jueves, 12 de septiembre de 2013

El Gatopardo (Giuseppe Tomasi di Lampedusa)

[…] Don Pietrino ya no entendía nada; aquello resultaba cada vez más delirante: ahora salían a relucir los cuellos de camisa y los cocodrilos. Sin embargo, su sentido común de hombre de campo aún no lo abandonaba.
-¡Pero entonces, padre, se irán todos al infierno!
-¿Por qué? Algunos se perderán, otros podrán salvarse, según como hayan vivido en ese mundo de ellos, tan formal. Yo diría que Salina, por ejemplo, tiene bastantes posibilidades de salir airoso: juega bien su juego, respeta las reglas, no hace trampas; Dios Nuestro Señor castiga al que viola voluntariamente las leyes divinas que conoce, al que voluntariamente se mete por el mal camino; pero quien va por el suyo propio, siempre y cuando no se le ocurra hacer porquerías durante el trayecto, ése siempre puede estar tranquilo. Si usted, don Pietrino, vende cicuta en lugar de poleo, y lo hace a sabiendas, está perdido; pero si obra de buena fe, doña Fulana tendrá una muerte tan noble como la de Sócrates y usted se irá derechito al cielo, con túnica y alitas, todo de blanco.
La muerte de Sócrates ya fue demasiado para el herbolario; se dio por vencido y prefirió dormirse. Cuando el padre Pirrone lo advirtió, se alegró porque entonces ya podría hablar con toda libertad, sin temor a posibles equívocos; y lo que quería era hablar, plasmar en las concretas volutas de las frases esas ideas que se agitaban confusamente en su interior.
-Y también son caritativos. ¡Si supiera usted, por ejemplo, cuántas familias, que si no estarían en la calle, encuentran refugio en sus palacios! Y no piden nada a cambio, ni siquiera que se abstengan de robarles. Tampoco lo hacen con ánimo de ostentar, sino por una especie de instinto atávico que les impide obrar de otra manera. Aunque no lo parezca, son menos egoístas que muchos otros: en el esplendor de sus casas, en la pompa de sus fiestas hay un elemento impersonal, comparable quizá a la magnificencia de las iglesias y de la liturgia, algo hecho ad maiorem gentis gloriam, que en gran parte los redime; por cada copa de champán que se beben, hay otras cincuenta que convidan; y cuando tratan mal a alguien, como a veces sucede, más que de un pecado personal se trata de un acto de afirmación de su clase. Fata crescunt. Por ejemplo, don Fabrizio ha protegido y educado a su sobrino Tancredi, salvando así a un pobre huérfano que de otro modo se hubiese perdido. Me dirá que lo ha hecho porque el joven también era un señor, que por otro cualquiera no hubiese movido un dedo. Es cierto; pero ¿por qué había de hacerlo si sinceramente, en el fondo de su corazón, está convencido de que los «otros» son ejemplares defectuosos, figurillas de barro deformadas por las manos del ceramista, que no vale la pena someter a la prueba de fuego?
»Usted, don Pietrino, si en este momento no durmiese, replicaría que los señores hacen mal en despreciar a los otros y que todos, sujetos por igual a la doble esclavitud del amor y de la muerte, somos iguales ante el Creador; y yo estaría obligado a darle la razón. Sin embargo, añadiría que no es justo censurar sólo el desprecio de los «señores», porque se trata de un vicio universal.  Aunque no lo demuestre, el que enseña en la universidad desprecia al maestrillo de las escuelas parroquiales, y ahora que duerme puedo decirle a usted sin reticencia que los eclesiásticos nos consideramos superiores a los laicos, los jesuitas al resto del clero, como ustedes, los herbolarios, desprecian a los sacamuelas, quienes les pagan con la misma moneda; por su parte, los médicos se burlan de herbolarios y sacamuelas, pero sus pacientes los tratan de asnos y pretenden seguir viviendo con el hígado o el corazón hecho papilla. Para los jueces, los abogados sólo son unos latosos que intentan demorar la aplicación de las leyes; de otra parte, la literatura está llena de sátiras contra la solemnidad, la ignorancia o cosas aún peores que pueden achacárseles a los jueces. Los únicos que se desprecian a sí mismos son los labradores, y cuando aprendan a burlarse de los otros el ciclo estará cerrado y habrá que volver a empezar.
