martes, 7 de enero de 2014

Kim (Rudyard Kipling)



El porche trasero de la tienda estaba construido sobre la ladera cortada a pico, y al asomarse se veían debajo los cañones de las chimeneas de los vecinos, como es normal en Simla. Pero incluso más que el desayuno decididamente persa preparado por el sahib Lurgan con sus propias manos, a Kim le fascinó la tienda. El museo de Lahore era más grande, pero aquí había más maravillas: dagas de fantasmas y ruedas de oraciones del Tíbet; collares de turquesas y de ámbar en bruto; brazaletes de jade verde; bastoncitos de incienso curiosamente empaquetados en tarros con incrustación de granates en bruto; las máscaras de diablos de la noche anterior y una pared cubierta de colgaduras de color azul eléctrico; Budas dorados y altarcitos portátiles de laca; samovares rusos con turquesas en la tapa; juegos de delicadísima porcelana en extrañas cajas octogonales de caña; crucifijos de marfil amarillo… procedentes nada menos que de Japón, según manifestó el sahib Lurgan; alfombras en fardos polvorientos, espantosamente malolientes, escondidas tras biombos rotos y podridos de dibujo geométrico; aguamaniles persas para lavarse las manos después de las comidas; incensarios de cobre mate, ni chinos ni persas, con una banda de fantásticos demonios corriendo por toda su circunferencia; cinturones de plata deslustrada que se anudaban como cuero sin curtir; horquillas de jade, marfil y calcedonia; armas de todos los tipos y clases, y un millar de otras curiosidades estaban embaladas, o amontonadas, o simplemente tiradas por la habitación dejando tan sólo un espacio libre en torno a la desvencijada mesa de madera donde trabajaba el sahib Lurgan.
-Esas cosas no son nada –dijo su anfitrión, siguiendo la mirada de Kim-. Las compro porque son bonitas, y a veces las vendo… si me agrada el aspecto del comprador. Mi trabajo está sobre la mesa… parte de él.
Las piedras preciosas resplandecían con la luz de la mañana: destellos rojos y azules y verdes, subrayados por la violenta llamarada azul casi blanca de un brillante de cuando en cuando. Los ojos de Kim se dilataron de admiración.
-Sí, esas piedras están muy bien. No les perjudica tomar el sol. Además son baratas. Pero con las piedras enfermas es muy distinto. –Llenó de nuevo el plato de Kim-. Nadie, excepto yo, sabe cómo tratar una perla enferma y devolver el azul a las turquesas. No incluyo los ópalos, cualquier necio puede sanar un ópalo, pero para una perla enferma sólo estoy yo. ¡Supón que me muriera! Entonces no quedaría nadie… ¡No, no! no puedes hacer nada con joyas. Será suficiente con que entiendas algo acerca de la Turquesa…, algún día.
Se trasladó al extremo del porche para volver a llenar en el filtro la pesada jarra de arcilla porosa.
-¿Quieres beber?
Kim asintió con la cabeza. El sahib Lurgan, a cinco metros de distancia, puso una mano en la jarra. Un instante después estaba junto al codo de Kim, llena hasta un centímetro del borde, y tan sólo una pequeña arruga en el mantel blanco marcaba el lugar por donde se había deslizado.
Kim lanzó una exclamación de absoluto asombro.
-Eso es magia.
La sonrisa del sahib Lurgan reveló que el elogio le había complacido.
-Lánzamela.
-Se romperá.
-Te digo que me la vuelvas a tirar.
Kim la arrojó al azar. Se quedó corta y cayó, rompiéndose en cincuenta pedazos, al mismo tiempo que el agua se derramaba por las tablas sin desbastar las tablas del porche.
-Dije que se rompería.
-No importa. Mírala. Fíjate en el trozo más grande.
El trozo más grande tenía un brillo de agua en la curva, como si fuese una estrella sobre el suelo. Kim miró con fijeza. El sahib Lurgan le puso suavemente una mano en la nuca, se la acarició dos o tres veces y susurró:
