viernes, 2 de mayo de 2014

La sombra del Caudillo (Martín Luis Guzmán)



EL CHEQUE DE LA “MAY-BE”

A la una de la tarde del día siguiente Ignacio Aguirre se hallaba solo en su despacho de la Secretaría de Guerra. Ignoraba aún las atrocidades cometidas con Axkaná y esperaba que éste viniese en su busca de un momento a otro, según costumbres de los dos amigos a tales horas. Entre tanto, aguardando, meditaba. Tenía el codo apoyado sobre la mesa –libre entonces de papeles-, el puro en la boca, y los dedos de la mano atentos a acariciar, con deleite, la fina epidermis del tabaco.
Poco antes, por la puerta de la antesala, había entrado un oficial del Estado Mayor con la lista de las personas que solicitaban audiencia. Sin leer los nombres ni cambiar de postura, Aguirre había dicho:
—¿Mucha gente?
—Ochenta y nueve, mi general.
—Muy bien; no recibo a nadie.
Minutos después, por otra puerta, el mismo oficial había vuelto a presentarse. Preguntaba ahora si el ministro celebraría acuerdo esa tarde con los jefes de los departamentos pendientes de turno desde hacía dos semanas. Aguirre, impaciente y con destemplanza, había respondido:
—Cuando haya acuerdo lo comunicaré yo. Dígalo así a los jefes que preguntan… Y usted también, ¿a qué hora va a parar de estarme molestando?
Tras de lo cual, en fuga los entes del mundo oficinesco, el ministro de Guerra había podido seguir, por trecho considerable, el hilo de sus reflexiones.
Estas no se referían, como pudiera creerse, a los intereses de la República ni a las labores del ministerio. Aguirre sólo pensaba en su situación personal. Esa mañana había creído descubrir la fórmula aplicable a su lucha con Hilario Jiménez, a su conflicto con el Caudillo, y desde entonces no hacía sino entregarse de lleno, con la morbosidad de la idea fija, a los planes que esperaba llevar muy pronto a la práctica.
Quince minutos habrían pasado así cuando apareció por la puerta del pasillo –puesto el sombrero, el bastón en ristre- la figura de Remigio Tarabana.
—¿Hay paso?
Aguirre no se movió de su asiento, no volvió el rostro siquiera. Se contentó con ver de soslayo al visitante, conforme murmuraba entre dientes y puro:
—Hay paso.
Tarabana caminó entonces hasta el centro de la habitación y allí se detuvo. Traía ese aire, medio irónico, medio cínico, que en él quería decir: “negocio hecho”. Luego, en vista de que Aguirre no se dignaba fijar los ojos en él, se acercó hasta la mesa, acentuando al andar la sonrisa y el talante de su buena fortuna.
—¡Vaya una manera –exclamó- de recibir al mejor de los amigos, o, por lo menos, al amigo más útil!
Y trasladando a los actos el énfasis de las palabras, tiró de una butaca, se sentó, puso en la mesa el bastón y el sombrero y se dio a tamborilear sobre cuanto quedaba a su alcance. Aguirre no se movía.
—Pero ¿es que no hablas hoy? –dijo Tarabana; y agregó luego, soliloquiando-: Veremos si habla o no habla.
Sacó su cartera; de ella extrajo un papelito amarillo, que dobló con esmero, en forma que hiciera puente, y en seguida, poniéndolo sobre la mesa y dándole un papirotazo, hizo que viniera a quedar junto a la mano de Aguirre.
—¡Ahí va eso! –había dicho al momento de lanzar su proyectil.
Aguirre volvió entonces de su abstracción. Tomó el papel, lo desdobló y, de una ojeada, leyó en él las líneas de caracteres más visibles. El papelito amarillo era un cheque que decía:
Bank of Montreal.—Páguese al portador la cantidad de veinticinco mil pesos.—May-be Petroleum Co.—By M. D. Woodhouse.
—No está mal el negocio. El terreno me había costado novecientos pesos.
Y otra vez dejó Aguirre el cheque sobre la mesa.
Tarabana, mientras tanto, empapaba su sonrisa en cinismo e ironía.
