jueves, 6 de febrero de 2014

El complot mongol (Rafael Bernal)



A mi edad ya es bueno tomar las cosas con calma para gozarlas, pero nunca lo he hecho. Y cómo estaba eso de que sólo tres hombres en México saben de este asunto; y conmigo ya somos cuatro; y luego el ruso; y el gringo; y los que les dieron sus órdenes al ruso y al gringo. Y los dos cuates que están en el Pontiac, pero ésos ya no saben nada. Y los chinos del Café Cantón. Y la policía de Mongolia Exterior. Y luego, ¿por qué me dieron a mí esta investigación? ¡Pinche investigación! Todavía ni empezamos en serio y ya van dos muertos. Muertos pinches, eso sí, que todavía no llegamos a los cadáveres. Y Martita muy seria, viéndolo todo. Como si estuviera acostumbrada. Y escogió esta noche para venirse conmigo. ¿No me estará jugando de a feo? Y yo, en lugar de aprovecharme, le hago a la novela Palmolive. ¡Pinche novela! Y también haciéndole a la intriga internacional. Como si no hubiera competencia. Ando en el equipo de Hitler y de Stalin y de Truman. ¿Y usted cómo anda en su cuenta de muertos? Pues yo a lo nacional, que es como decir a la antigüita. Ya ven que somos medio subdesarrollados. A pura bala. A veces creo que es cuestión de cantidad. Entre más muertos se hacen, menos le andan saliendo a uno en la noche. Los dos primeros como que me andaban malhoreando. La viuda del finado Casimiro se me quedó pegada mucho tiempo. Lo mismo que el finado. Hay muertos que se vuelven pegajosos como la melcocha. Y hay veces que hasta dan ganas de lavarse las manos. Y ora que me besó Martita, no quisiera ni tocarme la cara. ¡Pinche Martita! Para mí que me está jugando una chingadera. Como las he jugado yo tantas veces. Si no voy a conocerlas, si parece que las inventé yo mero. Pero toda esa gente que sabe del negocio no me gusta. Para andar en estos asuntos, hay que andar solo. Y hasta uno solo es demasiada gente. Que no sepa la mano izquierda lo que hace la derecha. ¿Y para qué andar de hocicón? Los hocicones como que viven poco. Pico de cera, que el pez por la boca muere. Y a mí, hasta ahora, no me ha tocado ser el muerto, como le tocó a mi compadre Zambrano en el lío de San Luis Potosí. Se lo quebraron por puritito hocicón. Allí en el burdel de la Alfonsa se lo quebraron. Yo no estuve allí. Yo no lo maté. Pero yo di el pitazo de que andaba hablando más de la cuenta y luego me quedé amariconado en el hotel. Más valiera haber ido y haberlo matado yo. Dicen que padeció mucho, porque le pegaron en la barriga y no lo querían rematar. La Alfonsa, con todo y que era su querida, pedía que lo remataran. Pero los cuates que hicieron ese trabajo no sabían de esas cosas. Parece que se espantaron. Dicen que uno hasta se orinó. Debí ir yo mismo. Era lo menos que podía hacer por mi compadre Zambrano. Ver que tuviera una buena muerte, como le corresponde a todo fiel cristiano. Y mi compadre Zambrano era bueno para las viejas. No se le iba una, por las buenas o las malas. Y allí está Martita en la recámara y yo aquí haciéndole al Vasconcelos con purititas memorias. ¡Pinche maricón! Y a la noche siguiente, en el velorio, me eché a la Alfonsa. Olía a mujer llorada. Y como que me tomó odio desde ese día. Capaz y supo algo. ¡Pinche Alfonsa! Estaba buena. Y ora, ¿para qué andar con las memorias? De memorias no vive nadie, sólo el que no ha hecho nada. ¡Pinches memorias! Van saliendo como la cruda. Por eso los borrachos se vomitan, para no acordarse, y los que son nuevos se vomitan a su primer finado. Como para echarlo fuera. Pero hay que ser borracho viejo, con su alcaseltzer dentro. Y así todo se nos va quedando y se nos van haciendo memorias con eso que se nos va quedando. Menos mal que no se nos queda todo. En especial de los tiempos de cuando uno es muchacho y es maje. A veces creo que ya no me acuerdo de cómo se llamaba la muchachona esa, Gabriela Cisneros. ¿Para qué acordarse del nombre de una mujer? Una mujer es como cualquier otra. Todas con agujerito. Gabriela Cisneros. Y yo de muchacho rogón y ella dando puerta. Y que nos cae don Romualdo Cisneros cuando la tenía en esa huerta de Yurécuaro. Ya casi la tenía en pelota. Y Romualdo hizo que me arrodillara allí en la tierra y me bajara los pantalones y me dio de planazos con el machete. Allí, frente a Gabriela Cisneros. Y yo me puse a llorar y le dije que me quería casar con ella y don Romualdo me dio una patada en la boca. Y Gabriela Cisneros hacía como si llorara, pero se estaba riendo. Y no se tapaba las piernas. Y yo allí, llorando y con las nalgas de fuera, coloradas como si tuvieran vergüenza. Y don Romualdo dijo que él no quería por yerno al hijo de la Charanda. Así le decían a mi vieja. Al viejo nunca supe cómo le decían, porque nunca supe quién era. Unos años más tarde volví a Yurécuaro. Sería por el veintinueve o treinta, pero ya Romualdo Cisneros se había pelado para la capital y Gabriela se había fugado con un teniente que la dejó preñada en Santa Lucrecia o por allá. Sí, las cosas se le van quedando a uno dentro, sobre todo como ésa, cuando la deja uno a medias. Ni la intriga internacional ni este asunto de Martita. Y también se va aprendiendo a no contar las cosas. Hay cosas que no se cuentan o, por mejor decir, no hay cosas que se cuenten. Para no acabar como el compadre Zambrano, que lo mataron por hocicón. Sólo las viejas lo andan contando todo, por lo menos lo que quieren contar. Y por eso a las viejas hay que tomarlas una vez o dos y dejarlas. ¡Pinches viejas! Y para no andar contando cosas, lo mejor es olvidarlas. ¿Y si le cuento todo a Martita? Cuando tenía las nalgas coloradas de los planazos, como si tuvieran vergüenza. Cuando lo del compadre Zambrano. Más que contarle cosas, ya debería estar acostado con ella. ¡Pinche Martita! Capaz y se está riendo. Pero a lo mejor sale más suave así, con calma.


1969