)

Donny trajo la bebida y se puso a hablar con Dee Dee. Parecían conocer a la misma gente. Yo no conocía a nadie. Costaba mucho lograr excitarme. No me importaba. No me gustaba Nueva York. No me gustaba Hollywood. No me gustaba el rock. No me gustaba nada. Quizás tuviese miedo. Eso era, sentía miedo. Quería sentarme solo en una habitación con las persianas bajadas. Me recreé un poco con ello. Yo era chiflado. Un lunático. Y Lydia se había ido.
Acabé mi bebida y Dee Dee me pidió otra. Empecé a sentirme como un chulo mantenido y era magnífico. Ayudaba a mi melancolía. No hay nada peor que estar en la ruina y ser abandonado por tu mujer. Nada qué beber, sin trabajo, sólo las paredes, sentarse allí mirando a las paredes y cavilando. Así es como vuelven las mujeres a ti, pero hace daño y a ellas también las debilita. O eso me gustaba creer.
El desayuno era bueno. Huevos guarnecidos con una variedad de frutas… piñas, melocotones, peras… grandes nueces de temporada. Era un buen desayuno. Acabamos y Dee Dee me pidió otra copa. El pensamiento de Lydia todavía continuaba dentro de mí, pero Dee Dee me gustaba. Su conversación era inteligente y entendida. Conseguía hacerme reír, que era lo que necesitaba. Mi risa estaba allí concentrada dentro de mí esperando a salir como un volcán: JAJAJAJAJA, oh dios mío oh JAJAJAJAJA. Me sentía muy bien cuando ocurría. Dee Dee sabía unas cuantas cosas acerca de la vida. Dee Dee sabía que lo que le pasaba a uno le pasaba a la mayoría de nosotros. Nuestras vidas no eran tan diferentes, aunque nos gustase pensar lo contrario.
El dolor es extraño. Un gato que mata a un pájaro, un coche accidentado, un incendio… llega el dolor, BANG, y allí está, se introduce en ti. Es real. Y para cualquiera que te vea, parecerás un imbécil. Como si te hubiese caído una idiotez repentina. No hay cura para ello mientras no encuentres a alguien que comprenda cómo te sientes y sepa cómo ayudarte.
Volvimos a su coche.
-Conozco justo el lugar donde llevarte para que te animes –dijo Dee Dee. Yo no contesté. Me dejaba llevar como si fuera un inválido. Lo que era.
Le dije a Dee Dee que parase en un bar. Uno de los suyos. El camarero la conocía.
-Este –me dijo mientras entrábamos- es el bar donde se dejan caer muchos escritores. Y también gente de teatro.
Todos me disgustaron inmediatamente, ahí sentados actuando como seres inteligentes y superiores. Tratando de anularse entre sí. La peor cosa para un escritor es conocer a otro escritor, y peor que eso, conocer a muchos escritores. Como moscas en la misma trampa.
-Vamos a coger una mesa –dije yo. Y allí estaba, un escritor de 65 dólares a la semana sentado en una sala rodeado de otros escritores, escritores de mil dólares a la semana. Lydia, pensé, estoy prosperando. Te arrepentirás. Algún día entraré en restaurantes de lujo y seré reconocido. Tendrán reservada una mesa especial para mí en el fondo, junto a la cocina.
Nos trajeron nuestras bebidas y Dee Dee me miró.
-Eres bueno con la lengua. Nunca nadie me lo ha comido tan bien.
-Lydia me enseñó. Luego yo le añadí algunos toques propios.
Un joven de piel oscura se levanto y se acercó hasta nuestra mesa. Dee Dee nos presentó. El chico era de Nueva York, escribía para el Village Voice y otras revistas de Nueva York. Dee Dee y él se entregaron por un rato al parloteo de nombres y entonces él preguntó:
-¿Qué hace tu marido?
-Tengo un gimnasio –dije-. Boxeadores. Cuatro buenos chicos mexicanos. Y un chaval negro. Un verdadero bailarín. ¿Cuánto pesas tú?
-78 kilos. ¿Fuiste boxeador? Tu cara parece haber recibido buenas zurras.
-He recibido unas cuantas. Podemos meterte en los 70 kilos. Necesito un peso ligero sudaca.
-¿Cómo has sabido que yo era sudamericano?
-Estás sosteniendo el cigarrillo con la mano izquierda. Pásate por el gimnasio de Main Street. El lunes por la mañana. Empezaremos a entrenarte. Los cigarrillos fuera. ¡Puedes ir tirando ése!
-Oye, tío, yo soy escritor. Uso una máquina de escribir. ¿Nunca has leído nada mío?
-Yo sólo leo la página de sucesos… asesinatos, violaciones, peleas, estafas, accidentes y la columna de Ann Landers.
-Dee Dee –dijo él-, tengo una entrevista con Rod Stewart dentro de treinta minutos. Tengo que irme. –Se fue.
Dee Dee pidió otro par de copas.
-¿Por qué no te puedes comportar decentemente con las personas? –me preguntó.
-Por miedo –dije yo.
(1979)

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