martes, 25 de marzo de 2014

Ulises criollo (José Vasconcelos)



ADRIANA

Con motivo de estas innobles embestidas de la oposición, me referiré a la mujer que ejerció tanta influencia en cierta época de mi vida. La llamaremos Adriana. Se presentó en mi despacho con tarjeta del propio Madero. Necesitaba abogado, pero no ante los tribunales, sino ante la opinión. Hacía tiempo que la molestaban bajamente sólo porque se había atrevido a inaugurar un servicio de enfermeras neutrales, cuando la Cruz Roja porfirista declaró que no curaría a los rebeldes. El país entero aclamo entonces como heroína a quien supo reclutar mujeres y médicos para acudir al campo rebelde, desatendiendo el servicio oficial. Pero ahora se volvían contra ella, a veces hasta los mismos que la habían aplaudido. Su fidelidad al Gobierno la arrastraba en la misma ola de fango que a nosotros nos batía. Sin titubeo escribí una serie de artículos apasionados en defensa de la correligionaria y en homenaje de la mujer cuya belleza notoria desde el primer momento me fascinó. Para caracterizar su atractivo desenterré la frase de Eurípides: “Hermosura punzante como la de una rosa…”
Era una Venus elástica, de tipo criollo provocativo y risa voluptuosa. Pronto comprobé que era una de las raras mujeres que no desilusionan en la prueba, sino que avivan el deseo, acrecientan la complacencia más allá de lo que promete la coquetería y lo que exige la ambición.
Para platicar de sus asuntos me visitaba en el bufete cuando concluía la jornada. Algunas veces esperaba mientras atendía a algún cliente de última hora o daba las órdenes para el trabajo del día siguiente. Luego salíamos; tomados del brazo, caminando por las calles más concurridas, olvidados de la gente y sus acechanzas. Acababa de ascender Madero a la Presidencia. Celebraba la ciudad las “posadas” tradicionales; mi esposa las festejaba con sus amistades de Oaxaca. Los familiares de Adriana también se divertían en su círculo. Ella y yo, los dos solitarios, más bien acompañados del mundo, comprábamos de paso la langosta en el Colón, y champaña, y tomábamos el camino de Tizapán. Vivía allí, en una pequeña quinta que le cediera provisionalmente su padre, modesta de habitaciones, pero con un jardín lozano y árboles seculares.
Las palabras de Adriana fluían como las notas de la flauta que hipnotiza a las bestias. Desde hacía años la serpiente de mi sensualidad reclamaba una encantadora. A su lado brotaba de mi corazón la ternura y de mis sentidos el goce. La boca de Adriana, fina y pequeña, perturbaba por un leve bozo incesante. Unos dientes blancos, bien recortados, intactos sobre la encía limpia, iluminaban su sonrisa. La nariz corta y altiva temblaba en las ventanillas voluptuosas, un hoyuelo en cada mejilla le daba gracia, y los ojos negros, sombreados, abismales, contrastaban con la serenidad de una frente casi estrecha y blanca, bajo la negra cabellera abundosa. Decía de ella la fama que no se le podía encontrar un solo defecto físico. Su andar de piernas largas, caderas anchas, cintura angosta y hombros estrechos, hacían volver a la gente a mirarla. Largo el cuello, corto el busto, aguzados los senos, ágilmente musical el talle, suelto el ademán, estremecía dulcemente el aire desalojado por su paso. Bajo la falda, una pantorrilla gruesa remataba en tobillo airoso, redondo, y empeine arqueado de danzarina. El vientre de Adriana era digno de la esmeralda de Salomé. Deprimido el estómago, adelantado en el pubis. Cuando vestía seda entallada, color de vino, su cutis delicado era nácar y oro. Y bastaba tocarle la mano para sentir la voluptuosidad de los serrallos.
Tan rara perfección del demonio andaba ya por los treinta y no había llegado a bailarina famosa ni a reina. De broma solía decirle que era lo mejor del botín revolucionario, por lo que yo me la adjudicaba. La vida anterior de Adriana era un tanto misteriosa; casada y divorciada una vez, viuda otra, conocía el idioma inglés con esa perfección que no se adquiere en los libros. Por el Sur de Estados Unidos vivió una temporada y allí aprendió enfermería. Entre sus ascendientes había un ministro de Juárez y emigrantes vascos establecidos desde antiguo por Veracruz. Era perseguida de pretendientes y murmuradores. Para dormir a su lado era preciso guardar un ojo al acecho. Especialmente en aquella casa quinta de árboles frondosos y tapias altas, donde caían, ya tarde, dos o tres hermanos celosos.
