El porche trasero de la tienda estaba construido
sobre la ladera cortada a pico, y al asomarse se veían debajo los cañones de
las chimeneas de los vecinos, como es normal en Simla. Pero incluso más que el
desayuno decididamente persa preparado por el sahib Lurgan con sus propias
manos, a Kim le fascinó la tienda. El museo de Lahore era más grande, pero aquí
había más maravillas: dagas de fantasmas y ruedas de oraciones del Tíbet; collares
de turquesas y de ámbar en bruto; brazaletes de jade verde; bastoncitos de
incienso curiosamente empaquetados en tarros con incrustación de granates en
bruto; las máscaras de diablos de la noche anterior y una pared cubierta de
colgaduras de color azul eléctrico; Budas dorados y altarcitos portátiles de
laca; samovares rusos con turquesas en la tapa; juegos de delicadísima
porcelana en extrañas cajas octogonales de caña; crucifijos de marfil amarillo…
procedentes nada menos que de Japón, según manifestó el sahib Lurgan; alfombras
en fardos polvorientos, espantosamente malolientes, escondidas tras biombos rotos
y podridos de dibujo geométrico; aguamaniles persas para lavarse las manos
después de las comidas; incensarios de cobre mate, ni chinos ni persas, con una
banda de fantásticos demonios corriendo por toda su circunferencia; cinturones
de plata deslustrada que se anudaban como cuero sin curtir; horquillas de jade,
marfil y calcedonia; armas de todos los tipos y clases, y un millar de otras
curiosidades estaban embaladas, o amontonadas, o simplemente tiradas por la
habitación dejando tan sólo un espacio libre en torno a la desvencijada mesa de
madera donde trabajaba el sahib Lurgan.
-Esas cosas no son nada –dijo su
anfitrión, siguiendo la mirada de Kim-. Las compro porque son bonitas, y a
veces las vendo… si me agrada el aspecto del comprador. Mi trabajo está sobre
la mesa… parte de él.
Las piedras preciosas resplandecían
con la luz de la mañana: destellos rojos y azules y verdes, subrayados por la
violenta llamarada azul casi blanca de un brillante de cuando en cuando. Los
ojos de Kim se dilataron de admiración.
-Sí, esas piedras están muy bien. No
les perjudica tomar el sol. Además son baratas. Pero con las piedras enfermas
es muy distinto. –Llenó de nuevo el plato de Kim-. Nadie, excepto yo, sabe cómo
tratar una perla enferma y devolver el azul a las turquesas. No incluyo los ópalos,
cualquier necio puede sanar un ópalo, pero para una perla enferma sólo estoy
yo. ¡Supón que me muriera! Entonces no quedaría nadie… ¡No, no! Tú no puedes hacer nada con joyas. Será
suficiente con que entiendas algo acerca de la Turquesa…, algún día.
Se trasladó al extremo del porche para
volver a llenar en el filtro la pesada jarra de arcilla porosa.
-¿Quieres beber?
Kim asintió con la cabeza. El sahib
Lurgan, a cinco metros de distancia, puso una mano en la jarra. Un instante
después estaba junto al codo de Kim, llena hasta un centímetro del borde, y tan
sólo una pequeña arruga en el mantel blanco marcaba el lugar por donde se había
deslizado.
Kim lanzó una exclamación de absoluto
asombro.
-Eso es magia.
La sonrisa del sahib Lurgan reveló que
el elogio le había complacido.
-Lánzamela.
-Se romperá.
-Te digo que me la vuelvas a tirar.
Kim la arrojó al azar. Se quedó corta
y cayó, rompiéndose en cincuenta pedazos, al mismo tiempo que el agua se
derramaba por las tablas sin desbastar las tablas del porche.
-Dije que se rompería.
-No importa. Mírala. Fíjate en el
trozo más grande.
El trozo más grande tenía un brillo de
agua en la curva, como si fuese una estrella sobre el suelo. Kim miró con
fijeza. El sahib Lurgan le puso suavemente una mano en la nuca, se la acarició
dos o tres veces y susurró:
-¡Fíjate! Las piezas van a unirse otra
vez, una a una. Primero el trozo más grande se unirá con los dos que tiene a
derecha e izquierda… a derecha e izquierda. ¡Fíjate!
