martes, 17 de junio de 2014

Camino de Los Ángeles (John Fante)



19
Mona y mi madre estaban ya acostadas. Mi madre roncaba suavemente. El sofá de la sala estaba abierto, la cama hecha y la almohada ahuecada. Me desnudé y me acosté. Pasaron los minutos. No podía dormir. Me puse boca arriba y luego de lado. Luego probé boca abajo. Pasaron más minutos. Los oía en el tictac del reloj que tenía mi madre en el dormitorio. Pasó media hora. Seguía totalmente despierto. Me di la vuelta y noté un dolor en el alma. Algo iba mal. Pasó una hora. Me irritaba ya aquello de no poder dormir, y empecé a sudar. Aparté las frazadas a puntapiés y me quedé acostado, tratando de pensar algo. Tenía que levantarme temprano. No rendiría en la fábrica si no descansaba debidamente. Pero tenía los ojos pegajosos y me picaban cuando los cerraba.
Era por aquella mujer. Era por el bamboleo de su forma avanzando por la calle, la entrevista blancura de su tez enfermiza. La cama se me hizo insoportable. Di la luz y encendí un cigarrillo. Me quemó la garganta. Lo tiré y resolví dejar de fumar para siempre.
Otra vez a dormir. Di más vueltas. Aquella mujer. ¡Cuánto la amaba! Su encogimiento, el desamparo de sus ojos atormentados, la piel de su cuello, la carrera de su media, el sentimiento en mi pecho, el color de su abrigo, la fugacidad de su cara entrevista, el hormigueo de mis dedos, la estela que dejaba andando por la calle, la frialdad de las titilantes estrellas, la calidez del cuarto creciente, el sabor de la cerilla, el olor del mar, la suavidad de la noche, los estibadores, el impacto de las bolas de billar, las ráfagas de música, su encogimiento, la música de su taconeo, su andar perseverante, el viejo con el libro, la mujer, la mujer, la mujer.
Tuve una idea. Aparté las frazadas y salté de la cama. ¡Qué idea! Me cayó encima como un alud, como una casa que se derrumba, como un vidrio que se rompe. Estaba ardiendo y desquiciado. Había papel y lápices en el cajón. Los saqué y corrí a la cocina. En la cocina hacía frío. Encendí la estufa y abrí la trampilla. Sentado y desnudo, me puse a escribir:
Amor perdurable
o
La mujer que el hombre ama
o
Amor Omnia Vincit
por
Arturo Gabriel Bandini
Tres títulos.
¡Maravilloso! Un comienzo soberbio. ¡Tres títulos, ahí es nada! ¡Sorprendente! ¡Increíble! ¡Un genio! ¡Realmente un genio!
Y qué nombre. Ah, sonaba magnífico.
Arturo Gabriel Bandini.
Un nombre que habría que incluir entre los inmortales: un nombre para la eternidad. Arturo Gabriel Bandini. Un nombre que sonaba mejor que Dante Gabriel Rossetti. Y también él era italiano. De mi raza.
Escribí: «Arthur Banning, el multimillonario magnate del petróleo, tour de force, prima facie, petit maître, table d’hôte y gran amante de las fascinantes, hermosas, exóticas, empalagosas y consteladas mujeres de todas las partes del mundo, de todos los rincones del planeta, mujeres de Bombay, allá en la India, país del Taj Mahal, de Gandhi y Buda; mujeres de Nápoles, tierra del arte italiano y de la fantasía italiana; mujeres de la Costa Azul; mujeres del lago Banff; mujeres del lago Louise; de los Alpes suizos; del Abassador Coconut Grove de Los Ángeles, California; mujeres del famoso Pons Asinorum de Europa; este mismo Arthur Banning, descendiente de una antigua familia de Virginia, tierra de George Washington y de grandes tradiciones americanas; el mismo Arthur Banning, atractivo y alto, un metro ochenta en calcetines, distinguido, con dientes como perlas, y cierta cualidad bribona y bohemia a la que no podía resistirse ninguna mujer, este mismo Arthur Banning estaba junto a la borda de un poderoso, mundialmente famoso y deseadísimo yate americano, el Larchmont VIII, y contemplaba con ojos deletéreos, ojos masculinos, viriles y potentes, la inmersión de los rayos carmíneos, rojos y hermosos del Astro Rey, más conocido con el nombre de sol, en las sombrías, fantasmagóricas y negras aguas del océano Mediterráneo, en alguna parte del sur