Uno de los más recientes caprichos de Adriana había sido presentarse en una asamblea de estudiantes de Medicina, donde se hacía censura de su gestión como enfermera en campaña. Al principio, su belleza se impuso; pero se mostró gobiernista en su discurso, y ciertos galanteadores despechados hicieron correr la voz de que era amante de Madero; la heroica asamblea se puso a sisearla. Ocurrió todo esto días antes de que yo la dirigiera. Lo primero que le aconsejé fue la abstención completa de toda presencia en público y el silencio. Que me dejara a mí liquidar esas cuentas; ya llegaría la ocasión.
Se presentó ésta, justamente, con motivo de las manifestaciones antimaderistas que siguieron a la vista de Manuel Ugarte. Los estudiantes, equivocados, se hacían instrumento de los enemigos del nuevo régimen o del sentir de sus familiares heridos en algún interés personal, o simplemente resultaban un reflejo de la pasión acumulada en el ambiente del momento. Lo cierto es que llevaban días de celebrar juntas y pronunciar discursos por plazas y calles. Nos acusaban de falta de patriotismo. El Gobierno despilfarraba, si no es que robaba, los dineros de la reserva acumulada por Porfirio Díaz. La nación estaba en peligro. La juventud debía actuar. Crecidos en sus exigencias, los alumnos de Jurisprudencia echaban de la Dirección a Luis Cabrera. Otro grupo se había ido a buscar profesores del porfirismo para fundar la Escuela Libre de Derecho. Para campeones de la ley buscaban a los antiguos servidores de la tiranía. Sin embargo, todo el mundo observaba y callaba. La prensa toda tomó el partido de la “juventud”. Se erguía el fetiche del estudiante.
Tanta confusión de valores me irritaba aun sin estar yo mezclado en ella, pero ahora la amistad con Adriana me encendió. Llamé a un reportero del diario más leído; le entregué unas declaraciones. Recordaba en ellas el envilecimiento de la clase estudiantil durante el porfirismo. Hacía memoria de las mascaradas de adhesión al caudillo encabezadas con los estandartes de las escuelas que tantas veces así deshonramos. Que no anduvieran hablando ahora de la libre Escuela de Jurisprudencia, porque no había sabido serlo durante la tiranía y ahora abusada de la libertad. “Que no se ufanaran nada más de ser jóvenes, porque se podía ser joven y servil como lo fuera la mayoría que no se conmovió con nuestra prédica revolucionaria, que no contribuyó al peligro ni oyó la voz del deber…” El efecto fue inmediato; se juntaron todas las escuelas y decidieron celebrar una manifestación de protesta en contra de mi persona. Por momentos recibía de los amigos las noticias de la marcha de los debates y de los términos del plan aprobado. Los diarios de la tarde publicaron los discursos adversos y el programa de la manifestación hostil. Una palpitación de odio conmovió a la ciudad. A eso de las seis de la tarde desembocaba la columna por Plateros. Varios miles de colegiales venían de sus escuelas del rumbo de San Ildefonso y se dirigían a mi despacho en la calle San Francisco. Avanzaban por la avenida gritando “mueras” y deteniéndose en las esquinas para pronunciar discursos. El público de paseantes, que a esa hora llena la avenida, escuchaba con maledicencia y curiosidad. Por la lengua ingenua de la juventud hablaba el rencor anónimo. Algunos oradores no me conocían, pero se exaltaban adjetivándome. Cuando llegaron casi a la esquina de la High Life, cerré mi balcón y bajé a la calle para curiosear. Me situé enfrente por el callejón de los Azulejos. Allí, con la salida franca, escuché la algarabía. No pasó de algún vidrio roto en los bajos. Los manifestantes llegaron ya cansados, y como mi balcón era alto y lo vieron a oscuras, duraron poco en su labor ofensiva. Se dispersaban ya cuando un grupo me vio, al borde de la acera. La sorpresa de encontrarme a pie, revuelto entre ellos, me dio tiempo para cambiar de calle y perderme de nuevo entre la gente. A la vuelta tomé un taxi. No había querido que uno solo de mis amigos me acompañara en el trance, porque secretamente y en el sitio previamente convenido me esperaba Adriana. La encontré excitada, nerviosa, casi dichosa. Ella también había buscado la manifestación y desde un auto la siguió a distancia.
¿Ahora qué haría yo? ¡Qué bien que les había dolido el castigo! ¿Y qué más iba yo a decirles? Por lo pronto resolvimos cenar juntos. Después, ¡si los muchachos hubieran podido imaginar mi gratitud! Pocas veces un vencedor fue tan ampliamente recompensado.