Kim no hubiera podido volver la cabeza
ni por salvar la vida. La suave caricia le mantenía como atornillado, y sentía
un agradable hormigueo por todo el cuerpo. Había ya un trozo muy grande de
jarra en lugar de los tres anteriores, y sobre ellos la imprecisa silueta de la
vasija en su totalidad. Kim veía el porche a través suyo, pero se espesaba y oscurecía
con cada latido del pulso. Y sin embargo -¡qué despacio acudían los
pensamientos!- la jarra se había roto delante a sus ojos. Otra oleada de fuego
cosquilleante le corrió cuello abajo al mover la mano el sahib Lurgan.
-¡Fíjate! Ya está adquiriendo forma –dijo
su anfitrión.
Hasta entonces Kim había estado
pensando en hindi, pero tuvo un estremecimiento, y con un esfuerzo como el de
un nadador que, al ver tiburones, se proyecta a sí mismo a medias fuera del
agua, su mente salió de una oscuridad que se la estaba tragando y se refugió en…
¡la tabla de multiplicar en inglés!
-¡Fíjate! Ya se está formando.
La jarra se había roto… sí, roto…, la
palabra indígena, no; no iba a pensar en ella… sino en romper, roto… en
cincuenta trozos, y dos veces tres eran seis, y tres veces tres eran nueve, y
cuatro veces tres, doce. Se aferró desesperadamente a la repetición. La silueta
imprecisa de la jarra se disolvió como una niebla después de frotarse los ojos.
Allí estaban los pedazos rotos; el agua derramada secándose al sol, y a través
de las grietas del suelo del porche se veía, dividida en franjas, la pared
blanca de la casa de abajo… y ¡tres veces doce eran treinta y seis!
-¡Fíjate! ¿No está adquiriendo forma? –preguntó
el sahib Lurgan.
-Pero está rota…, rota –jadeó Kim. El
sahib Lurgan llevaba medio minuto murmurando en voz baja-. ¡Mire! ¡Dekho! Está igual que antes.
-Está igual que antes –dijo Lurgan,
contemplando a Kim detenidamente mientras el muchacho se frotaba el cuello-.
Pero tú eres el primero entre muchos que lo ha visto así. –Se limpió el sudor
de la amplia frente.
-¿También eso era magia? –preguntó Kim,
receloso. Había desaparecido el hormigueo de su cuerpo y se sentía
extraordinariamente despierto.
-No; no era magia. Se trataba tan sólo
de ver si había… un defecto en una joya. A veces joyas muy finas se deshacen si
un hombre las aprieta con la mano y sabe cómo hacerlo. Por eso hay que tener
cuidado antes de montarlas. Dime, ¿viste la forma de la jarra?
-Durante muy poco tiempo. Empezó a
crecer del suelo como una flor.
-Y después, ¿qué hiciste? Quiero
decir, ¿cómo pensaste?
-Sabía que estaba rota y, por lo
tanto, creo, eso fue lo que pensé… y estaba
rota.
-¡Hummm! ¿Hay alguien que haya hecho
este tipo de magia contigo anteriormente?
-Si así fuera –dijo Kim-, ¿cree usted que
lo permitiría una segunda vez? Saldría corriendo.
-Y ahora no tienes miedo, ¿eh?
-Ahora no.
El sahib Lurgan le miró con más
detenimiento que nunca.
-Se lo preguntaré a Mahbub Alí… ahora
no, dentro de unos días –murmuró-. Estoy contento contigo…, sí; y estoy
contento contigo…, no. Eres el primero que se ha librado. Me gustaría saber qué
ha sido lo que… Pero tienes razón. No debes decirlo…, ni siquiera a mí.
Se volvió hacia la penumbra de la
tienda y se sentó en la mesa, frotándose las manos suavemente. De detrás de una
pila de alfombras salió un débil gemido ronco. Era el niño hindú, obedientemente
sentado de cara a la pared. El desconsuelo agitaba sus frágiles hombros.
1901
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