»¿Ha pensado usted alguna vez, don Pietrino, en la cantidad de nombres de oficio que se han convertido en insultos? Desde carretero o verdulera, a reitre y pompier en francés. La gente no piensa en los méritos de los carreteros o de los bomberos: sólo se fija en sus defectos marginales y los llama vulgares y fanfarrones; y ya que no puede usted escucharme le diré que conozco muy bien el significado corriente de la palabra «jesuita».
»Por lo demás, los nobles saben afrontar con dignidad las desgracias: a uno de ellos, pobrecillo, que había decidido matarse al otro día, lo vi sonriente y animado como un niño en vísperas de su primera comunión; en cambio cuando usted, don Pietrino, cuando tiene que resignarse a beber uno de sus cocimientos de sen, se enteran hasta las piedras. Los «señores» pueden montar en cólera o humillar a los demás, pero nunca les oirá usted una queja o lamentación. Más aún, le daré a usted una receta: si alguna vez se cruza con un «señor» quejumbroso, fíjese en el árbol genealógico: seguro que encontrará una rama seca.
»Es una clase difícil de suprimir, porque en el fondo se renueva constantemente, y porque, cuando es necesario, sabe morir bien, es decir, sabe arrojar una semilla en el momento del fin. Si no, mire el caso de Francia: se dejaron degollar con distinción, y allí los tiene usted igual que antes; sí, igual que antes porque la nobleza no reside en los latifundios y los derechos feudales, sino en las diferencias. Me han dicho que en París hay ahora condes polacos a quienes las insurrecciones y el despotismo han empujado al exilio y a la miseria; trabajan de cocheros pero a sus clientes burgueses les ponen una cara, que cuando los pobrecillos suben al coche lo hacen, sin saber por qué, con tal aire de humildad que diríanse perros entrando en una iglesia.
»Le diré incluso, don Pietrino, que si, como ha sucedido tantas veces, esa clase tuviera que desaparecer, de inmediato surgiría otra equivalente, con los mismos méritos y los mismos defectos; quizá ya no estaría basada en la sangre, sino, no sé… en el hecho de llevar mucho tiempo viviendo en determinado sitio o de aducir un conocimiento supuestamente más cabal de determinado texto al que se le atribuya un valor sagrado.
En eso se oyeron los pasos de la madre en la escalerilla de madera; entró riendo:
-¿Se puede saber con quién estás hablando, hijo mío? ¿Acaso no ves que tu amigo duerme?
El padre Pirrone se avergonzó un poco; en lugar de responder, dijo:
-Ahora mismo lo acompañaré hasta afuera. ¡Pobre, tendrá que soportar el frío toda la noche!
Subió la mecha del farolillo y la encendió en una llamita del candil: tuvo que ponerse de puntillas y acabó manchándose el hábito de aceite; volvió a bajarla y cerró la portezuela de cristal. Don Pietrino navegaba en el mar de los sueños; un hilillo de baba se escurría por el labio e iba cayéndole en la solapa. No fue fácil despertarlo.
-Perdóname, padre, pero decías cosas tan raras, tan complicadas…
Sonrieron, bajaron la escalera, y salieron. La noche envolvía la casita, el pueblo, el valle; apenas se divisaban los montes, cercanos y, como siempre, amenazadores. El viento había amainado, pero hacía mucho frío; todo el brillo de las estrellas, con sus millares de grados de calor, era incapaz de calentar a un pobre viejo.

(1957)