de Europa, en el año del Señor de mil novecientos treinta y cinco. Y allí estaba él, descendiente de una rica, famosa, poderosa y grandilocuente familia, un hombre gallardo, con el mundo a sus pies y la grande, poderosa y sorprendente fortuna de los Banning a su disposición; y no obstante; pero algo preocupaba a Arthur Banning, alto, ensombrecido, atractivo, bronceado por los rayos del Astro Rey: y, lo que le preocupaba, era que, aunque había recorrido muchos mares y tierras, y ríos, también, y aunque copulaba, y, tenía líos amorosos, todo el mundo sabía, gracias al medio de la prensa, la poderosa e insobornable prensa, que él, Arthur Banning, el descendiente, era infeliz, y aunque rico, famoso, poderoso, se hallaba solo y, prisionero del, amor. Y mientras estaba tan incisivamente allí, en la cubierta del Larchmont VIII, el mejor, más bello, más poderoso yate, que se había construido, se preguntaba si a la chica de sus sueños, la encontraría pronto, si ella, la chica, de sus sueños, se parecería algo a la chica, de sus sueños adolescentes, de cuando él era adolescente, y fantaseaba a orillas del río Potomac, en la fabulosa, rica, poderosa finca de su padre, o si sería una muchacha pobre
»Arthur Banning encendió su cara, hermosa, pipa, de brezo, y llamó a uno de sus subordinados, un simple segundo oficial, y, le pidió a este subordinado una cerilla. Este ilustre varón, un famoso, reconocido, y, experto, personaje, en el mundo de los barcos, y en el mundo naval, un hombre de reputación internacional, en el mundo de los barcos, y, del lacre, no impugnó la orden, sino que le profirió la cerilla con una respetuosa reverencia de obsequiosidad, y, el joven Banning, atractivo, alto, le dio las gracias con educación, si bien es cierto que con una pizca de alicaimiento, y, a continuación, reanudó su quijotesco fantaseo sobre la afortunada muchacha que algún día sería su prometida y la mujer de sus fantasías más delirantes.
»¡En aquel momento, un momento de silencio, estalló un grito repentino, agudo, espantoso, procedente del espantoso laberinto del salobre mar, un grito que se fundió con el golpeteo de las frígidas olas contra la proa del orgulloso, caro, famoso, Larchmont VIII, un grito de angustia, un grito de mujer! ¡Un grito de mujer! Un suplicante grito de amargo sufrimiento e inmortalidad. ¡Un grito de socorro! ¡Socorro! ¡Socorro! Con una rápida mirada a las aguas agitadas por la tormenta, el joven Arthur Banning, sufrió una intensa fotosíntesis disciplinaria, sus ojos, penetrantes, perfectos, atractivos, azules, traspasaron las aguas mientras se despojaba de su costosa frac, un frac de cien dólares, y dejó ver su juvenil esplendor, su cuerpo, joven, atractivo, atlético, curtido en los encuentros de rugby de Yale y, de fútbol, de Oxford, Inglaterra, y semejante a un dios griego su perfil se dibujó contra los rojos rayos del Astro Rey, al sumergirse en las aguas del azul Mediterráneo. ¡Socorro! ¡Socorro! ¡Socorro!, decía aquel angustioso grito de mujer indefensa, una pobre, mujer, medio desnuda, desnutrida, víctima de la miseria, vestida con ropa barata, prisionera del helado dogal de la cruda, trágica, muerte. ¿Moriría sin ayuda? Era un crisol y, sans cérémonie, y, de facto, el atractivo Arthur Banning se zambulló.»
Lo escribí de un tirón. Las ideas me venían tan aprisa que no tenía tiempo de poner los palos de las tes ni los puntos de las íes. Era el momento de descansar un poco y de leerlo desde el principio. Eso hice.
¡Aaaah!
¡Un material estupendo! ¡Soberbio! En la vida había leído nada igual. Pasmoso. Me levanté, me escupí en las manos y me las froté.
¡Vamos! ¿Quién quiere pelear conmigo? Lucharé con todos los cretinos que hay en esta sala. Puedo darle una paliza al mundo entero. Era una sensación como ninguna otra en la tierra. Yo era un fantasma. Flotaba, me elevaba, reía y flotaba. Era demasiado. ¿Quién lo habría imaginado? Que yo fuera capaz de escribir así… ¡Dios mío! ¡Pasmoso!