-¡Fíjate! Las piezas van a unirse otra vez, una a una. Primero el trozo más grande se unirá con los dos que tiene a derecha e izquierda… a derecha e izquierda. ¡Fíjate!
Kim no hubiera podido volver la cabeza ni por salvar la vida. La suave caricia le mantenía como atornillado, y sentía un agradable hormigueo por todo el cuerpo. Había ya un trozo muy grande de jarra en lugar de los tres anteriores, y sobre ellos la imprecisa silueta de la vasija en su totalidad. Kim veía el porche a través suyo, pero se espesaba y oscurecía con cada latido del pulso. Y sin embargo -¡qué despacio acudían los pensamientos!- la jarra se había roto delante a sus ojos. Otra oleada de fuego cosquilleante le corrió cuello abajo al mover la mano el sahib Lurgan.
-¡Fíjate! Ya está adquiriendo forma –dijo su anfitrión.
Hasta entonces Kim había estado pensando en hindi, pero tuvo un estremecimiento, y con un esfuerzo como el de un nadador que, al ver tiburones, se proyecta a sí mismo a medias fuera del agua, su mente salió de una oscuridad que se la estaba tragando y se refugió en… ¡la tabla de multiplicar en inglés!
-¡Fíjate! Ya se está formando.
La jarra se había roto… sí, roto…, la palabra indígena, no; no iba a pensar en ella… sino en romper, roto… en cincuenta trozos, y dos veces tres eran seis, y tres veces tres eran nueve, y cuatro veces tres, doce. Se aferró desesperadamente a la repetición. La silueta imprecisa de la jarra se disolvió como una niebla después de frotarse los ojos. Allí estaban los pedazos rotos; el agua derramada secándose al sol, y a través de las grietas del suelo del porche se veía, dividida en franjas, la pared blanca de la casa de abajo… y ¡tres veces doce eran treinta y seis!
-¡Fíjate! ¿No está adquiriendo forma? –preguntó el sahib Lurgan.
-Pero está rota…, rota –jadeó Kim. El sahib Lurgan llevaba medio minuto murmurando en voz baja-. ¡Mire! ¡Dekho! Está igual que antes.
-Está igual que antes –dijo Lurgan, contemplando a Kim detenidamente mientras el muchacho se frotaba el cuello-. Pero tú eres el primero entre muchos que lo ha visto así. –Se limpió el sudor de la amplia frente.
-¿También eso era magia? –preguntó Kim, receloso. Había desaparecido el hormigueo de su cuerpo y se sentía extraordinariamente despierto.
-No; no era magia. Se trataba tan sólo de ver si había… un defecto en una joya. A veces joyas muy finas se deshacen si un hombre las aprieta con la mano y sabe cómo hacerlo. Por eso hay que tener cuidado antes de montarlas. Dime, ¿viste la forma de la jarra?
-Durante muy poco tiempo. Empezó a crecer del suelo como una flor.
-Y después, ¿qué hiciste? Quiero decir, ¿cómo pensaste?
-Sabía que estaba rota y, por lo tanto, creo, eso fue lo que pensé… y estaba rota.
-¡Hummm! ¿Hay alguien que haya hecho este tipo de magia contigo anteriormente?
-Si así fuera –dijo Kim-, ¿cree usted que lo permitiría una segunda vez? Saldría corriendo.
-Y ahora no tienes miedo, ¿eh?
-Ahora no.
El sahib Lurgan le miró con más detenimiento que nunca.
-Se lo preguntaré a Mahbub Alí… ahora no, dentro de unos días –murmuró-. Estoy contento contigo…, sí; y estoy contento contigo…, no. Eres el primero que se ha librado. Me gustaría saber qué ha sido lo que… Pero tienes razón. No debes decirlo…, ni siquiera a mí.
Se volvió hacia la penumbra de la tienda y se sentó en la mesa, frotándose las manos suavemente. De detrás de una pila de alfombras salió un débil gemido ronco. Era el niño hindú, obedientemente sentado de cara a la pared. El desconsuelo agitaba sus frágiles hombros.

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