[…] Don Pietrino ya no entendía nada; aquello resultaba
cada vez más delirante: ahora salían a relucir los cuellos de camisa y los
cocodrilos. Sin embargo, su sentido común de hombre de campo aún no lo
abandonaba.
-¡Pero entonces, padre, se irán todos al infierno!
-¿Por qué? Algunos se perderán, otros podrán salvarse,
según como hayan vivido en ese mundo de ellos, tan formal. Yo diría que Salina,
por ejemplo, tiene bastantes posibilidades de salir airoso: juega bien su
juego, respeta las reglas, no hace trampas; Dios Nuestro Señor castiga al que
viola voluntariamente las leyes divinas que conoce, al que voluntariamente se
mete por el mal camino; pero quien va por el suyo propio, siempre y cuando no
se le ocurra hacer porquerías durante el trayecto, ése siempre puede estar
tranquilo. Si usted, don Pietrino, vende cicuta en lugar de poleo, y lo hace a
sabiendas, está perdido; pero si obra de buena fe, doña Fulana tendrá una
muerte tan noble como la de Sócrates y usted se irá derechito al cielo, con túnica
y alitas, todo de blanco.
La muerte de Sócrates ya fue demasiado para el herbolario;
se dio por vencido y prefirió dormirse. Cuando el padre Pirrone lo advirtió, se
alegró porque entonces ya podría hablar con toda libertad, sin temor a posibles
equívocos; y lo que quería era hablar, plasmar en las concretas volutas de las
frases esas ideas que se agitaban confusamente en su interior.
-Y también son caritativos. ¡Si supiera usted, por
ejemplo, cuántas familias, que si no estarían en la calle, encuentran refugio
en sus palacios! Y no piden nada a cambio, ni siquiera que se abstengan de
robarles. Tampoco lo hacen con ánimo de ostentar, sino por una especie de
instinto atávico que les impide obrar de otra manera. Aunque no lo parezca, son
menos egoístas que muchos otros: en el esplendor de sus casas, en la pompa de
sus fiestas hay un elemento impersonal, comparable quizá a la magnificencia de
las iglesias y de la liturgia, algo hecho ad
maiorem gentis gloriam, que en gran parte los redime; por cada copa de
champán que se beben, hay otras cincuenta que convidan; y cuando tratan mal a
alguien, como a veces sucede, más que de un pecado personal se trata de un acto
de afirmación de su clase. Fata crescunt.
Por ejemplo, don Fabrizio ha protegido y educado a su sobrino Tancredi,
salvando así a un pobre huérfano que de otro modo se hubiese perdido. Me dirá
que lo ha hecho porque el joven también era un señor, que por otro cualquiera
no hubiese movido un dedo. Es cierto; pero ¿por qué había de hacerlo si
sinceramente, en el fondo de su corazón, está convencido de que los «otros» son
ejemplares defectuosos, figurillas de barro deformadas por las manos del
ceramista, que no vale la pena someter a la prueba de fuego?
»Usted, don Pietrino, si en este momento no durmiese,
replicaría que los señores hacen mal en despreciar a los otros y que todos,
sujetos por igual a la doble esclavitud del amor y de la muerte, somos iguales
ante el Creador; y yo estaría obligado a darle la razón. Sin embargo, añadiría
que no es justo censurar sólo el desprecio de los «señores», porque se trata de
un vicio universal. Aunque no lo demuestre, el que enseña en la
universidad desprecia al maestrillo de las escuelas parroquiales, y ahora que
duerme puedo decirle a usted sin reticencia que los eclesiásticos nos consideramos
superiores a los laicos, los jesuitas al resto del clero, como ustedes, los
herbolarios, desprecian a los sacamuelas, quienes les pagan con la misma
moneda; por su parte, los médicos se burlan de herbolarios y sacamuelas, pero
sus pacientes los tratan de asnos y pretenden seguir viviendo con el hígado o
el corazón hecho papilla. Para los jueces, los abogados sólo son unos latosos
que intentan demorar la aplicación de las leyes; de otra parte, la literatura
está llena de sátiras contra la solemnidad, la ignorancia o cosas aún peores
que pueden achacárseles a los jueces. Los únicos que se desprecian a sí mismos
son los labradores, y cuando aprendan a burlarse de los otros el ciclo estará
cerrado y habrá que volver a empezar.