—¡Con que al fin hablaste! ¡Con que no estás mudo! ¡Veinticinco mil pesos para que el joven ministro se quitara el puro de la boca y despegara los labios!... Sí, señor; eso es lo que dan por el terreno… por el terreno y por el servicio, o, si ha de decirse la verdad, sólo por el servicio, pues el terreno, a lo que me figuro, no vale ni cuartilla. Pero en fin, lo importante es que lo dan, y que lo dan sin que haya de firmarse ninguna escritura… ¿Quieres hacerme el favor de guardarte ese cheque en la cartera, en vez de abandonarlo de ese modo, como si nada te importase?
Aguirre dejó el cheque donde estaba.
—Y el servicio –preguntó-, ¿en qué consiste? Dímelo con entera exactitud.
—¡Otra vez! Lo he dicho de doscientas maneras: en dar las órdenes para que los terrenos ocupados por la Cooperativa Militar vuelvan desde luego a la “May-be Petroleum Co.”; y esto en vista de que la compañía (fíjate bien, porque así han de expresarlo las comunicaciones), en vista de que la compañía tiene perfectamente demostrados, a satisfacción de la Secretaría de Guerra, los derechos que le asisten…
—Muy bien, muy bien. Llama a Cisneros y díctale el oficio tú mismo.
—¡No, señor! ¡Nada de Cisneros! Estos no son asuntos de la secretaría particular. Las comunicaciones debe girarlas el departamento con todos los requisitos que sean del caso. Tal fue el convenio.
—Pero, ¿cuándo dijiste tú que había de girarlas necesariamente el departamento?
—Dije que las órdenes debían ir en regla, que da lo mismo… En fin, no discutamos. Si no te parece, desharemos lo hecho: devuelvo sus veinticinco mil pesos a la “May-be” y santas pascuas. Por otra cosa no paso… ¡Qué demonios! Esas gentes hacen demasiado pagando porque se las trate con justicia. ¿Y todavía así vamos a engañarlos? Ni como agente de ellos, ni como amigo tuyo avengo… Es además una vergüenza que la Secretaría de Guerra apoye en sus latrocinios a un grupo de militares bribones que andan organizando empresas petroleras con terrenos ajenos.
—El Caudillo les sugirió la idea.
—Tanto peor… Y así y todo, apuesto lo que gustes a que el Caudillo, y eso a pesar de ser él capaz de apropiarse todo México, no te ha dicho una sola vez que autorices el despojo de la “May-be”.
—Francamente no me lo ha ordenado nunca; pero con embozo, no una vez, muchísimas.
—Pues desautoriza entonces lo que se pretende, porque es un robo. Lo aseguro yo.
Aguirre estuvo un momento pensativo. Luego, tomando el cheque de sobre la mesa, observó:
—¿Y esto, Tarabana? ¿No hay también algo parecido al robo en el simple hecho de que acepte yo este dinero que tú me traes?
—Depende, hombre, depende… Axkaná, por ejemplo, diría que sí; pero Axkaná es hombre de libros. Yo, que vivo sobre la tierra, aseguro que no. La calificación de los actos humanos no es sólo punto de moral, sino también de geografía física y de geografía política. Y siendo así, hay que considerar que México disfruta por ahora de una ética distinta de las que rigen en otras latitudes. ¿Se premia entre nosotros, o se respeta siquiera, al funcionario honrado y recto, quiero decir al funcionario al que se tendría por honrado y recto en otros países? No; se le ataca, se le desprecia, se le fusila. ¿Y qué pasa aquí, en cambio, con el funcionario falso, prevaricador y ladrón, me refiero a aquel a quien se le calificaría de tal en las naciones donde imperan los valores éticos comunes y corrientes? Que recibe entre nosotros honra y poder, y, si a mano viene, aun puede proclamársele, al otro día de muerto, benemérito de la patria. Creen muchos que en México los jueces no hacen justicia por falta de honradez. Tonterías. Lo que pasa es que la protección a la vida y a los bienes la imparten aquí los más violentos, los más inmorales, y eso convierte en una especie de instinto de conservación la inclinación de casi todos a aliarse con la inmoralidad y la violencia. Observa a la policía mexicana: en los grandes momentos siempre está de parte del malhechor o es ella misma el malhechor. Fíjate en nuestros procuradores de justicia: es mayor la consideración pública de que gozan mientras más son los asesinatos que dejan impunes. Fíjate en los abogados que defienden a nuestros reos: si alguna vez se atreven a cumplir con su deber, los poderes republicanos desenfundan la pistola y los acallan con amenazas de muerte, sin que haya entonces virtud capaz de protegerlos. Total: que hacer justicia, eso que en otras partes no supone sino virtudes modestas y consuetudinarias, exige en México vocación de héroe o de mártir.