 1935


domingo, 9 de marzo de 2014

Mujeres (Charles Bukowski)

Donny trajo la bebida y se puso a hablar con Dee Dee. Parecían conocer a la misma gente. Yo no conocía a nadie. Costaba mucho lograr excitarme. No me importaba. No me gustaba Nueva York. No me gustaba Hollywood. No me gustaba el rock. No me gustaba nada. Quizás tuviese miedo. Eso era, sentía miedo. Quería sentarme solo en una habitación con las persianas bajadas. Me recreé un poco con ello. Yo era chiflado. Un lunático. Y Lydia se había ido.
Acabé mi bebida y Dee Dee me pidió otra. Empecé a sentirme como un chulo mantenido y era magnífico. Ayudaba a mi melancolía. No hay nada peor que estar en la ruina y ser abandonado por tu mujer. Nada qué beber, sin trabajo, sólo las paredes, sentarse allí mirando a las paredes y cavilando. Así es como vuelven las mujeres a ti, pero hace daño y a ellas también las debilita. O eso me gustaba creer.
El desayuno era bueno. Huevos guarnecidos con una variedad de frutas… piñas, melocotones, peras… grandes nueces de temporada. Era un buen desayuno. Acabamos y Dee Dee me pidió otra copa. El pensamiento de Lydia todavía continuaba dentro de mí, pero Dee Dee me gustaba. Su conversación era inteligente y entendida. Conseguía hacerme reír, que era lo que necesitaba. Mi risa estaba allí concentrada dentro de mí esperando a salir como un volcán: JAJAJAJAJA, oh dios mío oh JAJAJAJAJA. Me sentía muy bien cuando ocurría. Dee Dee sabía unas cuantas cosas acerca de la vida. Dee Dee sabía que lo que le pasaba a uno le pasaba a la mayoría de nosotros. Nuestras vidas no eran tan diferentes, aunque nos gustase pensar lo contrario.
El dolor es extraño. Un gato que mata a un pájaro, un coche accidentado, un incendio… llega el dolor, BANG, y allí está, se introduce en ti. Es real. Y para cualquiera que te vea, parecerás un imbécil. Como si te hubiese caído una idiotez repentina. No hay cura para ello mientras no encuentres a alguien que comprenda cómo te sientes y sepa cómo ayudarte.
Volvimos a su coche.
-Conozco justo el lugar donde llevarte para que te animes –dijo Dee Dee. Yo no contesté. Me dejaba llevar como si fuera un inválido. Lo que era.
Le dije a Dee Dee que parase en un bar. Uno de los suyos. El camarero la conocía.
-Este –me dijo mientras entrábamos- es el bar donde se dejan caer muchos escritores. Y también gente de teatro.
Todos me disgustaron inmediatamente, ahí sentados actuando como seres inteligentes y superiores. Tratando de anularse entre sí. La peor cosa para un escritor es conocer a otro escritor, y peor que eso, conocer a muchos escritores. Como moscas en la misma trampa.
-Vamos a coger una mesa –dije yo. Y allí estaba, un escritor de 65 dólares a la semana sentado en una sala rodeado de otros escritores, escritores de mil dólares a la semana. Lydia, pensé, estoy prosperando. Te arrepentirás. Algún día entraré en restaurantes de lujo y seré reconocido. Tendrán reservada una mesa especial para mí en el fondo, junto a la cocina.
Nos trajeron nuestras bebidas y Dee Dee me miró.
-Eres bueno con la lengua. Nunca nadie me lo ha comido tan bien.
-Lydia me enseñó. Luego yo le añadí algunos toques propios.
Un joven de piel oscura se levanto y se acercó hasta nuestra mesa. Dee Dee nos presentó. El chico era de Nueva York, escribía para el Village Voice y otras revistas de Nueva York. Dee Dee y él se entregaron por un rato al parloteo de nombres y entonces él preguntó:
-¿Qué hace tu marido?
-Tengo un gimnasio –dije-. Boxeadores. Cuatro buenos chicos mexicanos. Y un chaval negro. Un verdadero bailarín. ¿Cuánto pesas tú?
-78 kilos. ¿Fuiste boxeador? Tu cara parece haber recibido buenas zurras.
-He recibido unas cuantas. Podemos meterte en los 70 kilos. Necesito un peso ligero sudaca.
-¿Cómo has sabido que yo era sudamericano?
-Estás sosteniendo el cigarrillo con la mano izquierda. Pásate por el gimnasio de Main Street. El lunes por la mañana. Empezaremos a entrenarte. Los cigarrillos fuera. ¡Puedes ir tirando ése!
-Oye, tío, yo soy escritor. Uso una máquina de escribir. ¿Nunca has leído nada mío?
-Yo sólo leo la página de sucesos… asesinatos, violaciones, peleas, estafas, accidentes y la columna de Ann Landers.
-Dee Dee –dijo él-, tengo una entrevista con Rod Stewart dentro de treinta minutos. Tengo que irme. –Se fue.
Dee Dee pidió otro par de copas.
-¿Por qué no te puedes comportar decentemente con las personas? –me preguntó.
-Por miedo –dije yo.
(1979)