»¿Ha pensado usted alguna vez, don Pietrino, en la
cantidad de nombres de oficio que se han convertido en insultos? Desde
carretero o verdulera, a reitre y pompier en francés. La gente no piensa
en los méritos de los carreteros o de los bomberos: sólo se fija en sus
defectos marginales y los llama vulgares y fanfarrones; y ya que no puede usted
escucharme le diré que conozco muy bien el significado corriente de la palabra «jesuita».
»Por lo demás, los nobles saben afrontar con dignidad
las desgracias: a uno de ellos, pobrecillo, que había decidido matarse al otro
día, lo vi sonriente y animado como un niño en vísperas de su primera comunión;
en cambio cuando usted, don Pietrino, cuando tiene que resignarse a beber uno
de sus cocimientos de sen, se enteran hasta las piedras. Los «señores» pueden
montar en cólera o humillar a los demás, pero nunca les oirá usted una queja o
lamentación. Más aún, le daré a usted una receta: si alguna vez se cruza con un
«señor» quejumbroso, fíjese en el árbol genealógico: seguro que encontrará una
rama seca.
»Es una clase difícil de suprimir, porque en el fondo se
renueva constantemente, y porque, cuando es necesario, sabe morir bien, es
decir, sabe arrojar una semilla en el momento del fin. Si no, mire el caso de
Francia: se dejaron degollar con distinción, y allí los tiene usted igual que
antes; sí, igual que antes porque la nobleza no reside en los latifundios y los
derechos feudales, sino en las diferencias. Me han dicho que en París hay ahora
condes polacos a quienes las insurrecciones y el despotismo han empujado al
exilio y a la miseria; trabajan de cocheros pero a sus clientes burgueses les
ponen una cara, que cuando los pobrecillos suben al coche lo hacen, sin saber
por qué, con tal aire de humildad que diríanse perros entrando en una iglesia.
»Le diré incluso, don Pietrino, que si, como ha sucedido
tantas veces, esa clase tuviera que desaparecer, de inmediato surgiría otra
equivalente, con los mismos méritos y los mismos defectos; quizá ya no estaría
basada en la sangre, sino, no sé… en el hecho de llevar mucho tiempo viviendo
en determinado sitio o de aducir un conocimiento supuestamente más cabal de
determinado texto al que se le atribuya un valor sagrado.
En eso se oyeron los pasos de la madre en la escalerilla
de madera; entró riendo:
-¿Se puede saber con quién estás hablando, hijo mío?
¿Acaso no ves que tu amigo duerme?
El padre Pirrone se avergonzó un poco; en lugar de
responder, dijo:
-Ahora mismo lo acompañaré hasta afuera. ¡Pobre, tendrá
que soportar el frío toda la noche!
Subió la mecha del farolillo y la encendió en una
llamita del candil: tuvo que ponerse de puntillas y acabó manchándose el hábito
de aceite; volvió a bajarla y cerró la portezuela de cristal. Don Pietrino
navegaba en el mar de los sueños; un hilillo de baba se escurría por el labio e
iba cayéndole en la solapa. No fue fácil despertarlo.
-Perdóname, padre, pero decías cosas tan raras, tan complicadas…
Sonrieron, bajaron la escalera, y salieron. La noche
envolvía la casita, el pueblo, el valle; apenas se divisaban los montes, cercanos
y, como siempre, amenazadores. El viento había amainado, pero hacía mucho frío;
todo el brillo de las estrellas, con sus millares de grados de calor, era
incapaz de calentar a un pobre viejo.
(1957)