Aguirre había escuchado el discurso de Tarabana con demostraciones de complaciente incredulidad. Esbozaba sonrisas. Nada respondía. Tarabana prosiguió:
—Con que ya lo sabes. ¿Te sientes héroe? Devuélvele su cheque a la “May-be” y hazle justicia gratuitamente, de oficio. Porque devolverle el cheque y dejarla en el aprieto no sería honrado tampoco: equivaldría a ponerse de parte de los que roban. ¿Que no te sientes héroe ni cómplice del salteador? Muy bien; entonces debes aceptar lo que se estima vale tu servicio y prestarlo. Exigir más de ti se pasaría de lo justo. La nación te paga porque seas ministro de la Guerra (cargo que ocupas por motivos del todo ajenos al sueldo), pero no te paga para que concites en contra tuya los odios y los riesgos de proceder rectamente. Así las cosas, lo verdaderamente honrado consiste en obrar bien a cambio de honorarios equitativos. ¿Cuánto valen los terrenos que pelea la “May-be”? Dos o tres millones de pesos. ¿A ti cuánto puede costarte el simple hecho de declarar que los títulos de la compañía son legalmente intachables? No lo sabes tú mismo: el rompimiento final con el Presidente, el odio de muchos generales, tu carrera política, tu vida… ¿Por qué, pues, ha de haber robo en el hecho de que aceptes una pequeñísima suma a cambio de actos que, si no los ejecutas, te colocan de parte de los verdaderos pícaros, y si los ejecutas te exponen, de seguro, a dar tarde o temprano más de lo que ahora recibes? Créeme que, procediendo así, tú o cualquier ministro de los gobiernos de México se portan con mayor honradez que los cirujanos que cobran cinco mil pesos por una operación o los abogados que ponen minutas de cien mil. Quiero decir que los ministros, en tales casos, explotan menos su capacidad, ganan más a conciencia su dinero.
Aguirre, con el cheque entre los dedos, seguía sonriendo. Al fin exclamó:
—¿Quieres que te diga la verdad, Tarabana? Eres un sinvergüenza de mucho talento y yo, aunque sin tu talento, soy otro sinvergüenza.
—¡Hombre!
—… Sí. Ahora, que a mí me queda una virtud que tú ya has perdido: la de no justificarme, la de saber que soy un sinvergüenza y reconocerlo de plano. ¿A que no lo declaras tú con la misma sencillez?
—Diría una mentira.
—Dirías la verdad; sería entonces cuando dirías la verdad…
—Yo te aseguro que…
—¡Ah! ¿No? Muy bien, muy bien; dejemos entonces el punto y vamos a lo que importa. Mira: me embolso los veinticinco mil pesos. Voy también a darte las comunicaciones según las quieres. Pero ya que hablas de moral, no confundas los móviles. ¿Sabes por qué tomo el dinero? No porque me figure que el tomarlo está bien hecho; no soy tan necio. Lo tomo porque lo necesito, razón, ésta sí, definitiva, concluyente: “porque lo necesito”. En cuanto a tus silogismos, no podrían convencerme; son buenos para los acomodaticios y los pusilánimes, y yo, aunque sinvergüenza, no me rebajo a tal extremo. Soy un sinvergüenza, pero un sinvergüenza dotado de valor y de voluntad.
Al pronunciar las últimas palabras, Aguirre había tocado uno de los timbres que alineaban sobre la mesa. Segundos después su secretario particular apareció.
—Señor Cisneros –ordenó el ministro-, vaya usted en persona, se lo ruego, a la oficina del general Olagaray y dígale que se presente aquí inmediatamente trayendo el legajo de la “May-be”.


1929