Fui a la ventana. Se estaba levantando la niebla. Qué niebla tan hermosa. Fijaos en la hermosa niebla. Le lancé besos. La acaricié con las manos. Querida Niebla, eres una joven vestida de blanco y yo soy una cuchara en el alféizar de la ventana. Ha sido un día caluroso, y yo estoy caliente de arriba abajo, así que por favor bésame, querida niebla. Quería saltar, quería vivir, quería morir, quería, quería dormir totalmente despierto en un sueño sin sueños. Qué cosas tan maravillosas. Qué claridad tan maravillosa. Yo era un agonizante, era los muertos y los siemprevivos. Era y no era el cielo. Había demasiado que decir y no había manera de decirlo.
Oh, fijaos en la estufa. ¡Quién lo hubiera dicho! Una estufa. Imagináoslo. Hermosa estufa. Te amo, oh estufa. En lo sucesivo te seré fiel y derramaré mi amor sobre ti a todas horas. Pégame, oh estufa. Dame un puñetazo en el ojo. Qué hermoso es tu cabello, oh estufa. Quiero mearme en el, porque te amo con locura, cariño, estufa inmortal. Y mi mano. Ahí está. Mi mano. La mano que ha escrito. Oh Señor, una mano. Y qué mano. La mano que ha escrito. Yo, tú, mi mano y Keats. John Keats, Arturo Bandini y mi mano, la mano de John Keats Bandini. Maravilloso. Oh mano grano llano piano vano grano.
Sí, yo lo escribí.
Señoras y caballeros de la comisión, de la comisión tetuda, de la comisión peluda y concienzuda, lo escribí yo, señoras y caballeros, lo escribí yo. De verdad que sí. No lo negaré: una tímida propuesta, si se me permite decirlo, una nadería. Pero gracias por sus amables palabras. Sí, los quiero a todos. Sinceramente. Amo a todos y cada uno de ustedes, anís, parchís, París, ¡achís! Amo especialmente a las mujeres, a la fémina, la fe y la mina. Que se desvistan y se adelanten. De una en una, por favor. Tú, despampanante golfa rubia. A ti te tendré la primera. Aprisa, por favor, tengo el tiempo justo. Tengo mucho que hacer. Hay poco tiempo. Soy escritor, ya sabes, mis libros, ya sabes, la inmortalidad, ya sabes, la fama, ya sabes, ya conoces la Fama, ¿no? Fama, la conoces, ¿no? La fama y todo eso, bah, bah, un simple incidente en el tiempo del hombre. Yo me limito a sentarme en esa mesita de ahí. Con un lápiz, sí. Un regalo de Dios…, ni la menor duda al respecto. Sí, creo en Dios. Desde luego. Dios. Mi querido amigo Dios. Ah, gracias, gracias. ¿La mesita? Desde luego. ¿Para el museo? Desde luego. No, no. No es necesario cobrar entrada. Los niños: que pasen gratis, sin pagar. Quiero que todos los niños la toquen. Oh, gracias. Gracias. Sí, acepto el regalo. Gracias, gracias a todos. Ahora me voy a Europa y a las Repúblicas Soviéticas. La gente de Europa me espera. Gente maravillosa, esos europeos, maravillosa. Y los rusos, los quiero, mis amigos, los rusos. Adiós, adiós. Sí, os quiero a todos. Mi obra, ya sabéis. . La totalidad: mi opus, mis libros, mis volúmenes. Adiós, adiós.
Me puse a escribir otra vez. El lápiz corría por la página. La página se llenó. Le di la vuelta. El lápiz siguió su trayecto. Otra página. De arriba abajo. Las páginas se amontonaron. Por la ventana entraba la niebla, tímida y fría. Pronto se llenó la habitación. Seguí escribiendo. Página once. Página doce.
Levanté la vista. Era de día. La niebla invadía la habitación. La estufa estaba apagada. Tenía las manos entumecidas. En el dedo en que se apoyaba el lápiz me había salido una ampolla. Me picaban los ojos. Me dolía la espalda. Apenas podía moverme a causa del frío. Pero nunca me había sentido mejor.


1936